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1917: un espectáculo cinematográfico ineludible donde el horror se mezcla con la belleza

Ambientada en la Primera Guerra Mundial, la película de Sam Mendes es un emocionante relato que pelea por llevarse el premio a Mejor película en los Oscar 2020
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29 de enero de 2020 a las 05:04

No le pusieron Primera Guerra Mundial porque quedaba lindo. O quizás sí, pero no solo por eso. Hay, en cada uno de los momentos de "la guerra que iba a terminar con todas las guerras", algo de debut, de inauguración. Por primera vez las armas químicas y el gas sobrevuelan las trincheras y matan en silencio. También tiene su estreno la guerra aérea, con los aviones alemanes y aliados dándose de bomba en los cielos europeos. Mientras, en tierra, Verdún y el Somme se desangran con las primeras masacres del siglo XX. Y los caballos, que abren la contienda, le dan paso al poder destructivo de los tanques, que la cierran. Con ese sentimiento pionero la Gran Guerra se tragó a más de 70 millones de personas. Y mató a 16 millones. De no existir su sucesora, estaríamos hablando de la mayor contienda bélica de la historia. De modo que es imposible que no hayan quedado historias por contar. Fue demasiado grande. Y pasó hace demasiado poco; apenas 100 años y monedas. Hay ecos que todavía no se callan. Voces que siguen transmitiendo un horror que, a veces, se salpicaba con heroísmo, aventuras y camaradería.  

Sam Mendes escuchó varias de esas historias. Se las contó su abuelo Alfred, que fue cabo interino en las tropas británicas y que tuvo un rol particular en la contienda: como era bastante petiso y ágil, varias veces ofició de mensajero en el Frente Occidental.  Así, con 19 años, el joven oriundo de Trinidad y Tobago que luego se convertiría en un novelista y en el abuelo de un ganador del Oscar, corría entre trincheras, saltando de un cráter a otro, demasiado bajo para la nube tóxica que cubría la tierra mellada por las bombas y los cadáveres. No la debe de haber pasado muy bien. Pero sobrevivió, y eso es lo que cuenta. Y, quizás al calor de alguna chimenea en algún invierno británico demasiado frío como para hacer otra cosa, sentó a sus nietos en el piso y les habló.

Las historias del abuelo Alfred se estrenan mañana jueves en las salas locales. Bueno, es cierto: 1917 no es, precisamente, una reproducción de aquello que Mendes escuchó del ex cabo, pero ha dejado claro que la gran fuente de la que bebe está allí. Trinchera más, trinchera menos, su voz está. Y no deja de ser una suerte que Alfred H. Mendes haya sido tan inspirador a la hora de narrar. Está claro que sus relatos de valentía en horas aciagas dejaban al niño petrificado de la atención. Y ahora de grande y con varias buenas películas encima, Mendes nos petrifica a nosotros con una impactante propuesta que te pega al asiento y no te suelta nunca. Una propuesta que seguramente se termine llevando varios de los diez Oscar a los que está nominada, incluido el de Mejor película.

De trinchera en trinchera

En 1917 la forma es importante, pero también la sustancia. La película plantea una misión concreta: los cabos Blake –Dean-Charles Chapman, Tommen Baratheon en Game of Thrones– y Schofield –George McKay– deben atravesar la Tierra de Nadie para prevenir que unas tropas inglesas caigan en una trampa de los alemanes, que los despistaron con una sorpresiva retirada. Los dos jóvenes, que no tienen más de veintipocos años, tienen que cruzar uno de los terrenos más peligrosos del mundo en poco menos de 12 horas, y deben hacerlo escondidos, sin levantar sospechas, a sabiendas de que cualquier paso puede ser el último para ellos y para 1600 hombres más. La fecha es el 6 de abril de 1917; Estados Unidos acaba de entrar a la Gran Guerra y el conflicto está en su etapa más álgida.

Se ha remarcado con insistencia que los logros más sobresalientes de 1917 –la incursión bélica del director de Belleza americana, Revolutionary Road y las dos últimas de James Bond– están del lado técnico. Mendes, con la ayuda de su director de fotografía de cabecera, el laureado Roger Deakins, configuró su película de manera tal que funciona como un plano secuencia; esto significa que es una toma continua que no tiene ningún corte –que los tiene, pero están “falseados”– y que permite seguir a los soldados en el terreno casi como si nuestros ojos, presentes en el lugar, fueran los encargados de contarnos la historia. Es cierto que la forma utilizada por el cineasta se luce en todo momento, pero lo hace porque la historia, sencilla y concreta, lo aprovecha al máximo. Como una dosis letal y subcutánea, en poco menos de dos horas 1917 se las arregla para pasear por algunos de los paisajes más crudos de la guerra, para llevar al límite la tensión de la narrativa y para poner a prueba, una y otra vez, a los pobres soldados rasos, que dudan, se caen, se lastiman y siguen adelante contra viento y marea.

El diseño de producción de la película es impresionante. Las trincheras, esas ciudades excavadas en el terreno mellado, se sienten tan reales como infectas. Allí pululan las ratas, los cuerpos se amontonan y la locura galopa entre las cabezas de los soldados, que se derrumban de manera permanente por un estrés que no parece tener fin. En esas escenas se utilizaron, según se recoge en las notas de producción de la película, más de 500 extras. Junto a Blake y a Schofield, además, somos testigos de los estragos del conflicto en las aldeas, los campos, los pueblos y los cuerpos. Más que en los propios enfrentamientos, el salvajismo de la guerra se muestra en las huellas y en el horror que queda cuando el silencio calla las balas. Es más un testimonio que un choque. Más un lamento póstumo que un pedido de ayuda.

En esos desoladores pasajes el tándem Mendes-Deakins se luce con una puesta en escena que acompaña el derrotero de los personajes y que explota su hermosísima fotografía en cada plano. Ante determinadas imágenes uno no puede más que volver a pensar por enésima vez que Deakins es uno de los grandes de la cinematografía contemporánea. Y parece redundante tener que aclararlo, pero esta película se ve en el cine. No hay vuelta.

Hay una escena que nuclea lo mejor de 1917. En ella Schofield acaba de escapar de un ataque alemán lanzándose a un río y flota, adormilado por el esfuerzo. En un momento, los pétalos blancos de un árbol florecido comienzan a cubrirlo mientras se desliza por el agua. Y la imagen es bella, apacible, pero se contamina cuando una montaña de cuerpos putrefactos se amontona cual dique sobre una de las lindes del río. Todavía con algunos restos de flores en la cabeza, Schofield trepa sobre los torsos hinchados, se aferra de las cabezas, usa los brazos muertos para sobrevivir. Y tras servirse del horror de los demás para emerger, escucha un canto. Lo sigue y se deja caer en el pasto. Una canción folclórica, Wayfaring stranger, lo envuelve. Y la respiración se le acompasa. Quizás, en esa escena Mendes resumió lo que sentía mientras su abuelo le contaba las historias de las trincheras: la ambigüedad de la guerra, el shock que se mezcla con la esperanza. El dolor colándose en la aventura, en la valentía. El horror, sí, pero salpicado de belleza.

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