Ana, Pata y Hugo una mañana de mayo

Estilo de vida > Día de las madres

El amor más allá de las formas: la historia de Ana, Pata y su hijo Hugo

Dos mujeres, un vínculo que cumple 20 años y una maternidad consciente y anhelada; Ana Prada y Pata Kramer cuentan cómo fue la llegada de su hijo
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11 de mayo de 2019 a las 05:04

Esta historia –como todas– podría tener dos versiones principales y decenas de versiones secundarias. La de Ana, la de Pata, la de sus amigos en común, la de sus familias, la de los amigos de amigos, la de los conocidos, la de los desconocidos y en un futuro también la de Hugo, su hijo. 

Pero hay un único punto de partida y en eso estarán, seguro, todos de acuerdo. 

Era 1999. Ana Prada integraba junto a Beatriz Fernández, Lea Ben Sassón y Sara Sabah un precioso proyecto musical llamado La Otra Cuarteto Vocal. Después de haber teloneado a Simply Red, las cuatro artistas se presentaban por primera vez en sociedad con sus 10 o 12 arreglos de canciones. La invitación era para la noche en un espacio de Pocitos llamado Opus 3. Días antes, Omar Gutiérrez las recibía en su programa De igual a igual

En algún lugar de Montevideo, dos estudiantes de la facultad de Química –con la televisión de fondo– preparaban un examen. Una le dijo a la otra: “Vamos”. Y allá fueron. 

En cierto momento, entre las voces, los aplausos, los murmullos y los silencios, una le dijo a la otra: “Yo me voy a casar con esa mujer”. 

Pasaron 20 años de aquella certeza casi visceral que tuvo Pata Kramer (39) cuando vio, por primera vez, a Ana Prada (47). 

Se podría decir que el tiempo le dio la razón. 

Es mayo de 2019. Ana y Pata están sentadas, frente a frente, en el living de un soleado apartamento de la plaza Zabala. En un rincón hay, amontonadas, tres guitarras que se adivinan debajo de unas fundas. Sobre la mesa, dos libros infantiles con animales de granja, un termo y un mate, un adorno con algunos juguetes dentro, poco más. Y en el centro de todas y cada una de las escenas de la cotidianidad está Hugo.

Son las 10.30 de la mañana y Hugo aparece con la misma calidez que la luz que entra diáfana por el ventanal. Está vestido con un pijama a rayas, tiene lagañas en los ojos, los rulos caramelo revueltos y recorre la casa con la desfachatez imbatible que solo pueden tener aquellos que saben —incluso en la inocencia de la primera infancia— que son el centro de atención. Hugo despliega todas sus gracias mientras exhibe, como si supiera lo que significa la palabra orgullo, el piano de sus dientes de leche. Dice uau, dice no, dice pichí, dice la vaca Lola, la vaca Lola y, también, dice mamá. Los oídos más atentos y sensibles notarán que Hugo usa una entonación diferente cuando tiene que dirigirse a una u otra.

***

Hugo Kramer Prada llegó el 20 de febrero de 2018 gracias a una ley que lleva –como todas las leyes en Uruguay– por nombre un número gélido y difícil de recordar. La ley 19167 fue promulgada en noviembre de 2013 y tiene como objetivo regular las técnicas de reproducción humana asistida. Esto, en resumidas cuentas, quiere decir que Ana y Pata pudieron ser madres a través de un proceso de inseminación artificial. 

Claro que antes hubo un antes. Y en ese antes Ana y Pata se eligieron de maneras distintas. 

El amor tiene sus múltiples formas, dirán en reiteradas oportunidades las dos. Tal vez la respuesta a todos esos años de encuentros y desencuentros; de discusiones eternas, filosóficas e imposibles de resumir; de dos mujeres que encontraban en la música un punto de unión; de discos individuales y composiciones compartidas; de silencios irreconciliables, enojos y carcajadas; de una amistad profunda y muy única se pueda encontrar en una frase de Pata: “No hay que andar encasillando tanto el amor. El amor también fueron esos años en donde no tenía forma de pareja”. 

Pata Kramer

Cuando se conocieron, Ana tenía 26 y Pata 18. Tuvieron una breve historia de amor. Ana creyó que no iba a prosperar, que estaban en distintos momentos de la vida, que Pata debía buscar su propio camino. Pero había algo del vínculo que era lo suficientemente poderoso como para que no se quebrara. Y la música fue un lazo inevitable. A principios de los 2000 formaron el dúo Kramer vs Prada. Eran aquellos tiempos en que la Ciudad Vieja era un hervidero. Tocaban los fines de semana en el bar Arroba. Ana recuerda aquellas noches con la mirada encendida: “Pasábamos muy bien juntas y cuando terminábamos el show, con lo que recaudábamos, nos íbamos a comer una hamburguesa de carrito con una Pepsi y ahí charlábamos hasta las 5 de la mañana. Nos pasábamos horas filosofando de la vida. Siempre tuvimos mucha conexión en ese sentido, discutíamos, una pensaba blanco y la otra decía negro. Se daba un intercambio superinteresante”. 

A Ana le gusta decir que con Pata tuvieron tres encuentros. El primero, en 1999. El segundo que terminó tan mal que durante años no quiso saber nada de Pata. Y el tercero, el de ahora.

Era el invierno de 2013. La madre de Ana estaba internada, la habían operado del corazón y necesitaba donantes de sangre. La situación era grave y delicada. Pata se enteró y fue a donar. Después de la donación escribió un mensaje que decía algo así: “Ana, soy Pata. Estoy en Casa de Galicia. Me dieron un papelito para entregarles a los familiares. Si llegan a estar acá, ya se los dejo”. 

La guerra fría que llevaba un tiempo bastante considerable se terminó allí. Ana bajó la guardia y entendió que era un sinsentido que Pata no estuviera junto a ella y su familia en ese momento. “Es raro cómo, a veces, necesitamos esos momentos extremos para reaccionar. Mi sensación era que no tenía sentido que la vida de Ana pasara tan lejos de la mía, pero ahí sentí que su madre estaba enferma y que yo no podía estar lejos”, dice Pata.

Ana lo resume así: “Fue volvernos a ver y fue una manera de volver a casa”.

Ana Prada

***

La madre de Ana murió. Ambas se separaron de las parejas que tenían por ese entonces y volvieron a encontrarse. Pata dice ahora: “Lo que siempre rescato del vínculo que tenemos con Ana es la capacidad de dejarse ser libremente. Nos fuimos eligiendo en cada momento y está bien así”. 

Entre ese invierno de 2013 y este otoño de 2019 Ana y Pata eligieron vivir juntas; se compraron una chacra de 10 hectáreas a pocos minutos de San Jacinto, Canelones, muy cerca de Estación Pedrera; criaron terneros, ovejas, hicieron una huerta; volvieron a tocar juntas, giraron con sus canciones; recibieron amigos y familia una y otra vez los fines de semana; prendieron el fuego, asaron la carne, celebraron la vida un poco más tierra adentro; y decidieron tener un hijo.

Ana y Pata dicen, entre risotadas, que son tan distintas que hasta no pueden coincidir en la forma de comer los fideos. A Ana le gustan con aceite de oliva, a Pata con manteca. Sin embargo, sí coinciden en su gusto por la conversación. Claro que en esos intercambios que jamás tienen principio ni fin una dirá blanco y la otra, de contra, dirá negro. 

Pero hablan. Hablan mucho y hablan mucho de su amor, de los años en que lo sublimaron, del carácter especial que siempre tuvo el lazo. Saben poner en palabras varios de los porqués de su historia. “No es fácil encontrar la continuidad de la diferencia porque uno siente que para que algo se mantenga tiene que mantenerse igual. Y en realidad yo estoy convencida de que para que algo se mantenga tiene que modificarse. Lo que pasa es que tiene que modificarse en algún sitio en el que confluya la unión. Y aceptar que aquello que nos unía no es lo que nos une ahora. Lo que nos une ahora es otra cosa, que no será posiblemente lo que nos una mañana. Y si nos aferramos mucho a lo que nos unió o a lo que queremos que nos una, ahí se desune el hoy”, explica Pata. 

En este camino –a veces sinuoso, a veces despejado– ambas vieron que sus encuentros están en lo que cuesta más verbalizar o explicar o poner en palabras. Quizá se le podría llamar esencia, tronco de la persona. “En eso que no se rompe”, dice, finalmente, Pata. Y Ana, que muchas veces completa las frases que empezó Pata, concluye: “Nos encontramos en lo esencial, en los valores profundos, en nuestra concepción del mundo. En eso coincidimos 100%”. 

***

En esas coincidencias llegó, finalmente, Hugo. Pero sus recorridos hasta la maternidad fueron distintos. Ana primero dijo que no, que no quería ser madre. Así lo explica: “Cuando empecé el descubrimiento de mi sexualidad era muy joven, vivía en Paysandú, era otra época y todo ese proceso de entenderlo, de asumirlo, de defenderme, de volverme a querer fue muy largo. Era otro contexto histórico, era muy difícil y era muy distinto. Entonces, en mi cabeza ni siquiera existía la posibilidad de permitirme imaginarme madre. Escuchaba en mi cabeza alguien que me decía: ‘Pará, flaca, te gustan las mujeres, sos libre, hiciste todo esto y ¿encima querés ser madre? Tampoco le pidas tanto al destino’. La necesidad no surge hasta que tenés un amparo que te permite desearlo. Gracias al avance de la agenda de derechos te permitís pensar cosas que antes no se te hubiera ocurrido que se te pasaran por la mente. Sentía que era un acto egoísta traer un niño a un mundo que iba a ser hostil con él. Sentía que lo iban a señalar con el dedo como un bicho raro, que nosotras la íbamos a pasar remal y en vez de disfrutarlo iba a estar a la defensiva, paranoica. Después se fue dando todo: la chacra, un lugar precioso para criar un gurí, el contexto histórico social. Y cuando lo pude imaginar y pensarlo me emocionó. Yo ya estaba pasadita de edad, pero Pata todavía estaba dentro de los límites de la ley”. 

Pata, por su lado, siempre supo que quería ser madre. Aunque entendía que, si no lo era, igual estaba bien. En el camino pensó todas las posibilidades: ser madre sola, adoptar, tener un hijo con un hombre, acompañada de una mujer. “En todas mis idas y vueltas sobre la maternidad me había olvidado de un detalle para nada menor y es que, en el fondo, no es tu decisión, no es tan controlable. Ese fue mi mayor aprendizaje”, asegura.

Hugo tardó en llegar, pero no tanto. Pata cuenta que se dio las inyecciones del proceso de fertilización asistida por todo Uruguay. Cuando se fueron a vivir fuera de la ciudad decidió ponerse a estudiar producción agropecuaria y familiar en la UTU; así que, aunque estaba con el tratamiento en marcha, eligió no poner la vida en pausa y se fue de gira con la UTU.

“El único riesgo de una búsqueda tan consciente es justamente eso. Todo empieza a girar en torno a eso. Entonces traté de hacerlo lo más asociado a lo que estaba viviendo. Traté de que sumara y no tener que elegir entre una cosa y otro. Y eso es lo que nos pasa con Hugo ahora. Es una vida que se ensancha, no que se estrecha”, explica Pata.

***

Hugo nació en Montevideo y a las 48 horas ya estaba lejos del ruido de la capital y cerca de los cielos con remolinos de estrellas. Ahora la familia está intermitentemente en la ciudad porque Pata está a cargo de la coordinación de la campaña de la precandidata a la Presidencia Carolina Cosse. 

Pero su hogar es el campo. Allí eligieron construir y formar su familia. Ana recuerda cómo fueron los meses de embarazo en el pueblo: “En Pedrera se vivió con mucha naturalidad que Pata estuviera embarazada y que nosotras estuviéramos juntas, con mucha más naturalidad que en ciertos ámbitos que uno asume que van a ser más abiertos. Fuimos aceptadas y fuimos queridas en el pueblo”.

Hugo se llama Hugo porque es un nombre que llega a la vida de Pata y Ana sin información, sin carga, limpio. Y la explicación también tiene que ver con la búsqueda de, como dice Pata, no interferir en un camino que es el de Hugo. “Ser consciente de eso es redifícil y no serlo te termina vinculando de maneras un poco más viciosas. Son pequeños vicios de pertenencia. Y no son nuestros. Pero evidentemente hay algo muy desolador en esa soledad y entonces nos vamos agarrando de ellos”, reflexiona Pata.

Entre los pensamientos, las verbalizaciones y las conversaciones de sus madres, Hugo crece. Habla mucho para sus 14 meses de vida. Lo aprendió de Ana. Lo aprendió de Pata. Como también sabe cómo entonar la palabra mamá para que cada una entienda la diferencia.

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