Nicolás Tabárez

Nicolás Tabárez

Periodista de cultura y espectáculos

Espectáculos y Cultura > RECOMENDADO

High score, el baño de nostalgia que Netflix ofrece a los amantes de los videojuegos clásicos

La serie documental de Netflix reúne un puñado de divertidas anécdotas vinculadas a la creación y al disfrute de juegos como Mario, Sonic o Pac-Man
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30 de agosto de 2020 a las 05:00

Un puñado de personajes memorables. Colores brillantes, sonidos fuertes, recursos gráficos que captan el ojo. Una banda sonora cargada de sintetizadores y guitarras afiladas que da la sensación de que en cualquier momento va a entrar Marty McFly en su Delorean, y un ritmo narrativo que va más rápido que Sonic el erizo. ¿Es un videojuego? No, es High Score, la miniserie documental de Netflix que se mete con la era clásica de los juegos. Un baño de nostalgia lleno de diversión y de historias que ayudan a pintar un panorama general del impacto y la influencia de uno de los formatos de entretenimiento más lucrativos y también únicos.

Los videojuegos son un bicho raro. En ellos trabajan artistas: dibujantes, guionistas, diseñadores. Pero también técnicos, como ingenieros o programadores. Se debate desde hace tiempo si son arte, tecnología, entretenimiento puro y duro, o una mezcla de todo eso. Y además, mientras que el cine, la música o la literatura son un medio pasivo, ya que el receptor simplemente deja que el autor le cuente lo que tiene para decir, los juegos son, si o si, una cosa de dos, porque el jugador es el que hace que la obra avance, y lo hace a su gusto.

Mientras que cualquiera de esos otros medios culturales lleva siglos entre nosotros, el videojuego es, relativamente hablando, algo aún reciente. Pero mal que bien, ya lleva medio siglo de camino, y esta serie se enfoca en las primeras tres décadas de esa trayectoria, pero, sobre todo, en las de 1980 y 1990, colgándole el cartel de público objetivo a todos los que fueron niños, adolescentes y adultos jóvenes por esos tiempos.

A través de animaciones que recrean el estilo pixelado de los juegos de la época, o de la aparición en el mundo real de elementos como los bloques de Mario Bros o las monedas de Sonic, los protagonistas de este repaso por la historia del formato cuentan sus anécdotas y los detalles detrás de la creación de algunos clásicos que poblaron los salones de maquinitas primero y los livings de las casas después, como Space Invaders, Street Fighter, Doom o Pac-Man.

El foco está puesto en los dos grandes polos de producción y mercado: Estados Unidos, la tierra de Atari, Apple y Electronic Arts, y Japón, la cuna de Nintendo y Sega. Más allá de esa reducción geográfica, a nivel de figuras el campo es bastante más amplio, en la búsqueda de contemplar a las diferentes partes involucradas en este universo. Están los típicos nerds que aparecen en las imágenes de archivo con sus lentes culo de botella, sus granos y sus rulos, pero hay también empresarios trajeados, abogados y diseñadores, artistas propiamente dichos que imaginaron los mundos ficticios donde se desarrollan las aventuras.

Y después están los jugadores. Hay un par de campeones de torneos internacionales que hicieron bastante dinero en su infancia, con padres obsesivos y fanatizados por sus hijos pródigos (aunque lejos de los millonarios premios que hoy se manejan en el cada vez más profesional mundo de los esports), otros que se ganaron un lugar como empleados de las empresas cuyos juegos disfrutaban, y otros que terminaron creando sus propios videojuegos.

También se ilustra como empresas como Atari fueron de las primeras en instalarse en el hoy supertecnológico Sillicon Valley y de establecer la cultura que hoy es la norma de Google, Facebook o Apple: empleados que pueden ir a la hora que quieran, siempre y cuando cumplan sus tareas en tiempo y forma, espacios de relax en la oficina, y un código de vestimenta laxo.

High Score muestra también el costado más progresista de esa industria, con mujeres creando empresas o ocupando puestos de responsabilidad, o historias como la de Gayblade, un juego paródico creado en los años de la epidemia del HIV que se burlaba de los políticos y de los costados más conservadores de la sociedad estadounidense y cuyo creador perdió todas las copias que poseía hasta que logró recuperarlo a través de una campaña en internet.

Ojo, que no necesariamente el mundo de los videojuegos es todo sonrisas y arcoiris. Pero en High Score no hay tiempo para eso. Así como The last dance, la serie documental sobre Michael Jordan y los Chicago Bulls de los años 1990 dejaba en claro que fueron los mejores, y mantenía una reverencia constante hacia su objeto de estudio, en este caso los juegos son una maravilla que no tienen ningún costado negativo. Son una fuente de disfrute y nada más.

Sí hay conflictos en la serie. El duelo entre Nintendo y Sega, la crisis del sector a comienzos de los años 1980, propulsada por una adaptación de E.T. que es considerado “el peor juego de la historia”, algunas disputas legales y la persecución de algunos políticos y líderes sociales cuando ya en la década de 1990 los juegos se van poniendo cada vez más sangrientos y realistas. Pero no mucho más allá. No es esa la intención de High Score.

Es en realidad un concurso de anécdotas vinculadas a este mundo, y una muestra – de algo que no se puede negar - de que en distintos aspectos los creadores de videojuegos han sido pioneros-. De ser una industria que avanzó en base a superarse a sí misma y a través de la inspiración mutua.

Tampoco deja a todos sus personajes presentados como gente seria. Algunos como el excampeón Chris Tang, el desarrollador Richard Garriott o Shaun Bloom, un exempleado de Nintendo que se dedicaba a recibir llamadas de los jugadores cuando se trancaban en alguna parte de los juegos de la empresa – una suerte de call center gamer que muestra a los niveles a los que había llegado la industria – quedan (en parte por su personalidad, en parte por la estética juguetona de la serie) como unos niños-adultos que siguen viviendo en su pasado.

Pero si uno se sienta a mirar High Score, seguramente no le importe mucho eso. Es una miniserie de seis capítulos de unos cuarenta minutos que nunca frena, tiene humor y las historias de algunas personas que los fanáticos de los juegos clásicos quisieran haber sido. Es un baño de nostalgia y de felicidad colorida, divertida como para pasar un buen rato y seguir con otra cosa. Como un buen videojuego de antes.

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