Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

El muro del jardín y La verdad profunda y la opinología ligera

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19 de abril de 2020 a las 05:00

Querida Magdalena:

El muro del jardín

Cuando Anna Scott y William Thacker se conocen, en la librería de Notting Hill, Anna está por comprar un libro de viajes. Al abrirlo, se sorprende: ¡está dedicado por el autor! Pero William la desengaña: el autor era un dedicador serial: “Las copias no firmadas hoy valen una fortuna”.

Lo que la respuesta de William pone de manifiesto es el valor de lo  escaso o, dicho de otro modo, cómo lo que sobreabunda pierde por eso mismo su valor. Parece que los seres humanos estamos hechos para apreciar lo poco y lo pequeño.

Podemos ver en las declaraciones del Profesor Harari (un Antiguo de Oxford, si me permite), a las que usted hacía referencia la semana pasada, y que han sido reproducidas por la casi totalidad de los medios digitales occidentales, un buen ejemplo de la humorada de William sobre el valor de la escasez. Y encontrar allí, además, un argumento pertinente para que yo resista a la tentación de comentarlas también. En efecto, puedo presumir felizmente que todo lo que debía decirse sobre Harari (y sobre lo que Harari ha dicho esta semana), ha sido ya dicho por otros.

Cierta desconfianza profesional me impide, por otra parte, apresurarme a admirar -o a dedicarle demasiado tiempo a- la obra de autores que todavía viven, y menos aún si están de moda. Ciertamente, ni estar vivo ni estar de moda constituyen delitos bajo la ley británica. Pero son cualidades devaluadoras en la escala de méritos de un anciano bibliotecario que sabe por experiencia qué poco de lo que escriben los hombres sobrevive a la noche de los tiempos. Y no me refiero sólo a aquellos chicos brillantes del Londres de los años 60, de cuya existencia no estamos del todo seguros, salvo por oscuras referencias en el epistolario de George, John, Ringo o Paul.

Si hiciéramos un poco de arqueología del pensamiento, incluso de libros de obligada lectura en los años 70, 80 ó 90, comprobaríamos cuánto autor de moda, imprescindible, duerme hoy un merecido sueño en las oubliettes del olvido. Por eso, no me interesa lo que hoy dice Harari. Por supuesto, desconfío de su enciclopedismo, de su positivismo, de su cientificismo, y de su sobrevaloración de los expertos. Pero mi postura es sobre todo preventiva: no desearía tener que decir nada acerca de lo que todo el mundo está hablando ahora. No quiero estar en esa conversación. Entiendo que usted -a fortiori siguiendo un mandato de su abuelo- sienta una vocación distinta u opuesta a la mía: precisamente la de estar presente en el ágora. Pero yo (un hombre viejo que ejerce un oficio quizás destinado a desaparecer) necesito que mis conversaciones sucedan en lugares donde las voces puedan ser escuchadas.

Mi Poética personal  -personal pero  no original, sino tributaria casi en un 100% de la obra de Paul Claudel- me indica que sólo se puede decir algo en el silencio. Las palabras no son nada sin el silencio. Las palabras sólo se construyen sobre el silencio. El silencio le fabrica a las palabras algo así como un muro alrededor. El muro alrededor del jardín de las palabras. Por eso, el silencio y lo que se dice en el silencio, forman una sola cosa. Algo que no existiría si nada se dijese, pero tampoco si se hablara todo el tiempo -como sucede en el ágora. El silencio vive en el no-silencio. El silencio no es el fin de las palabras, sino su principio. El silencio es el lugar de la escucha, y el umbral del significado.

Cuando conocí a María, nuestra traductora, expresé en un poema algo de lo que aquí digo sobre el silencio y las palabras: era un poema de amor. Estas palabras y silencios fueron el inicio de casi 35 años de felicidad matrimonial. Claro que el original era en inglés pero, créame, la versión castellana de María es mil veces mejor:

Todo se paraliza en los umbrales.

Se quedan las palabras en la orilla

del canto, sin ser canto,

como olas de los labios sin ser agua.

Todo se queda contemplando

lo que tiene que ser,

sin serlo nunca.

Volviendo a Harari, no tengo nada contra él, pero no puedo entrar en una conversación en la que miles de personas están hablando al mismo tiempo. ¿Puedo entonces, después de la romántica confidencia y del poema, cambiar de tema y pedirle que, en justa correspondencia, nos hable usted un poco más de su abuelo y un poco menos de Harari?  

La verdad profunda y la opinología ligera

Estimado Leslie:

Hoy, sin duda, una amante del ágora. Pero no por mandato de mi abuelo sino, más bien, por el influjo de algún otro fragmento de ADN, fruto de una rama distinta del “árbol” donde se urde una gran porción de nuestro destino.

Siempre sentí un interés muy especial por la genealogía. Tanto, que cuando tuve la posibilidad de cursar una materia electiva fuera de la Facultad de Humanidades, no dudé en elegir el curso de Genética en la Facultad de Ciencias. Recuerdo tener que justificar mi elección ante algún coordinador de la carrera (la electiva se tenía que relacionar de alguna forma con la Filosofía), y decirle que mi idea era especializarme en Bioética, que ya en ese entonces era una disciplina bastante reconocida… Pero no era ese mi propósito: lo que yo quería, en realidad, era saber si de verdad somos un eslabón en la cadena de las generaciones que nos preceden.

Así, al poco tiempo, me encontré en un laboratorio de Ciencias intentando manipular una mosca llamada Drosophila Melanogaster (con la cual, al parecer, compartimos un 60% de nuestros genes). Me duro poco el entusiasmo, le confieso. Porque lo que yo buscaba era una explicación convincente a los típicos comentarios de conocidos y parientes; “Sos igual a tu tía abuela: a ella también le gustaba leer y escribir poesía”. Quería dibujar mi árbol genealógico para identificar las ramas por las cuales corría, desde tiempos inmemoriales, la sangre que circulaba por mis venas. Puesto que, leyendo a Nietzsche, en esa época yo ya sabía que “la sangre es espíritu” y que en el recorrido de las ramas que me conducían a mis ancestros podría, quizás, conocerme más y mejor a mí misma.

De las moscas, entonces, pasé al curso de Psicología Evolutiva. Tampoco me convenció demasiado, pero me propuse terminarlo. Y años más tarde vino la inquietud por estudiar la carrera de Psicología.

De mi abuelo, que anunciaba su retiro a sus “aposentos privados”, aprendí el ejemplo de la actitud estoica frente a la vida. El poseía la virtud que los estoicos llamaban apatheia (que no es lo mismo que apatía), y que consiste en verse libre de las alteraciones emocionales que nos generan preocupación y desasosiego. Los estoicos enseñaban a distinguir lo que depende de nuestra voluntad, de lo que depende de la voluntad de otros o de la Naturaleza. Así, en la comprensión de esa diferencia, podemos ocuparnos de lo que nos compete, y mantener una actitud imperturbable y ecuánime frente a lo que no depende de nosotros. Esta virtud no me tocó en suerte en la “lotería genética”. Por el contrario, las pasiones tienen una debilidad especial conmigo; me abrazan y me arrastran por sus vehementes y sinuosos caminos. ¡Con decirle que hasta de la razón soy una amante apasionada! Por eso, cuando mi marido me dice que soy “demasiado intensa” recuerdo a mi abuelo y trato de seguir su ejemplo.

Por otra parte, mi atracción por el ágora (y las polémicas que en ella se suscitan) me brota de las entrañas. Es, sin duda, una pasión heredada, pero afianzada en mí por la progresiva concientización de la relevancia de los asuntos políticos. Porque si bien coincido con Platón en que la Filosofía es “el silencioso diálogo del alma consigo misma”, en ese diálogo aprendí que el bien siempre se consuma en el lugar que compartimos con los otros. En este sentido, me reconozco heredera de la filosofía aristotélica.

Entiendo perfectamente su necesidad de conversar en lugares donde las voces puedan ser escuchadas, y también su advertencia sobre el valor del silencio. En el ágora, por cierto, se suelen confundir las voces (¡y también los oídos!) y por eso es un terreno tan fértil para el cultivo del ruido insípido y la reputación huera. Sin embargo, sigue siendo el lugar donde podemos profesar nuestra naturaleza social. El único donde la verdad y el bien reflexionados y dialogados en el “jardín de las palabras” pueden ser comunicados, debatidos y materializados para transformar, así, la realidad.

Usted me pide que le hable de mi abuelo, y yo pienso en él como parte de mi herencia. Tan ancestral y diversa como para suscitar en mi la sensación de estar hecha de multitudes. Como en todo, ¿no, Leslie? Multitudes que, buscando el equilibrio, se contradicen y compensan. Tanto en el ágora como en nosotros; la verdad profunda y la opinología ligera. 

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