6 de enero 2025
Dólar El Observador | Auspicio BROU Cotizaciones
Compra 42,70 Venta 45,20
11 de diciembre 2024 - 12:34hs

El domingo por la mañana, la bandera tri-estrellada de la revolución ondeaba por sobre los edificios de Damasco, mientras la ciudadanía de esta ciudad sometida por más de cincuenta años bajo el poder absoluto de una dinastía sanguinaria derrumbaba los símbolos que la glorificaban: en las plazas públicas de la capital siria, caían las estatuas, los retratos, y las placas en homenaje de los cruentos dictadores Hafez al-Assad (1971-2000) y de su hijo y sucesor Bashar al-Assad (2000-2024).

Escribir el año 2024 dentro de ese último paréntesis es algo que que me brinda una enorme satisfacción: marcar el fin del régimen que fue el responsable de el mayor derramamiento de la sangre de su propio pueblo en todo el mundo árabe ha sido un hito cercano al éxtasis para todas las comunidades de la diáspora siria, una diáspora cuyos millones son en su mayoría exiliados de la dictadura de los al-Assad: este fin de semana, la bandera tri-estrellada no solo ondeó en Damasco, sino que lo hizo también en Londres, París, Copenhague, Berlín, Estocolmo, y más allá, tanto en el mundo árabe como en América.

Me permito la licencia de una arista personal dada la magnitud del júbilo, ya que la familia de mi abuela venía de ése país: antes de radicarse en la Argentina, habiendo pasado por Beirut y Damasco - en ese entonces ciudades bajo el dominio francés - algunos de los miembros de esa rama de mi familia habían nacido y crecido en la ciudad de Hama, la cuarta ciudad del país por número de habitantes, y la segunda ciudad en caer a los rebeldes de la ciudad de Idlib liderados por el grupo yihadista Hay’at Tahrir al-Sham (HTS) la semana pasada luego de su ataque relámpago sobre Alepo.

Fue en esa misma ciudad donde el régimen de los al-Assad demostró por vez primera que la destrucción del pueblo al que gobernaban no era solamente una de sus inclinaciones - dado que la cárcel, la desaparición, y la tortura eran puniciones comunes para sus críticos desde un primer momento - sino su única forma de mantenerse en el poder: en febrero de 1982, luego de años de combates subterráneos con la Hermandad Musulmana, un grupo político y paramilitar que resistía al presunto secularismo del régimen alauita de Damasco desde Hama, Hafez al-Assad envió a su hermano menor, Rifaat, a destruir la cuna de los insurgentes.

Más noticias

El gobierno de Damasco comunicó a la ciudadanía que quien se encontrase dentro de Hama al momento del arribo de sus fuerzas sería considerado un rebelde.

Hama y su medio millón de habitantes fueron sitiados por el ejército sirio y las milicias alauitas controladas por Rifaat durante veintisiete días en los cuales la ciudad fue bombardeada indiscriminadamente por la fuerza aérea siria.

El Syrian Network for Human Rights, un organismo de derechos humanos, estima que el saldo de muertos del sitio de Hama en 1982 fue de entre treinta y cuarenta mil personas, sin contar diecisiete mil desaparecidos, quienes se presumen fueron secuestrados y torturados hasta la muerte por los secuaces de Hafez. Dos tercios de la ciudad quedaron en ruinas.

Bashar al-Assad fue aún más allá que su padre y su tío durante la guerra civil desatada en el 2011 luego que las multitudinarias protestas pacíficas que caracterizaron ese año fueron reprimidas con las balas por el ejército sirio.

Cualquier simpatizante con la causa revolucionaria fue enviado a las brutales cárceles del régimen, donde se veían sometidos a violaciones, torturas atroces, y ejecuciones sumarias.

En el 2017, gracias al uso de imágenes satelitales, se descubrió que la famosa cárcel de Sednaya, en las afueras de Damasco, se había construido un nuevo crematorio: las instalaciones anteriores no daban a basto para deshacerse de los cuerpos de los opositores asesinados. El cotidiano Al Jazeera reporta que entre cincuenta y cien de los más de veinte mil prisioneros en Sednaya eran ejecutados diariamente.

En los últimos días, los residentes de Damasco descubrieron que debajo de la sección de esa cárcel que estaba a la vista por sobre la superficie existía un complejo subterráneo de cinco pisos donde aquellos que habían sido secuestrados por el régimen habían sido abandonados por sus custodias bajo llave. Los rescates de los sobrevivientes continúan hasta ahora.

La lista de horrores continúa: en 2013, el régimen de al-Assad autorizó el uso de armas químicas sobre la población, y en agosto de ese año, dos ataques simultáneos con cohetes armados con gas sarín sobre los suburbios de Ghouta, en Damasco - en ese momento controlados por los rebeldes - dejaron centenares de muertos. El gas sarín, que es incoloro e inodoro, paraliza los músculos del cuerpo, haciendo que quien lo inhale se vuelva incapaz de contraer el diafragma y por ende muera ahogado.

Más allá de estos ataques con armas no-convencionales, un tabú en la práctica de la guerra en el ámbito internacional, Bashar también autorizó el sitio y el bombardeo indiscriminado de ciudades enteras tal como lo hicieran Hafez y Rifaat en Hama.

Alepo fue sitiada por el régimen entre 2012 y 2016. Una organización de monitoreo ha confirmado con evidencia documental la muerte de más de treinta mil personas durante el sitio de Alepo, en su mayoría bajo las bombas de la aviación siria y de la de sus aliados rusos: bombardeos que no tenían otro fin, dadas sus características, que de eliminar a la población civil de la ciudad rebelde, un “crimen de proporciones históricas” segun la ONU.

Las mismas tácticas, caracterizadas por el total desdén por parte del régimen y de sus aliados por la vida de sus compatriotas se replicaron en todo el país: el resultado, según el Syrian Observatory for Human Rights, una organización humanitaria con base en Londres, es que más de seiscientas mil personas murieron durante la guerra.

Momento de justicia

La caída del régimen abre las puertas a una incertidumbre que se vaticina compleja de navegar. El tono conciliatorio del primer comandante de HTS, Abu Muhammad al-Jolani, quien ha dejado de lado su nom de guerre para volver a ser Ahmed Hussein al-Sharaa - líder de-facto del país - podría desvanecerse ante la recalcitrancia de sus seguidores más extremos o naufragar en una contienda con las milicias curdas que controlan el noreste del país.

Dicha caída, sin embargo, también trae consigo una obligación histórica: para las víctimas de la dictadura, el fin de la dinastía al-Assad no estará completo hasta que sus sostenedores no sean juzgados por sus crímenes, una misión se augura muy tortuosa.

Toda transición de poder siguiendo un período sangriento trae consigo un dilema entre la justicia y la reconciliación. Esto lo sabe la Alemania post-nazista, lo sabe la Sudáfrica post-apartheid, lo sabe la España post-franquista, y lo saben las democracias latinoamericanas que sucedieron a las dictaduras de finales del siglo veinte, por nombrar tan solo algunos casos que nos son familiares.

Un régimen no se mantiene en pie por sí solo, ni comete los crímenes que ordena por su propia cuenta: por cada miembro de la familia al-Assad, hay miles de soldados, guardias carcelarios, políticos, empresarios, miembros de los servicios de inteligencia y de la policía, diplomáticos, y demás que operaron para mantenerlos en el poder y llevar a cabo sus monstruosidades. Ni hablar de los aliados internacionales, como Rusia, Irán, y, no muy detrás de ellos, China.

La evidencia de la culpabilidad de todos ellos no escasea.

La justicia perfecta requería juzgarlos a todos, pero las necesidades de la transición militan en su contra: los nuevos líderes de Siria requerirán de aliados locales, administradores, burócratas, y también de soldados, espías, y policías para gobernar el país. Queda claro de dónde vendrán la mayoría de ellos.

Por eso es imperativo juzgar a sus líderes, es decir, la familia al-Assad y sus más estrechos colaboradores en cada una de las ramas de su estado represivo, otra misión difícil, pero no imposible.

Rifaat, quien hasta el 2022 vivía una vida de lujo en Europa, tiene un pedido de arresto por los crímenes de guerra cometidos en Hama en 1982 emitido por una corte suiza. Lo último que se sabe de él es que fue acogido en Siria por su sobrino Bashar luego de la emisión de la orden de captura suiza. Sus paraderos actuales no son claros, pero podría aparecer en cualquier momento.

Bashar se encuentra en Moscú, hospedado por Vladimir Putin. Con una orden de captura emitida por una corte francesa en consecuencia por el ataque de gas sarín del 2013, a Bashar le resultaría difícil salir del país de su leal aliado, y, quién sabe, podría vérselas con la justicia cuando Putin eventualmente deje el poder.

Más allá de dichas órdenes de captura, está en las manos del nuevo régimen de Damasco de abrir un proceso de justicia transicional que juzgue al menos a los altos mandos del régimen de los al-Assad que aún se encuentran en Siria, de manera de cerrar el capítulo más devastante de la historia de ese pueblo.

Temas:

Siria Bashar al Assad

Seguí leyendo

Te Puede Interesar

Más noticias de Argentina

Más noticias de España

Más noticias de Estados Unidos