Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Boca-River y Colombes

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02 de diciembre de 2018 a las 05:00

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie:


Imagino que, como buen inglés, junto a sus lecturas predilectas debe de deleitarse también con un buen partido de balompié. No sé si porque fue inventado en Inglaterra, pero creo que es más común entre ingleses que uruguayos el saber alternar gozosamente el tiempo entre canchas de fútbol y “torres de marfil”. Siempre recuerdo un profesor de lengua inglesa, Mr. Marlow, quien aseguraba que Dios debió leer el Ulises de Joyce previo a la creación del ser humano –¡y ni aun así le salió tan bien acabado!–. Mr. Marlow vestía un desgastado traje de tweed, corbata escocesa y zapatos marrones abotinados, como quien no halla sentido alguno en mudar periódicamente su vestuario. Esto, siempre y cuando no jugara Liverpool: esos días aparecía por la academia enfundado en rojo de pies a cabeza, y dedicaba sus análisis de El señor de las moscas a su Liverbird de peluche, que descollaba en su mesa de profesor con las alas enhiestas. Entre clase y clase recorría los pasillos tarareando el himno del cuadro de sus amores, y le encantaba contar que Pink Floyd había incluido en su canción Fearless un fonograma de la hinchada del Liverpool cantando You’ll never walk alone.

Boca-River Sin libertadores ni libertad
 

La agudeza con que examinaba las diferentes metáforas de un libro no aplicaba para el caso de los “reds” a quienes refería indistintamente como “good fellows”, sin importar si era un hooligan o un buen samaritano. Jamás olvidaré la fascinación que me inspiraba ese apasionado profesor de inglés. Era la encarnación perfecta de esa bellísima línea de Walt Whitman: “¿Qué me contradigo? Pues, sí, me contradigo. ¿Y, qué? (Soy inmenso, contengo multitudes)”. 

Mr. Marlow era también, y para mi agrado, la refutación viviente del fallo de Umberto Eco, “el fútbol es el opio del pueblo”. Mi perspectiva –¡y que Dios me perdone por tener el tupé de disentir con semejante eminencia!– es más aristotélica: en la afición al fútbol se da la oportunidad para hacer catarsis, sublimando aquellas pasiones que la cultura nos fuerza a refrenar. Conozco una madre que, ante una inminente derrota, consolaba a sus hijos diciéndoles: “Lloren, que llorar por Nacional es sano”. Es que para muchos –muchísimos en realidad– es la vida misma la que se juega en un partido de fútbol. 

El fútbol rescata al hincha de esa reclusión existencial a la que estamos todos irremediablemente condenados. Dijo Nietzsche que en el alma de todo ser humano habita un animal cautivo arremetiendo contra los barrotes de su jaula. Y como en la tragedia griega de antaño, en la promesa de un partido apasionante nuestro animal encuentra una ocasión para liberar emociones y purificar su alma. Por esto Galeano afirmó que el fútbol es “fiesta compartida o compartido naufragio, y existen sin dar explicaciones ni pedir disculpas”.
Los insucesos acaecidos en la final Boca-River el pasado fin de semana son un síntoma evidente, no sólo de la estupidez, sino de la patología social y cultural grave –gravísima– que padece una sociedad que nos es tan cercana. Pero aunque la estupidez y la enfermedad son malas, el fútbol no lo es. Debemos evitar caer en el razonamiento falaz de identificar la violencia con el fútbol, y renunciar al entusiasmo de experimentar la vida misma jugándose en un partido de balompié.

La sensación de inseguridad –fruto de la violencia social– está alimentando en nosotros la renuncia a la pasión por la vida. Como el animal de Nietzsche, vivimos cada vez más confinados. Rejas, cámaras y alamas se multiplican al mismo ritmo que la violencia que las justifica: como el hámster en la rueda, giramos en un frenético círculo vicioso sin salida.

La final de la Copa Libertadores se va a jugar en Madrid. Seguimos sin poder pensar y actuar con claridad: buscamos soluciones en el lugar equivocado, y nos quedamos sin poder compartir fiestas ni naufragios.

En su afán por separar al fútbol de la violencia, Galeano recurre a una imagen sugestiva: “Al pañuelo van a parar las lágrimas, pero ellas no vienen del pañuelo”. Me gusta imaginarlo inspirándose en la imagen de aquella madre confortando a sus hijos para concebir esta espléndida metáfora.

En su afán por separar al fútbol de la violencia, Galeano recurre a una imagen sugestiva: “Al pañuelo van a parar las lágrimas, pero ellas no vienen del pañuelo”.

Colombes
 

Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford
Querida Magdalena:

 

Algo antes de mis vacaciones en la cárcel de Reading, mi padre recibió una misión significativa del primer ministro de entonces. Harold Wilson había regresado a Number 10 en marzo de 1974 y, en aquellos años, al revés que en estos, el Reino Unido luchaba por entrar en Europa. 

A mi padre le cupo el honor de coordinar varios equipos de trabajo relacionados con la educación. Por ese motivo, tuvo que instalarse en París durante varios períodos, para negociar. En esa época feliz, él y mi madre solían tomar, cada lunes, un vuelo hasta París, donde se alojaban en el hotel Saint-Michel. El jueves o viernes de noche, regresaban a Londres exactamente por el mismo camino.
Mi hermana y yo nos quedábamos, no sin quejarnos suficientemente, cuidando nuestra casa de Kensington, en Londres, pues ya entonces, hacía varios años que nos habíamos ido de Shirley, Southampton. Pero alguna vez teníamos el privilegio de acompañar a nuestros padres y pasar con ellos una semana en París. 

Ahora hace ya algunos años que no he vuelto por allí, pero déjeme decirle que en 1974 pensaba que no podía haber en el mundo nada más lindo que un atardecer de invierno, por frío que fuera, en las terrazas de las Tuileries, con el Sena corriendo hacia el poniente y las palomas cruzando en bandada los cielos de Francia. Está claro que mi padre había realizado un buen trabajo previo de “mitificación” de París ante su mujer y sus hijos. Con tal éxito que todos percibíamos oscuramente que, en algún punto, habíamos abandonado el sólido terreno de la sensatez: y todas las cosas que, cuando sucedían en Londres, eran dignas de crítica y hasta una vergüenza para la humanidad, si acontecían en París, se convertían en una experiencia maravillosa.

En junio se cumplieron 50 años de la proeza británica en los Juegos de Verano de 1924. Recordará usted –pues el episodio fue ampliamente divulgado, gracias al magnífico film de Lord Puttnam, Carrozas de fuego– que nuestros héroes Harold Abrahams, Eric Liddell y Douglas Lowe, obtuvieron una gloria inmensa, a costillas de los americanos –cuyos cadáveres, simbólicamente hablando, quedaron flotando en el Mar Rojo del Olvido, igual que los ejércitos del Faraón, pues nadie recuerda a los vencidos–. 

Por motivos que desconozco pero que se relacionan con las tareas que mi padre desarrollaba entonces para el gobierno, fuimos invitados a la celebración en el estadio de Colombes (que fue la sede principal de las competiciones del 24). Se trata de un precioso estadio muy al estilo de la época, con una tribuna cubierta por un voladizo sostenido por altas columnas de hierro fundido.

Mi hermana y yo pudimos saludar a los señores Abrahams y Lowe que también estaban allí. Estaban allí: no flotaban en el aire, ni parecían tener sobre sí mismos una mirada distinta de la que tenían sobre nosotros. Me impresionaron por su excedente modestia. Ellos, que existieron en la época de los mitos. Ellos, que formaban parte de nuestras leyendas. Ellos, cuyos nombres los jóvenes ingleses decíamos con veneración, como el de nuestros grandes escritores, o reyes: “… they few, they happy few, they band of brothers…”.

Cuando usted, Magdalena –en su carta, tan entretenida y que tanto agradezco–, me habla de ese episodio primitivo entre dos equipos argentinos que debían disputar la final de la Copa Libertadores de América (luego he leído más en la prensa), no puedo evitar pensar que, con independencia de la conclusión de todo esto (es decir, lo gane quien lo gane), dentro de muy pocos días nadie lo recordará. Pero, sobre todo, lo habrán olvidado los mismos que causaron los incidentes. ¿Porqué habríamos nosotros, entonces, de seguir ocupándonos de ellos? 
El fútbol debería ser, en cambio, una usina de recuerdos felices y un espejo del esplendor que Dios ha regalado a la naturaleza humana. Para mí, ese esplendor y felicidad es haber visto a Bobby y a Jackie Charlton, o a George Best. Para usted, será su amor por el Club Nacional de Fútbol y el recuerdo de Maracaná. O lo que los ingleses sentimos en el corazón, cuando en cualquier momento de la vida escuchamos el glorioso nombre, el modesto sonido de esta voz con aire de paloma: ¡Colombes!

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