El contexto político actual obliga a los artistas, incluso a aquellos que nunca emiten opiniones, a expresar apoyos manifiestos y dar a conocer de forma pública sus posturas, aún aunque les implique ganarse el rechazo de parte de su público.
Roger Waters generó polémica en Brasil cuando incluyó a Jair Bolsonaro en una lista de neo-fascistas en su show más reciente en San Pablo, donde fue abucheado. Además, distintas cantantes brasileñas como Anitta e Ivete Sangalo se oponen a la elección del candidato ultraderechista. En otras latitudes, la rivalidad de Taylor Swift y Kanye West ganó un costado político cuando la cantante pop se reveló, luego de años de silencio, como votante del Partido Demócrata, oponiéndola al rapero, que es seguidor de Donald Trump.
Que lo haga Waters, un músico que ya desde su etapa con Pink Floyd en los años 1970 expresaba abiertamente posturas políticas, y que actualmente lidera, por ejemplo, un boicot para no tocar en Israel como forma de expresar su apoyo a la causa palestina, no llama la atención. Pero sí sucede con los artistas pop, que no suelen mostrar ese mismo nivel de compromiso político.
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