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El Observador | Daniel Supervielle

Por  Daniel Supervielle

Periodista, analista, director de comunicación estratégica y política de CERES
29 de junio 2024 - 5:00hs

Luego de una semana en Estados Unidos entre la capital Washington DC y Nueva York detecté una nueva variante de uruguayos: son decenas de miles que quieren al país igual que los que vivimos y trabajamos en Uruguay; escuchan la tertulia por la web, leen todos los diarios, se ríen con Malos Pensamientos de tarde, y suenan más interesados y preocupados por el futuro del país que muchos de nosotros.

Conversé con varios de ellos, y al final del viaje, en el estadio de Nueva Jersey terminé de darme cuenta que se trataba de una transformación formidable de la uruguayez. Fue en la tribuna detrás del arco donde Uruguay atacó en el segundo tiempo, lo que vendría a ser la Ámsterdam del Estadio Centenario, que me cayó la ficha.

Escribo estas líneas rápidas durante la escala en Panamá antes de volver al país votar en las elecciones internas. Salí directo el jueves a medianoche del Met Life Stadium de Nueva Jersey para el aeropuerto internacional JFK donde embarqué de madrugada.

Mientras Uruguay vapuleaba a Bolivia 5 a 0 sin piedad me preguntaba quiénes serían las personas que lucían orgullosas camisetas de Uruguay, Nacional, Peñarol, Basáñez, Oriental de la Paz, Cerro, Huracán Buceo o flameaban banderas uruguayas.

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Todos eran fanáticos de Uruguay, muchos no habían ni nacido en suelo oriental, sí sus padres. Allí estaban familias enteras, abuelos, padres e hijos, emocionados celebrando goles, sacándose selfies, comiendo snacks, tomando cerveza sin ponerse violentos, disfrutando ver en acción a la selección uruguaya.

Hasta ahí podía parecer lo mismo, pero no. El español que usaban sonaba levemente afectado y permanentemente alternaban palabras en inglés. Incluso iban acompañados de amigos o conocidos que ni en español hablaban, aunque si lucían sus camisetas celestes con los nombres de Suárez, Cavani y Forlán en la espalda.

En promedio sus contextos corporales eran más voluminosos que el uruguayo promedio y vivían el partido sin esa crispación tan de vida o muerte que se vive en nuestras canchas los fines de semana. Ellos fueron a una fiesta, no a una guerra. Pedían por la ola.

Mirando el partido detrás del arco, junto a más de 48 mil personas que cantaron el himno a rabiar, sentí que la vibra de esa tribuna no tenía nada que ver con la del Estadio Centenario, sea la Ámsterdam o la Colombes. Eran diferentes. Ambas tan auténticas como sentidas, pero distintas.

Entre las 48.033 personas que fueron al Met Life Stadium de Nueva Jersey en su mayoría eran personas que migraron a Estados Unidos y lograron mejorar sustancialmente su vida, adoran al Uruguay, adonde mandan remesas y vuelven de vacaciones. Sus raíces orientales son su identidad y el relato de su existencia.

Una especie de exiliado aliviado por la revancha que Uruguay no les pudo dar.

Pueden ser primera, segunda o tercera generación. La segunda es incluso más nacionalista que la de sus padres. Nacieron en Estados Unidos y conocen a Uruguay en viajes para visitar a la familia o por los cuentos —muy míticos— de sus progenitores y los amigos que cada tanto caen a visitarlos.

De lejos y a la distancia todo cobra ribetes novelescos, como la pizza al tacho de aquel bar de la esquina donde se juntaban después del fútbol, o el tablado de la plaza donde vieron pasar los carnavales de Montevideo, la acampada en Santa Teresa o el recital de la Vela en la Semana de la Cerveza.

En Estados Unidos han triunfado, el sueldo les rinde, acceder a un auto no es una cuestión prohibitiva y la vida es más fácil para quien esté dispuesto a sacrificarse y pagar el precio de trabajar para salir adelante sin esperar que nadie les dé nada a cambio.

Esta columna no pretende ser una oda a Estados Unidos, que problemas tiene y muchos. Tampoco una invitación a emigrar. La vida para los emigrantes en Estados Unidos es durísima, pero muchos de los uruguayos que me encontré en el estadio encontraron en ese país la motivación para reivindicarse y desarrollarse.

El contexto es favorable para que sea así. Sin embargo, en un país multirracial e individualista por excelencia la necesidad antropológica de pertenecer a algo convierte a Uruguay en algo parecido a Itaca.

Ese lugar que se abandonó en la juventud y que con los años se fue romantizando mientras la vida y el tiempo transcurre y las personas se vuelven viejas y adonde siempre se cree que algún día se volverá.

Y ese es el punto. Uruguay es la razón de su esencia. Algo que cobra más valor en tierras lejanas. En todos los taxis que me tomé nunca dos de un mismo país: un jamaiquino, un nigeriano, un argelino, un bengalí y un griego. Si será importante en Estados Unidos tener una raíz de la que sentirse parte.

Si será importante, además de ser, sentirse uruguayo.

Como país, preocupado por los bajos índices de natalidad, el bajo crecimiento anual de la Economía, esta fuerza viva y productiva que vive en el exterior aportando mano de obra, conocimiento, intelecto, debería ser estudiada para ver de qué forma toda esa pasión e identificación puede beneficiar al Uruguay que tanto quieren y añoran.

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