Si bien considero necesario legislar sobre la eutanasia, no puedo apoyar el proyecto aprobado por Diputados, hoy en el Senado, porque, lejos de ser garantista, presenta graves debilidades jurídicas, éticas y sociales. El artículo 2 amplía en exceso el acceso a la eutanasia, incluyendo situaciones no terminales y dejando especialmente expuestos a los más vulnerables: personas mayores, solas, con discapacidad, problemas de salud mental o bajos ingresos. En lugar de otorgar más derechos y libertades, las desprotege ante decisiones irreversibles.
El texto tampoco exige evaluaciones interdisciplinarias ni asegura cuidados paliativos efectivos. La decisión queda en manos de un único médico, probablemente un generalista, sin intervención de psiquiatras, trabajadores sociales, médicos tratantes ni paliativistas. Sin ese abordaje integral, no se detectan depresiones, presiones familiares ni se alivian dolores que podrían influir en la decisión. El Estado sólo interviene después de la muerte, sin controles ni acompañamiento previos. Legalizar la eutanasia sin garantizar antes cuidados, apoyo y supervisión no es un acto de libertad, sino una renuncia del Estado a proteger.
Uruguay necesita una ley que asegure vivir con dignidad hasta el final, no una que habilite a morir por falta de alternativas. Sin garantías efectivas, no hay muerte digna: hay resignación.
En Uruguay se debate una Ley de Eutanasia que promete garantizar a quien la solicite una muerte “indolora, apacible y respetuosa de su dignidad”. Sin embargo, la experiencia internacional y la evidencia científica muestran que esa promesa está lejos de ser segura. En primer lugar, la sola decisión de pedir la eutanasia ya implica un enorme peso emocional. Para el paciente, su familia y su entorno es un camino marcado por angustia y sufrimiento antes, durante y después de tomar la decisión. Terminar con la propia vida no es un acto neutro ni fácil, aunque la ley lo encuadre como un derecho. En segundo lugar, la imagen que se difunde en el debate público y en el cine, la de un procedimiento sencillo, rápido y sin dolor, omite datos fundamentales. En la práctica, no existen protocolos internacionales uniformes, los profesionales no reciben formación específica y los estudios realizados en Países Bajos, Canadá, Estados Unidos, Bélgica y Suiza muestran complicaciones frecuentes: problemas en la vía intravenosa, espasmos, vómitos, coloración azulada por falta de oxígeno, muertes que se prolongan varios días e incluso pacientes que recuperan la conciencia. Mientras los medicamentos comunes atraviesan rigurosos controles de eficacia y seguridad, los fármacos usados en “muerte asistida” carecen de evaluaciones equivalentes.
Los informes oficiales advierten que la experiencia puede ser traumática tanto para pacientes como para familiares. Se registran muertes demasiado rápidas o demasiado lentas, dolor en el sitio de inyección y, lo más alarmante, personas que permanecen conscientes bajo la parálisis de los bloqueantes neuromusculares, incapaces de comunicar el sufrimiento que padecen. Autopsias en procedimientos análogos, como las ejecuciones por inyección letal, muestran edema pulmonar agudo, indicador de posible sensación de asfixia en quienes aún conservaban conciencia.
La investigadora Lupe Batallán, en su libro “Dignos hasta el final”, advierte que si falla la inducción al coma, los bloqueantes neuromusculares no garantizan ni sueño ni analgesia. El paciente podría atravesar el proceso consciente, con un dolor extremo e indescriptible. La idea de una “muerte dulce” se tambalea frente a esta realidad, poco mencionada en campañas o debates legislativos.
Más allá de las posiciones ideológicas, el hecho central es que la eutanasia no puede considerarse un procedimiento seguro y previsible. La falta de protocolos uniformes y de controles sistemáticos incrementa el riesgo de muertes con sufrimiento oculto y de duelos traumáticos para las familias. La verdadera dignidad al final de la vida no puede reducirse a la administración de fármacos letales. Requiere garantizar acceso universal a cuidados paliativos de calidad, acompañamiento emocional y soporte social. Solo así la elección de cada persona surgirá de un horizonte real de alivio y cuidado, y no del abandono o la desesperación. Sin estas condiciones, lejos de ampliar derechos, la eutanasia corre el riesgo de profundizar la injusticia sobre los más vulnerables.