Hace un año inició el ataque directo de Bukele a las maras.

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El efecto Bukele en Uruguay: refugiados que retornan, legisladores que lo admiran y detractores que advierten del peligro

El Salvador, uno de los países más violentos, lleva un año bajo régimen de excepción en el que el presidente lidera una controvertida ofensiva contra las pandillas. El impacto se hace notar hasta en Uruguay
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11 de marzo de 2023 a las 05:03

Un hombre joven, con el pelo engominado y peinado para atrás, con una remera de manga larga ajustada y que le marca los pectorales camina mirando fijo a la cámara y despliega la sonrisa típica que los políticos lucen en las propagandas electorales. A uno y otro costado lo escoltan uniformados con armas largas, muchos de los cuales custodian las celdas de una cárcel —la que promete ser la más grande de América—  aún en construcción. Esa es la primera imagen que viste el sitio oficial de la Presidencia de El Salvador. El joven sonriente es Nayib Bukele, el “presidente millenial” ahora autoproclamado un “instrumento de Dios” y que encabeza una guerra contra las pandillas (maras)  a impulso de exhibicionismo, prisión y mano dura.

Y parece que su estrategia está surtiendo efecto. Las encuestas de opinión pública le dan entre 85% y 90% de aprobación, incluyendo una difundida a fin de año en el periódico de línea editorial opositora. Algunos políticos del mundo —entre los que se encuentran los diputados uruguayos Gustavo Zubía (Partido Colorado) y Rodrigo Albernaz (Cabildo Abierto)— manifestaron su “admiración” a algunas de las medidas, aunque organizaciones de derechos humanos como Human Rights Watch y el gobierno de Estados Unidos criticaron el accionar.

Y algunas de las diez familias salvadoreñas que Uruguay había dado cobijo —en un plan de reasentamiento que inició en 2017— decidieron retornar a su país de origen bajo el pretexto de que “ahora es seguro”.

—Jefe: nos llamaron los primos y nos dijeron que allá está todo más tranquilo… nos volvemos a El Salvador.

Clever, el jefe en la chacra de Melilla, escuchó las palabras de Ernesto, uno de sus empleados, a fin de año cuando faltaban menos de 20 días para las primeras cosechas de las manzanas.

La familia de Ernesto, otra familia y un tío lejano empacaron y se marcharon. Habían llegado a Uruguay tras el acuerdo de la Cancillería con la Agencia de Refugiados de Naciones Unidas, en la que se reasentó a diez familias perseguidas en el triángulo norte de Centroamérica, como le llaman a la tríada de El Salvador, Guatemala y Honduras.

El señor P., cuyo nombre se oculta por razones de seguridad, también se refugió en Uruguay (aunque no por el programa de reasentamiento), también defiende al régimen de Bukele y dice que “la cosa está más segura”, pero no se iría de Uruguay. “¿Empezar de nuevo? No”.

Todavía recuerda con un nudo en la garganta aquella escena de hace cuatro años y medio. Eran las seis de la tarde y unos minutos. Acababa de regresar del trabajo. Estacionó la camioneta en la puerta de su casa en El Salvador y en eso se le acercó un niño en bicicleta. El pequeño, quien “no tendría más de 12 años”, le mostró un teléfono móvil y le dijo que debía responder una llamada. El señor P. se negó. Pero el niño, un tanto molesto, reaccionó: “Si no contestas te van a quebrar el culo”.

No le quedó más remedio. Del otro lado de la línea hablaba una voz serena y convincente: “Vamos a ser claros: somos del Barrio 18…”. Le siguió un discurso con lujo de detalles de cada movimiento de la familia del señor P., la amenaza de que si denunciaba a la policía moriría el mayor de sus hijos y el clásico chantaje: “Nos vas a tener que entregar 1.000 dólares mensuales”.

El señor P. trabajaba en la petrolera y su esposa era abogada. Tenían un “buen pasar”, pero no tan bueno como para darles a la pandilla ese monto de dinero mensual. Negociaron darles la mitad. A las pocas semanas se acercó otro pandillero y pidió más plata porque acababan de meter preso a uno de los suyos y necesitaban costear un abogado. Más tarde apareció otro pandillero y le demandó más “colaboración” para un amigo que estaba enfermo, hasta que a fin de aquel mes regresó el mismo niño en bicicleta de la primera llamada, volvió a entregarle el teléfono y la voz serna y convincente mencionó: “Óigame, esto no es negociable: de aguinaldo me vas a entregar 1.000 dólares mensuales”.

La Mara 18 nació en la calle 18 de Los Ángeles, de ahí su nombre, hace más de seis décadas. En la década de 1990, junto a su rival Mara Salvatrucha y otras pandillas, crecieron en fuerza en El Salvador y fueron responsables de miles de asesinatos, secuestros y desplazamientos forzados.

El señor P. y su esposa lloraron lo suficiente para aclarar la mente, hasta que tomaron la decisión: salir de su país. ¿A dónde ir? Unos años antes de las amenazas, la hija mayor había tenido que representar a Uruguay en su colegio. Estudió los ritos, aprendió que el mate no era un té de manzanilla que se toma con bombilla, se vistió de gauchita y revisó fotos de la arquitectura uruguaya que habían causado buena impresión en la familia. Por eso, ante el apuro de huir, volvieron aquellos recuerdos, la madre de la familia sacó a relucir sus dotes de abogada e indagó en la ley de refugiados, sacaron los ahorros del banco y con lo puesto migraron.

El señor P. todavía recuerda aquella la frase que le lanzó al primer uniformado que vio en el aeropuerto uruguayo:
—Oficial: mi vida y la de mi familia corre peligro.

(In)seguridad

“El Salvador es un país con menos homicidios; el delito venía a la baja a finales del gobierno anterior y se aceleró la caída con Bukele. Pero como hemos demostrado con investigaciones académicas, e información que ahora está en la Justicia de Estados Unidos, (esta baja de homicidios) fue a costa de negociar con pandilleros por más de diez años, prometiéndoles la no extradición de sus líderes, les pidió apoyo electoral y les dio beneficios carcelarios”, explica a El Observador Óscar Martínez, jefe de redacción de El Faro y uno de los tantos periodistas perseguidos por el gobierno salvadoreño.

En marzo de 2022, cuando la mara Salvatrucha asesinó a 87 salvadoreños en un solo fin de semana bajo el entendido de que se había roto el pacto con el gobierno que capturó a unos pandilleros que se dirigían a Guatemala, “Bukele cambió de estrategia y declaró el régimen de excepción que les quita a los salvadoreños las garantías constitucionales y está por cumplir un año de vigencia”, recuerda Martínez.

Las cifras oficiales indican que en un país de 6,5 millones de habitantes, se encarcelaron 65.000 personas en un solo año. Es el país con la tasa de prisionización más alta. “¿Eso es un país más seguro?”, se pregunta el periodista y enseguida se auto-responde: “Es un país más represivo”.

El diputado colorado Gustavo Zubía admite que “pueden existir excesos en el accionar de Bukele”, pero, “¿no podemos estructurar un sistema de control en cárceles para evitar esa anomia que creó el Frente Amplio?”, opinó en su cuenta de Twitter.

Su colega cabildante Rodrigo Albernaz discrepa con que la política de Bukele deba ser imitada a rajatabla en Uruguay. Pero, a título personal y sin un consenso de su partido político, dice que el presidente salvadoreño entra en su esquema “de grandes líderes internacionales, de esos políticos que empezaron con mucha controversia y ahora tienen la aceptación popular (…) de esos que vienen haciendo políticas admirables”.

Para el legislador de Cabildo Abierto, “las declaraciones sobre El Salvador que hacen las organizaciones de derechos humanos son injustas, porque son las mismas organizaciones que no hicieron nada cuando aquel era el país más inseguro del continente”. Y remata: “A juzgar por los resultados, a Bukele no le está yendo nada mal: hoy es un estado de excepción, pero eso permitirá una normalidad mañana”.

(Im)popular

“Bukele cosecha tanta popularidad porque gobierna en una sociedad desarticulada por la violencia de 12 años de guerra civil y la posterior llegada de la criminalidad de las pandillas, por lo cual el arresto de jóvenes no es visto como un problema salvo que sea tu hermano o tu hijo”, dice el periodista Martínez, quien agrega que “a eso se le suma que El Salvador nunca tuvo una democracia plena”. 

Bukele —41 años, promotor de las criptomonedas y polémico tuitero— apunta a ser reelecto en febrero de 2024, pese a que cuatro artículos de la Constitución salvadoreña lo prohíben. No es la primera vez que accionó por fuera de la normativa: hace dos años acudió a la Asamblea Legislativa con los militares, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos lo acusó de negociar con los maras y de irregularidades de transparencia financiera, y ante la acusación de sus opositores de desangrar la democracia se defiende como un “instrumento de Dios” (un recurso, basado en el “orden natural”, que era frecuente en el discurso del dictador uruguayo Juan María Bordaberry).

“Bukele podría ser caracterizado como populista”, dice el cientista político Rodrigo Barrenechea. “Los populistas suelen ser candidatos usualmente personalistas que usan un discurso de culpabilizar a la elite política, a la que llaman ‘casta’ o ‘clase política’, como responsable de la crisis de un país”, explica el docente de la Universidad Católica del Uruguay y quien está realizando un curso de post-doctorado en la prestigiosa universidad de Harvard.

La ecuación es sencilla: de un lado está la elite política que no escucha el pueblo, del otro el populista que dice entender el problema de la ciudadanía e intenta resolverlo a costa de “concentración de poder” y “entrando en conflicto con las instituciones (democráticas) de control”.  Por eso, afirma Barrenechea, “el populista se fortalece ante un pueblo que está desencantado”.

El término “populista”, aclara el académico, no distingue entre izquierda y derecha. Los hay de unos y de otros. “En América Latina a finales de los 90 y principios de los 2000, cuando los gobiernos habían aplicado políticas de libre mercado, los populistas de izquierda encontraron un terreno fértil para surgir. Los populistas de derecha han tenido menor éxito en la región, y Bukele es de las pocas excepciones, y tiene que ver con que no existe tantos adeptos al discurso de que existe una elite causante de los males de la sociedad”.

Pese a ello, hay puntos intermedios. La literatura científica refiere como caso emblemático a Donald Trump, gran aliado de Bukele y quien se apoyó en el descontento de una minoría estadounidense, pero acuñada por un partido establecido y tradicional.

Como ocurría con Trump, Bukele que no venía con un respaldo partidario (de hecho había roto con su partido histórico) se basa en la comunicación por redes sociales como manera de generar respaldo y cercanía a las masas.

El señor P., refugiado en Uruguay, se pregunta: “¿Es un anti-sistema? Sí, pero para estar a favor de la población y hacer cambios increíbles”.

Martínez, periodista en El Salvador, se cuestiona: “¿Qué debería aprender Uruguay de la coyuntura de El Salvador? Debería aprender a conservar su Estado de derecho que es lo que no hizo El Salvador: para minimizar una mafia se crea una mafia de Estado contra toda democracia, por más que a efectos propagandísticos se muestren jóvenes tatuados en filas”.

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