El último mes estuvo marcado por intensos cruces entre el oficialismo y la oposición. Entre los episodios más destacados se encuentran el caso de las lanchas del astillero Cardama, los pedidos de renuncia al presidente de ASSE y las tensiones en torno a la aprobación del presupuesto nacional en la Cámara de Diputados. Sorprende a muchos analistas y ciudadanos la frecuencia y la dureza de estos enfrentamientos, que incluso han derivado en intercambios públicos entre el actual presidente y su antecesor. En un sistema político que históricamente se ha definido como dialoguista y defensor de sus figuras presidenciales, la imagen que predomina actualmente es la de dos grandes bloques políticos cada vez más enfrentados.
Es cierto que Uruguay siempre ha tenido debates intensos, interpelaciones y pedidos de renuncia. Sin embargo, la temperatura política parece haber subido unos grados. Algunos lo atribuyen a la falta de mayorías parlamentarias del oficialismo, que otorga a la oposición un margen de maniobra mayor al de otros períodos. Sin embargo, entiendo existe un factor que explica de forma más profunda la intensidad de los cruces entre ambos bloques: su expectativa del 2029.
Aunque aún falte mucho tiempo, tanto el oficialismo como la oposición ya proyectan ese escenario electoral bajo una premisa común: se trataría, a priori, de una competencia abierta y competitiva. Este hecho, que podría parecer menor, encierra una novedad política relevante. Nunca antes el Frente Amplio había gobernado tras haber perdido el poder, ni la Coalición Republicana había actuado como oposición luego de haber desplazado al Frente Amplio del gobierno.
El Frente Amplio gobernó el país de manera ininterrumpida entre 2005 y 2020. Su llegada al poder fue el resultado de un largo proceso democrático, que lo llevó de tercera fuerza desafiante a principal fuerza dominante, triunfando en tres elecciones consecutivas, incluyendo una en primera vuelta y todas con mayorías parlamentarias. Durante mucho tiempo —al igual que en otros países de América del Sur— la derrota electoral del Frente Amplio parecía posible, pero no probable. Los gobiernos progresistas de la llamada marea rosa gozaban de buena salud electoral, logrando victorias consecutivas que hacían difícil imaginar un cambio de ciclo. Ese escenario ya no es tal, y en Uruguay ambos bloques parecen tenerlo claro.
El actual oficialismo ya sabe lo que es perder, y la actual oposición ya sabe lo que es ganar. Para el Frente Amplio, la derrota del 2019 parece servir como ejemplo de la intensidad que hay que mantener los cinco años de gobierno para retener el poder, empujándolo así a ser un oficialismo más combativo. Para la oposición, en cambio, la victoria del 2019 representó la prueba de que el Frente Amplio no era invencible y empuja a muchos dirigentes a ejercer una oposición más confrontativa, producto de sus expectativas reales de regresar al poder en 2029.
Estas expectativas cruzadas son, sin embargo, políticamente peligrosas. Es natural que oficialismo y oposición discrepen y debatan, que el gobierno actual revise la gestión anterior y que la oposición controle a la administración actual. Sin embargo, este escenario entendido por ambos bloques como abierto y competitivo puede alentar una lógica electoral permanente, donde las tensiones y debates se midan más en clave de campaña electoral que de política pública. Existe el riesgo que ambos bloques dediquen en estos años más energía a atacar a figuras opositoras y sus gestiones por su potencial peso electoral que a proponer soluciones a los problemas reales del país.
Así, Uruguay corre el riesgo de entrar en una campaña electoral de cinco años, donde la disputa por el poder eclipse la discusión indispensable sobre el rumbo del país, sus problemas y potenciales soluciones. Si los ciudadanos ya muestran fatiga por una campaña electoral que dura un año entero, una campaña permanente que dure los cinco años y que no presente respuestas a sus preocupaciones los puede llevar al hartazgo y al rechazo.