Berlín. 1977. Verano. El cielo está gris y Alemania también. David Bowie mira por la ventana de los Hansa Studio y una torreta de vigilancia le devuelve el gesto. Se prende un cigarro detrás del cristal y mientras se toma un descanso de la grabación del disco, siente la necesidad de unos gramos, de un golpe de inspiración instantánea. Pero está en proceso de desintoxicación, así que no, no hay nada de eso para él. En su lugar se sirve un vaso de whisky con hielo. Y vuelve a mirar para afuera. Ahí, en la calle, una porción del muro le aguanta la mirada, expectante. Y durante un rato no sucede nada, pero de golpe dos extraños aparecen y rompen la calma de la tarde. Son dos figuras entreveradas en una especie de abrazo furioso, dos amantes que se trenzan en un raro beso apasionado. Las figuras se enroscan, se refriegan contra los ladrillos que dividen a oriente de occidente, se funden, se esconden bajo la sombra del telón de acero.
Bowie se queda un rato observando a esos amantes. Al hombre lo conoce; a la mujer también. Posteriormente revelará sus identidades, construirá con ellos el mito de la canción, pero antes se pone a escribir. Y así surgen los versos. Esos versos.
Esta nota es exclusiva para suscriptores.
Accedé ahora y sin límites a toda la información.
¿Ya sos suscriptor?
iniciá sesión aquí
Inicio de sesión
¿Todavía no tenés cuenta? Registrate ahora.
Para continuar con tu compra,
es necesario loguearse.
o iniciá sesión con tu cuenta de:
Disfrutá El Observador. Accedé a noticias desde cualquier dispositivo y recibí titulares por e-mail según los intereses que elijas.
Crear Cuenta
¿Ya tenés una cuenta? Iniciá sesión.
Gracias por registrarte.
Nombre
Contenido exclusivo de
Sé parte, pasá de informarte a formar tu opinión.
Si ya sos suscriptor Member, iniciá sesión acá