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Alex

Quienes decidieron en 1974 designar a Alejandro Vegh Villegas como ministro de Economía y Finanzas seguramente no pensaran que terminaría siendo el más relevante de los ministros de esa cartera en el siglo XX
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18 de marzo de 2017 a las 05:00
Si algo recordaremos los amigos de Alejandro Vegh Villegas (1928-2017) será su inabarcable sentido del humor: una infantil picardía que le permitiera reírse de todo y de todos, incluído él mismo, en una filosófica comprensión del absurdo que encierra toda peripecia humana.

Por sobre todas las condiciones que por estos días se le reconocen, Alex fue un intelectual en el más hondo sentido del término: palmariamente ajeno a todas las condicionalidades materiales, perseguía sin fatiga el entendimiento de las cosas y de las personas.

Escudriñaba con celo los textos, y valoraba, al tiempo, la condición de irremplazable biblioteca que, en el fondo, encierra todo ser humano.

Su mesa del Expreso Pocitos era, por ende, mucho más que una amistosa tertulia: era su forma de continuar leyendo su tiempo, a través del desfile de libros, periódicos, y contemporáneos, a los que desentrañaba con ávido e indeclinable interés.

Fue, al igual que su padre, un profesional sobresaliente: digno hijo de la gran Facultad de Ingeniería de mediados del siglo XX, enamorado de la economía, que estudiara en las aulas de Harvard y el MIT, en Boston, y junto a íconos académicos de esa disciplina, como Vassily Leontief, Paul Samuelson, Gottfried Haberler. Y fue un hondo conocedor de la historia y la filosofía política.

Con sencillez de alumno, empleó todos sus destinos profesionales y políticos a fin de tomar aulas de sus contemporáneos: así se convirtió, siendo embajador de Uruguay en Washington, en amigo de su legendario colega soviético, Anatoly Dobrynin: el zar del cuerpo diplomático apostado en EEUU entre 1962 y 1986.

Solo Alex, probablemente, podía seducir a tan descollantes protagonistas de la historia de su tiempo, como Dobrynin o Elliot Abrams, con su generosa, personal y realista mirada sobre los acontecimientos públicos.

Es muy conocida la anécdota de cómo Alex perdiera la dirección de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto en 1968 al aseverar, públicamente, que encontraba todo sentido en que la URSS invadiera Checoslovaquia a fin de asegurar su esfera de influencia.


Y esta visión inesperada, fresca, descarnada, del mundo no le abandonó nunca. Hace apenas semanas comenzó a referirme una historia de este modo: "Yo, que como tu bien sabés, siempre he sido oficialista ..."

Desaliñado, distraído, acarreando siempre periódicos y libros puntillosamente subrayados, vaya uno a saber qué creían que lograría quienes decidieran, en julio de 1974, designarle ministro de Economía y Finanzas.

Seguramente no lo que terminara por ser: el más relevante de los ministros de esa cartera en el siglo XX.

Es que, recién instalado el régimen de facto (al que él invariablemente se refería, en tono socarrón, como "la execrable dictadura"), Uruguay se hallaba desesperanzadamente enfrentado a todas las adversidades que lo habían arrastrado a tan oscuro callejón: veinte años de estancamiento económico, una economía maniatada por regulaciones y trenzas diseñadas por un hormiguero político sin otra luz que la de los cargos públicos, un estado absurdamente desarreglado, y una sociedad que había pagado el precio de tanto dislate con desesperanza, emigración y violencia política.

Lo que Alex trajo a la mesa en esa coyuntura tenía la belleza de lo simple.

Tomando la mano que le extendía la gran visión de Juan E. Azzini y su ley de Reforma Cambiaria y Monetaria de 1959, cortó el nudo gordiano que maniataba el mercado cambiario, por la vía de liberalizar la transacción de divisas.

Y aquella indispensable libertad, por la que tan alto precio había ya pagado Azzini, fue convertida por Vegh en la cabeza de lanza de sus indispensables secuelas: la desregulación del bosque de precios administrados en los que el país se había extraviado, entre los que incomprensiblemente se hallaban sus barreras arancelarias; la erradicación de todas las discriminaciones a la inversión; una reforma fiscal inspirada en la neutralidad y la simplicidad; el fin de los tributos a la exportación, cuyos insumos fueran liberados, habilitando el retorno a la rentabilidad agropecuaria que el país había perdido.

Para cuando tal impulso hubiera encontrado su freno, la matriz exportadora de Uruguay lucía más diversa, la industria de la construcción comenzaba un ciclo benéfico, las telecomunicaciones hacían su ingreso a nuestro vocabulario, otras reformas se hacían imaginables... aunque nunca, para nuestro mal, llegaran.

Como ministro fue un digno discípulo de Talleyrand, quien instruía a sus colaboradores: "Por sobre todo ... ¡nada de celo!"

Su premeditado cultivo de la indolencia era un signo de su fino olfato político: convenientemente de viaje cuando sobre su ministerio avanzaban los "lobbies", o desestimulando esa peligrosa pulsión regulatoria que los faltos de vuelo tristemente confunden con acción pública.

Entrañablemente liberal, fue también un entrañable realista.

Era hijo intelectual de Hobbes, de Maquiavelo, de Schmitt, de Burnham, así como un rendido cultor del diálogo entre los hombres. Por ello descreyó del corporativismo que algunos soñaran al promediar el régimen militar; por ello regresó al ministerio en 1983, con el solo fin de sostener sobre sus hombros el regreso del país a un sistema democrático sobre la premisa de una indispensable continuidad financiera.

Su actividad profesional le llevó a conocer, con igual minuciosidad, la región: era de los pocos uruguayos capaces de leer los complicados matices que conforman a Brasil, y las puertas corporativas y públicas argentinas siempre estuvieron abiertas a su prestigio.

Ya en sus años finales, desmenuzó con humor, bonhomía y una sabia tolerancia de juicio los sucesivos extravíos a que nos hemos vistos reducidos, invariablemente anotando que el filo de sus guadañas bien se ha guardado de avanzar sobre los grandes pilares de las reformas que él implementara.
En el caso de Alex sería, por cierto, inapropiado afirmar que soñaba con cierto tipo de país: la sola idea le hubiera parecido ridícula.

Apenas hubiera comentado que, si alguien estuviera en realidad pensando en hacer algo por mejorar lo presente, haría bien en abrir aún más nuestra economía, hincarle el diente a la reforma de su insostenible estado, y en general aligerar la nave, de forma de estar en condiciones de competir en un mundo que no está, por cierto, hecho de buenos deseos sino de malas opciones.
Dicho lo cual, hubiera entrecerrado largamente los ojos, riéndose entre dientes.

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