Y lo cierto es que todos tienen sus motivos fundados para hacerlo: la oposición, por haberse impuesto por casi 10 puntos a nivel nacional y por haber ganado cinco bancas en el Senado, con lo cual le saca la mayoría propia al peronismo. Esto implica, por ejemplo, un freno a las ambiciones de Cristina Kirchner de avanzar en una reforma del Poder Judicial.
Sin embargo, también el gobierno tiene sus motivos para festejar, dado que, en contra de los pronósticos de desastre, logró remontar la dura derrota de las primarias de setiembre, incluso dando vuelta resultados en provincias como Chaco y Tierra del Fuego.
Pero, sobre todo, por haber reducido a un margen mínimo la diferencia con la oposición en la provincia de Buenos Aires. Aunque no renovaba bancas para el Senado, Buenos Aires volvió a ser el centro de todas las miradas, algo que se explica por su peso simbólico en el panorama político nacional: con 17 millones de habitantes, la provincia concentra casi el 40% del padrón y cuenta con el conurbano, el territorio socialmente más explosivo, donde suelen amplificarse los conflictos. Es allí, justamente, donde el peronismo tiene su histórico bastión electoral, de manera que haber recuperado el dominio de ese territorio implica más que un alivio: es todo un signo de supervivencia política.
No hay exageración en ese alivio del oficialismo. Hasta pocas horas antes del escrutinio se corrían rumores sobre la continuidad institucional y el propio Mauricio Macri hacía un llamamiento a que la oposición debería “ordenar la transición”, como dando por prematuramente terminado el gobierno de la coalición peronista.
Ese fue el motivo por el cual hubo sonrisas, cánticos y hasta se pronunció la palabra “victoria” en el búnker del oficialismo en una noche en la que perdía en todo el país. La interpretación que se hace en la coalición del gobierno es que se logró remontar una catástrofe y que el peronismo vuelve a ponerse en carrera para disputar las presidenciales dentro de dos años cuando, esperan en el gobierno, los indicadores de la economía —y, vacunación mediante, los sanitarios— jugarán a favor.
También está justificado el festejo de las fuerzas menores, en los extremos a izquierda y derecha del ámbito político: en un contexto de desilusión de buena parte del electorado, en el que el enojo se transforma en una voluntad de expresar la postura “antisistema”, creció la izquierda trotskista y también la derecha “libertaria” del excéntrico Javier Milei, que ahora hará oír su voz como diputado y no solo como polemista escandaloso en programas de TV.
Alberto Fernández, optimista y con nuevo plan económico
Pero si hubo alguien que sintió que se había ganado el derecho a festejar, ese fue el presidente Alberto Fernández. La derrota en las PASO lo habían dejado en el lugar de gran culpable, señalado por sus propios socios kirchneristas, que le enrostraban desde errores personales —como la fiesta de cumpleaños de su pareja, Fabiola Yáñez, clandestina en plena cuarentena— hasta titubeos en la conducción económica que habían agravado la situación social.
Ahora, la elección le dio al presidente la excusa para un operativo de “relanzamiento” de su gestión. El presidente hizo algo inusual para una jornada electoral: grabó un mensaje en la residencia de Olivos, que se transmitió en cadena en medio del escrutinio y de los actos partidarios.
Quiso dejar un mensaje contundente: que fuera cual fuera el resultado de la elección, ahora empieza una nueva etapa, el segundo tiempo de su mandato. Quiso mostrarse al mando y con el control total del gobierno, después de semanas que habían sido un hervidero de rumores sobre la propia continuidad del presidente.
No por casualidad hizo referencia a “mi gabinete”, dando a entender que es él quien toma las decisiones y no Cristina Kirchner. De todas formas, también se ocupó de dejar en claro que cuenta con el apoyo de la vice para iniciar la nueva fase.
Porque lo que Alberto Fernández sabe, como todos los presidentes argentinos, es que luego de la votación de las urnas viene la votación de los mercados. La semana previa a la elección, la incertidumbre política se reflejó en récords del dólar paralelo, una disparada del riesgo país y un desplome de los bonos, mientras los economistas revisaban al alza sus proyecciones de inflación para el verano y hablaban de la devaluación como un hecho inevitable.
Así que su mensaje tuvo el objetivo de enviar señales tranquilizadoras al mercado. Dijo que enviará un proyecto de ley donde se explicitará un programa económico, dejó en claro que no habrá ruptura con el Fondo Monetario Internacional y que buscará un recorte del déficit fiscal y una menor dependencia de la emisión monetaria de ese déficit.
Sin embargo, el presidente buscó un balance difícil: sabía que no podía simplemente anunciar un ajuste ortodoxo, porque no contaría con el apoyo interno en la coalición. Después de todo, hasta dos días antes de la elección, el kirchnerismo criticó su proyecto de presupuesto porque contenía medidas como recortes de subsidios estatales y alzas en las tarifas de los servicios públicos.
Por eso dejó en claro que su búsqueda en el equilibrio de las cuentas públicas se hará en el contexto de una economía en crecimiento, a diferencia de lo que ocurrió durante el macrismo, que ajustó el déficit fiscal en un panorama recesivo. Puesto en términos técnicos, la disminución del rojo fiscal no será mediante un recorte nominal del gasto público sino como caída porcentual de ese gasto respecto del PIB, que está recuperándose a una tasa del 9%.
Alberto Fernández puede permitirse cierta cuota de optimismo: hay indicadores que están confirmando la recuperación de la actividad y una suba en los niveles de inversión. Fue por eso que se repitió tantas veces en el búnker peronista que “ahora viene la etapa del empleo, la producción y el consumo”.
Claro, el presidente se cuidó de no mencionar el flanco más débil de su política: la delicada situación de las reservas del Banco Central, que no solo no cuenta con dólares para hacer frente al calendario de pagos, sino que además acumula un gigantesco déficit cuasifiscal, que ya supera en monto al dinero circulante en la economía.
Cristina, ¿aliada o principal opositora?
El gran interrogante ahora pasa por ver la reacción al llamamiento de diálogo nacional que hizo Alberto Fernández.
Desde la oposición, no se notó demasiado entusiasmo por compartir el costo político de hacer acuerdos con el gobierno. Sobre todo porque fue evidente la intención del presidente de intentar una división opositora entre “las palomas” —el sector de oposición blanda liderado por el jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, y su socia María Eugenia Vidal— y “los halcones” —el sector de oposición dura liderado por Mauricio Macri.
Será difícil que la oposición se divida y que haya acuerdos que solo sean protagonizados por una parte con prescindencia de la otra.
Pero ese apoyo opositor no es la duda más grande en el mercado respecto de cuánto consenso despertará el nuevo programa económico del presidente. Más expectativa despierta el grado de apoyo que pueda lograr a nivel interno en la coalición gobernante.
Ocurre que hay diferentes interpretaciones sobre cuál fue el factor determinante para haber remontado la derrota. Mientras cerca del presidente creen que lo que mejoró el humor social fue la constatación de que la economía sigue creciendo, en el kirchnerismo prefieren pensar que la recuperación política se logró por los gestos duros y confrontativos, como el congelamiento de precios, las peleas con empresarios y las críticas al FMI.
Es por eso que todos están esperando señales de la única persona que no se mostró en público la noche del domingo: Cristina Kirchner. Por recomendación médica no estuvo en el búnker, aunque todos interpretaron que su ausencia se debía a un silencio estratégico en un momento de definición política.
De la reacción de la vicepresidente dependerá, en buena medida, la suerte que tenga el “operativo relanzamiento” de Alberto Fernández y su capacidad para descomprimir la tensión del mercado financiero.