Opinión > MAGDALENA Y EL BIBLIOTECARIO INGLÉS

¡Ay, el progreso! y El reduccionista tuerto

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24 de noviembre de 2019 a las 05:00

Estimado Leslie:

¡Ay, el progreso!

La semana pasada estuvo en nuestro país el reconocido psicólogo y lingüista canadiense, Steven Pinker autor del recientemente publicado “En defensa de la Ilustración”, el libro favorito de Bill Gates. En su conferencia, titulada “El mundo está mejor que nunca, y pocos lo saben”,  Pinker aseguró que la humanidad ha venido progresado desde el siglo XVIII hasta hoy gracias a los ideales promovidos por el movimiento ilustrado, que buscó disipar las tinieblas de la ignorancia a la luz de la razón y el conocimiento científico.  Mediante gráficas, Pinker expuso cómo la humanidad se ha visto beneficiada por el aumento de la expectativa de vida, la disminución de la mortalidad infantil,  la reducción de las tasas de pobreza extrema, la creciente consolidación de la democracia, la igualdad de derechos y la disminución de la violencia, entre otros guarismos. 

Los datos cuantitativos son siempre más persuasivos que cualquier evaluación cualitativa de los hechos, simplemente porque 100 son siempre 100 en todos lados y para todas las personas; para ello solo basta con calcular. Estimar la calidad de un bien determinado, en cambio, es bastante más complicado: podemos deliberar una vida entera acerca de si “un necio satisfecho” es o no más feliz que “Sócrates insatisfecho”,  por mal que le pese al gran Stuart Mill.  Así, no es extraño que Pinker –para quien el ser humano no es particularmente razonable- haya apelado a datos estadísticos para respaldar su tesis. Sin embargo, no es claro que estas cifras sean suficientes para convencer a más de esos pocos que ya lo “saben” que el mundo está mejor que nunca antes.

Desde la entrada del posmodernismo, la razón se ha encontrado reiteradamente sentada en el banquillo de los acusados. Y muchas veces con motivos válidos.  Al decir de Adorno, “Ninguna historia universal lleva de la barbarie al humanismo, pero hay una historia que lleva de la primera piedra lanzada con un honda a la bomba atómica”.  Porque si bien es cierto, como afirma Pinker, que hoy existen menos guerras en el mundo (¡y enhorabuena!), aún debemos preguntarnos si es lícito denominar progreso a la sustitución de hondas, palos y piedras por armas de destrucción masiva, creadas por obra y gracia de la razón humana consagrada al desarrollo del conocimiento científico. No hay duda: el progreso es un concepto escasamente examinado y excesivamente sobrentendido.

Hay que reconocer que Pinker no aterrizó en estos lares en un momento especialmente propicio. América del Sur está convulsionada por hechos que ponen en jaque sus gráficas e irrigan escepticismo sobre su sobrado optimismo: el caso de Chile no puede ser más ilustrativo.

Y si bien algunos pueden argumentar que tanto la violencia como la crisis de las instituciones democráticas son el resultado, entre otras cosas, de la proliferación del populismo (al que Pinker identifica con la ignorancia y el oscurantismo), lo cierto es que la razón también incide en el consolidación de esta forma particular de hacer política. Subestimar la capacidad estratégica de toda estirpe populista es su más eficaz incentivo.

Debo admitir que me es imposible comulgar al pie de la letra con el optimismo de Pinker. Soy parte de los “muchos” que no están seguros de que el mundo esté mejor que nunca, aunque sí coincido con su argumento de que sin la guía de la razón no hay progreso genuino posible. Pero debemos hilar más fino. Porque hay dos modos, tan necesarios como distintos, de hacer uso de la razón: la instrumental, que calcula los medios adecuados para conseguir un fin perseguido pero no necesariamente examinado, y la que anima al pensamiento crítico, que analiza los diversos fines con el objetivo de evaluar sus bondades o beneficios.

La primera es la que bulle en la actual arenga social y política (rebosante de ideologías cada vez más reduccionistas y polarizadas), donde el “éxito” cuelga del brazo del mejor estratega, capaz de producir gráficas que exhiben resultados productivos.  La segunda, en cambio, brilla por su ausencia, claro: en la sociedad del rendimiento no hay tiempo para la crítica y el diálogo en pos del consenso sobre lo más justo y valioso, basado en el mejor argumento.

No es que sea pesimista, Leslie, pero la realidad, sin duda, supera todo cálculo, y el progreso… ¡Ay, el progreso! 

El reduccionista tuerto

Estimada Magdalena:

Una tarde a comienzos de la década del 80, el Magdalen College homenajeó en la Old Library a Sir John Eccles, nuestro Premio Nobel en Fisiología y Medicina. Asistieron algunos ilustres Antiguos, entre los que me parece recordar a Julian Barnes, al Primer Ministro australiano John Malcolm Fraser y al poeta John Fuller; y a algunos funcionarios del College entre los que destacaba su humilde servidor, en el último y más ignoto grado del escalafón administrativo. En un momento dado, el Presidente de la época, el Sr. Griffin, me pidió por favor, quizás por ser yo el más junior a su alcance en aquel preciso momento, que le acercara a Eccles un vaso de agua y unas aspirinas. Lo tomé como un ascenso y me apresuré a cumplir con el encargo.

Mientras él tomaba su medicina y yo lo observaba tomar su medicina, como si estuviera presenciando un momento histórico, un poco para cortar la molesta sensación de tener a un Bibliotecario observándolo tan de cerca, Eccles ensayó una maniobra de distracción, eso que en mi país llamamos little talk, y me preguntó retóricamente: “Dígame joven: ¿Qué cree usted que hacía la gente en el siglo XV cuando le dolía la cabeza, en un mundo sin aspirinas? ”

La respuesta, omitida entonces, pero pertinente ahora, es que la humanidad, como sostiene Steven Pinker, con abundancia de datos y estadísticas (y no menor abundancia de rulos), está en su mejor momento.

Basta leer un poco de historia. Cualquier auto barato tiene hoy más tecnología que el módulo espacial que aterrizó en la luna en 1969. Y -según evidencian las memorias de Saint-Simon-, los habitantes de los barrios más humildes de Latinoamérica tienen mejores servicios de salud que Luis XIV, el Rey Sol.

Como bien señala usted en su carta, es difícil no estar de acuerdo con Pinker, o más que con Pinker, con toda esa sobreabundancia de datos con los que Pinker argumenta su optimismo:

¿Cuál era la tasa de mortalidad infantil en 1870, 1915, 1954 o 1990, y cuál es ahora? ¿Cuál era la esperanza de vida hace tan sólo cincuenta años, y cuál es ahora?

Por supuesto: ¡la humanidad nunca ha estado mejor que ahora!

Muchas veces siento lo que podemos llamar el placer de pertenecer a la modernidad, a este mundo de comunicaciones y automóviles, de ventiladores y pastillas para bajar el colesterol, y de sofisticados quirófanos de los que emerge con vida gente que, en otro tiempo, habría muerto de cosas que hoy se curan casi con una palmadita en la espalda.

Frecuentemente, yendo en mi bicicleta negra por Parks Rd. y High St. hacia Magdalen College, siento segundo a segundo desvanecerse el molesto dolor de espalda con el que frecuentemente amanezco, gracias a una pequeña dosis de acetaminofeno y diclofenac. Soy, así, la prueba viviente, la prueba en bicicleta, podríamos decir, de las tesis de Pinker.

Pero comparto con usted, Magdalena, una incomodidad que podríamos llamar platónica hacia su discurso empirista y materialista. Creo que para Platón el materialismo era no sólo injusto sino, sobre todo, decepcionante: era una filosofía tuerta. El problema del empirismo materialista de Pinker no es que carezca de verdad, sino que no tiene suficiente verdad. Lo que uno se pregunta no es si son ciertos los datos que Pinker expone, sino si la vida y el ser se limitan a lo que Pinker dice. En una entrevista relativamente reciente sostenía este rizado autor que el mero incremento cuantitativo de conocimientos hace paulatinamente innecesario el recurso a las realidades espirituales. In short: que bastan los datos que él enseña en sus PowerPoints.

Tendría algunas cosas para decir al respecto. Sin embargo, lo que yo pienso carece de relevancia. (No olvidemos que soy sólo alguien que llevaba aspirinas a los Premios Nobel). Pero he encontrado un texto de John Eccles que expresa muy bien, lo que a mí me gustaría decir para terminar:

“El misterio humano está increíblemente degradado por el reduccionismo científico. Debe clasificarse como una superstición, la pretensión de que el materialismo pueda explicarlo todo. Somos seres espirituales con almas que existen en un mundo espiritual, al mismo tiempo que seres materiales con cuerpos y cerebros que existen en un mundo material”.

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