Opinión > COLUMNA/VALENTÍN TRUJILLO

Bibi Andersson y el tren invisible

La muerte de la gran actriz sueca obliga a repasar una larga carrera que la colocó como punta de lanza del cine de Ingmar Bergman
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21 de abril de 2019 a las 05:00

Pocas veces el cine ha sido capaz de mostrar mujeres más lindas que Bibi Andersson en Persona. Con pelo corto y rubio, un gris brillante en el blanco y negro de la película, finamente retratada por la cámara de Sven Nykvist, el rostro de Bibi Andersson pasa del inmenso desafío de la enfermera acompañante de una exitosa actriz en medio de un atroz crisis existencial (Liv Ullman) a la confidencia, la gracia, la seducción, la rabia y el odio hacia ese otro ser inalcanzable, egoísta, mezquino y al mismo tiempo difícil de entender. Filmada en 1966 por Ingmar Bergman en la isla de Färo, y a pesar de ser un viaje tortuoso por dentro de la personalidad de dos mujeres (y del ser humano en general), la belleza de Andersson quedará indeleble en esa cinta. 

El círculo de un destino caprichoso quiso que, desde hace algunos años y luego de un infarto, Andersson estuviera recluida y sin la capacidad de hablar. Su muerte el pasado domingo, a los 83 años, obliga a repasar una prolífica carrera frente a la cámara.

Actuó en otras películas del maestro sueco, de las que solo nombraré algunas. En El séptimo sello, de 1957,  encarnó a una actriz que viaja con su esposo y su hijo pequeño en un carromato ambulante, y que le ofrece leche y frutillas al triste caballero interpretado por Max von Sydow. Andersson es una madre luminosa que representa la esperanza de la humanidad que levanta la cabeza al amanecer luego de la terrible tormenta y hace avanzar a su familia hacia el próximo horizonte.  

Como una equilibrista, caminó con talento y destreza por el alambre que le ofrecía Ingmar en cada nuevo filme, luego de conocerla en el rodaje de unos comerciales que filmó para una marca de jabón

Como una equilibrista, caminó con talento y destreza por el alambre que le ofrecía Ingmar en cada nuevo filme, luego de conocerla en el rodaje de unos comerciales que filmó para una marca de jabón. En Tres almas al desnudo, de 1958, hace de la mujer más joven, la más ingenua y quizás por eso más pura, la que traerá al mundo un nuevo ser. En El ojo del diablo, de 1960, es la jovencita comprometida, aún virgen, por la que Don Juan intentará purgar su pena. En La pasión de Ana, de 1969, discute su personaje, como hacen los otros, en medio de la acción, en un desdoblamiento rupturista que Bergman impuso desde el guión.  En Fresas salvajes, de 1957, será la prima enamorada del viejo médico protagonista, apenas un fantasma dentro de un recuerdo.  En El toque, de 1971, debe enfrentar la muerte de la madre y el vendaval interno de una traición. 

Bibi Andersson trabajó fuera del círculo invisible de la tribu bergmaniana. Tuvo su breve período en Hollywood, en el que actuó en un western, Duelo en el cañón del Diablo, de 1966; junto a Sidney Poitier en la apocalíptica reflexión sobre el color blanco que es Quinteto, de Robert Altman, y también bajo las órdenes de John Huston en La carta del Kremlin, de 1970, una película de acción y espionaje en plena Guerra Fría. En las últimas décadas, su carrera había quedado muy relegada a participaciones pequeñas y puntuales, aunque antes había puesto su hermoso rostro en comedias italianas de Alberto Sordi, y en memorables películas de directores coterráneos, desde Alf Sjöberg a Vilgot Sjöman. 

Justamente, Sjöman la dirigió en La querida, de 1961, una película que quedará unida a mi recuerdo porque la vi en 1999 en la sala 2 de Cinemateca, una tarde de lluvia torrencial. Llegué con mi amigo, el cineasta Sebastián Contrera, ensopado y con la película ya empezada.

En la entrada, el portero nos firmó el carnet y nos dio un papel, que ni siquiera miramos. En la escena final, el personaje de Bibi Andersson espera sobre un andén de una estación a su amante y saca una carta de un bolso. Cuando comienza a leer, la cinta de celuloide de la copia se cortó, y terminó, así, de sopetón. Hace 20 años, las proyecciones en Cinemateca eran bastante más rudimentarias que las de las modernas salas que exhibe hoy. 

Salimos del querible sótano de sala 2 con Sebastián sin entender mucho, hasta que nos acordamos de los papelitos que nos habían dado a la entrada. Allí estaba redactado el texto de la carta que leía la chica en la estación de tren: el amante se mantenía fiel a su esposa y ella debía irse, continuar con su vida. Bibi partió en un tren que nunca vimos, como sucedió el domingo pasado. 
 

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