Se trataba de Auschwitz, el mayor campo de exterminio construido por los nazis en Polonia, donde a partir de 1941 fueron asesinadas 1,1 millones de personas. Entre ellos, un millón de judíos.
Los nazis construyeron varios cientos en todo el territorio europeo pero ninguno con la organización técnica de Auschwitz-Birkenau. Sus cámaras de gas y crematorios tenían capacidad para asesinar en serie hasta 5 mil personas por día.
Los que no corrían esa suerte eran sometidos a trabajo esclavo en empresas privadas que aún existen en nuestros días. Era el mejor destino posible ya que permanecer en el campo era una condena a la muerte lenta por el hambre y las enfermedades.
Desde entonces, Auschwitz pasó a ser el nombre universal de la barbarie, y aquella fecha de la liberación quedó como el Día Internacional de la Memoria del Holocausto. Lo instituyó Naciones Unidas en 2005, en recuerdo de los 6 millones de judíos asesinados por el nazismo.
Lo que ves
Al frente de las tropas que ingresaron al campo iba Vasily Petrenko, uno de los cuatro generales que conducían la ofensiva a toda máquina hacia Berlín. La marcha coronó poco después, el 7 de mayo.
Con apenas 32 años, su alto grado era un producto de las purgas stalinistas a los militares antes de la guerra. Ucraniano de cuna humilde, Petrenko confesó años más tarde en sus memorias que, como la mayoría de sus paisanos, de joven había sido antisemita.
Pero la “Gran Guerra Patria” convocada por Stalin contra los que prometían aniquilar de una sola vez a comunistas y judíos, dejaron atrás esas ideas.
“General, ¿qué fue lo que vio cuando entró al campo?”, le preguntó a fines de los ’80 el historiador judeo argentino Claudio Ingerflom. Junto a su colega ruso Ilya Altman lo entrevistaban para un centro de estudios sobre el antisemitismo en la ya disuelta Unión Soviética.
La corta respuesta sonó con un verdadero cañonazo: “Prisioneros, hambrientos, nada más”.
Y como si percibiera el desconcierto de sus interlocutores, agregó: “¿Sabe cuánta atrocidad vi en el camino desde Stalingrado hasta allí? ¿Sabe la cantidad de niños muertos, de mujeres mutiladas, de pueblos arrasados que ya había visto? En Auschwitz vi gente desnutrida, vi muertos… Vi lo que veníamos viendo a cada paso que dábamos con nuestros soldados”.
La impactante respuesta quedó registrada en el postfacio de las memorias de Petrenko, tituladas Avant et après Auschwitz. En ellas quedó claro que el militar no alcanzó a entender lo que veía y sólo le pareció algo similar a lo que ya había visto día tras día durante años.
También que desconocía lo ocurrido en ese sitio, el campo de concentración y exterminio más organizado del régimen nazi.
Saber y no actuar
Los jefes de Petrenko no ignoraban que en 1941 las primeras víctimas del gas en Auschwitz habían sido prisioneros del Ejército Rojo. El funcionamiento maquinal de las cámaras y la incineración en los crematorios se puso a prueba con prisioneros soviéticos, junto a gitanos, homosexuales y opositores al régimen de Hitler.
Antes aun que el Führer anunciara en 1943 la “Solución Final” para los judíos en la conferencia de Wannses.
“Los aviones aliados sobrevolaron los campos desde 1944: jamás bombardearon una sola cámara de gas, los hornos crematorios jamás fueron concebidos como objetivos militares de guerra”, se quejó con enojo Jack Fuchs, un sobreviviente polaco del campo que murió en 2017 en Buenos Aires a los 93 años.
“Bombardearon Munich, pero no bombardearon Dachau, que está al lado, o Silesia, un verdadero objetivo militar porque allí se concentraba parte de la industria alemana de guerra, pero no bombardearon Auschwitz, a muy pocos kilómetros de distancia”, añadió.
¿Cómo podían pasar inadvertidos los trenes con carga humana, que salían de París, de Roma, de Budapest, de Praga, de Berlín, de Viena, de Ámsterdam hacia el campo de la muerte?, se preguntó. Llegaban por la mañana con miles de personas vivas que unas horas después, más bien durante la noche, quedaban convertidas en ceniza.
“No, no fue ningún secreto. No podía serlo”, concluyó. “Los gobiernos aliados sabían muy bien lo que pasaba. Lo mismo en el frente inglés-americano que en el frente soviético”.
El gran temor de Fuchs siempre fue que esa indiferencia se repitiera con el tiempo y su calvario, así como el de millones de muertos, fuera olvidado.
Drei, drei, funf, null, zwei
Lea Zajac lo dice en alemán y es el número 33502 que lleva tatuado con tinta china en el antebrazo izquierdo, como todos los que pasaron por Auschwitz. A los 97 años, también teme al olvido pero sus recuerdos brotan con extraordinaria precisión.
El 18 de enero del ‘45 fue sumada a la Caravana de la Muerte que los nazis armaron en su retirada. “Éramos un escudo humano para que no los bombardearan, de modo que ese 27 de enero no estuve en Auschwitz”. Su grupo fue abandonado en un galpón en las afueras del campo de Ravensbrück, cerca del rio Elba.
“Empezamos a escuchar los gritos de ‘hurra, hurra’, que lanzaban los soldados soviéticos cuando tomaba una posición. Salimos y vimos que ya no había soldados alemanes. Con mi tía Sara nos abrazamos y lloramos. Estábamos felices pero fue un día terrible. Habíamos perdido más de 80 familiares, entre padres, tíos, abuelos y hermanos”. Dos semanas después Alemania se rindió.
Lea evoca la última mirada de su madre, Ester, que rápidamente comprendió que la fila donde las habían colocado al llegar al campo era la de los que iban al matadero, porque sólo había ancianos, niños y enfermos. La obligó a ponerse en la hilera de los jóvenes, con Sara, diez años mayor, y le salvó la vida por primera vez.
De la barraca de mujeres en Auschwitz, cuando ya había perdido todo contacto con el resto de la familia, rememora la rutina del recuento –zäblappel- que las obligaba a salir del camastro de madera compartido todos los días a las 4 de la mañana, con heladas y nieve. Y las compañeras que ya no se levantaban.
Habla de las montañas de cadáveres antes de ser depositados en fosas comunes; de las pilas de zapatos, de pelo y de anteojos. Del olor acre del humo de los crematorios y de las cenizas humanas que caían como nieve.
En una inspección, el terrorífico doctor Josef Mengele, el teórico de la “higiene racial” que realizaba experimentos con seres humanos en Auschwitz, le levantó la piel sin carne de su mano y ordenó que la pusieran en la lista de los que iban a la cámara de gas. La salvó una médica rusa prisionera que puso el nombre de otra cautiva ya fallecida.
“Los dedos del Ángel de la Muerte eran finitos como patas de araña”, evoca con un gesto de repulsión.
“Pero lo que no puede contarse con palabras es el hambre; un hambre que te enloquece porque no te deja pensar en otra cosa que conseguir un pedazo de pan”, dice Lea Zajac.
La Shoá
En el Antiguo Testamento traducido al griego, la palabra Holocausto se usó para nombrar el sacrificio de un animal (holos: completo; kaustos: quemado) como señal de sometimiento de Dios. En términos no religiosos, se usaba para nombrar una destrucción completa.
En 1941, el premier inglés Winston Churchill admitió que las matanzas cometidas por el nazismo eran “crímenes sin una denominación”, aunque evocaba las sufridas por el pueblo armenio a manos de los turcos veinte años antes.
El primero que le puso un nombre preciso al tema fue el jurista polaco de origen judío Raphael Lemkin. Refugiado en Estados Unidos, en 1944 usó el término “genocidio” como el plan para aniquilar a un pueblo, con su idioma, su religión y sus costumbres.
La guerra mundial estaba terminando y se trataba de un tema jurídico pero acuciante: bajo qué delitos enjuiciar a los criminales de guerra. Al anunciar la Solución Final para los judíos Hitler había argumentado con una pregunta retórica: “¿Quién se acuerda del aniquilamiento (Vernichtung) de los armenios?”. Con ojos de historiador, Ingerflom asegura que “un acontecimiento adquiere importancia mucho más tarde que cuando ocurre”. Lo dice en referencia al general Petrenko, que sólo con los años alcanzó a entender la magnitud de su tarea. Pero también a la percepción universal que comenzó a tenerse sobre los campos de la muerte como Auschwitz.
“El exterminio de los judíos como un plan sistemático, llevado a cabo con mecanismos industriales y exaltación de la supremacía aria, solo cobró relevancia con el tiempo”, asegura Ingerflom.
La palabra bíblica Shoá, cuyo significado (שואה) en hebreo es “calamidad”, también comenzó a asimilarse al Holocausto cuando los dirigentes israelíes comenzaron a darle ese sentido determinante y poderoso que hoy tiene.
Ese conjuro contra el olvido fue descripto con palabras precisas por otro sobreviviente de Auschwitz, el escritor italiano y sefardita Primo Levi.: “El que estuvo allí nunca podrá salir, y el que no estuvo, nunca podrá entrar”.