Danilo Astori y Ramón Díaz en un debate en la década de 1990.
Miguel Arregui

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El ominoso 1990 y el gran ajuste

Una historia del dinero en Uruguay (XLIII)
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01 de agosto de 2018 a las 05:00

Entre 1990 y 1994 la presión tributaria nacional y municipal creció de 16,5% a 20,2% del PBI. Aumentaría mucho en los años siguientes, hasta hoy, que ronda el 33% del PBI. Lo único seguro en esta vida son la muerte y los impuestos, según el viejo proverbio de Benjamin Franklin.

El verano de 1985 en Uruguay estuvo tan cargado de esperanzas como de graves pendencias a resolver.

El período presidencial que Julio María Sanguinetti inició el 1º de marzo se caracterizó por las grandes tensiones y expectativas socio-políticas que se liberaron, todas juntas, tras 12 años de dictadura y una de las más graves crisis económico-financieras del siglo.

La economía, que había caído alrededor de 22% entre 1982 y 1984, una depresión enorme por la crisis de la "tablita" del dólar, retomó el crecimiento, al igual que el empleo y el salario. Pero el alto déficit fiscal, que en 1985 y 1989 superó el 6% del PBI, fue cubierto en buena medida con emisión, por lo que los precios al consumo treparon casi 90% en 1989 y 129% el año siguiente.

La inflación erosionaba rápidamente salarios y pasividades y había permanentes conflictos por reajustes y remarques.

Un liberal combativo en el Banco Central

En 1990 el Partido Nacional regresó al gobierno con la Presidencia de Luis Alberto Lacalle, quien designó al contador y empresario Enrique Braga como ministro de Economía y Finanzas, y al abogado Ramón Díaz al frente del Banco Central.

Díaz, un hombre culto y un liberal combativo que en 1972 había fundado la revista Búsqueda, propuso un manejo monetario estricto para reducir la inflación, que entonces estaba en tres dígitos. Él ya había participado de la "congelación" de precios y salarios de 1968 por lo que, de alguna forma, sabía de posibilidades y límites (ver el capítulo XXXIV de esta serie).

¿Cuál es su objetivo al frente de la autoridad monetaria?, se le preguntó a Ramón Díaz. "Llevar la inflación a un dígito", respondió. Lo dijo públicamente en el verano de 1990, cuando los precios trepaban a más de 100% anual. Pareció un chiste. Desde 1951 el país vivía en la inflación de dos o tres dígitos, utilizada como un impuesto encubierto sobre salarios y pasividades. Cada año electoral, sin falta, se hacía una gran emisión de dinero para atizar el gasto público, y la inflación estallaba en las manos del siguiente gobierno.

"Díaz fue el principal artífice del impulso modernizador que vivió el BCU al inicio de la década de los 90", afirman Silvana Harriett, Adolfo Garcé, Milton Torrelli y Nicolás Pose en su Historia del Banco Central del Uruguay (2017). "Díaz fue un ferviente promotor del liberalismo económico en el Uruguay, impulsando, primero desde el debate ideológico, y luego desde la presidencia del Central, una nueva ola de liberalización de la economía uruguaya. Pero además, ya sea por su visión institucional, o simplemente por el lugar que esta tradición del pensamiento económico asigna a los bancos centrales modernos, Díaz impulsó [...] una extensa e intensa modernización de la estructura institucional del Banco. Es sólo en este contexto que se entienden, entonces, las reformas organizativas del período, la intensificación de los programas de formación en el exterior e incluso la elaboración de la Carta Orgánica de la institución, que sería finalmente aprobada [en 1995], dos años después de la finalización de su mandato".

Agregan Harriett, Garcé, Torrelli y Pose: "Claro que su pasaje por el BCU, cargado de una agenda de reformas (Plan de Estabilización, reestructura organizacional, Carta Orgánica, Estatuto del Funcionario, relanzamiento del programa de becas, fueron sus asuntos principales) no estuvo exento de polémica [...]. Su conducción fue objeto de amplias y severas críticas en el ámbito político-partidario. Las divergencias se trasladaron incluso al Directorio del organismo, en una situación desconocida para el Banco desde sus inicios en 1967. El recuerdo de los ex funcionarios del BCU, que lo retrata tanto en su faceta modernizadora como en su tendencia a la polémica y al liderazgo personal, ratifica la imagen de un hombre con posturas fuertes y en no pocas ocasiones controversiales".


La inflación, un fenómeno monetario

Una parte de la izquierda, de inspiración marxista, había sostenido tradicionalmente que la inflación era "estructural", y que sólo se acabaría con ella si se cambiaban "las estructuras", cualquier cosa que ello significara.

Pero la experiencia histórica indicaba que la inflación estallaba cada vez que se expandía la base monetaria por encima del aumento de la producción. Los controles de precios y las cuotas sólo producían escasez y filas.

Ramón Díaz, un escribidor sofisticado, fogoso y a veces intolerante, repudiaba las explicaciones mágicas sobre la inflación, que solían ir unidas a teorías conspirativas. Durante muchos años vertió ríos de tinta para demostrar que la inflación que incendiaba buena parte de América Latina era en esencia el resultado de una emisión excesiva y constante: una sobreoferta de dinero.

Gobernantes demagogos abusaban de la buena fe y la ignorancia de sus pueblos y echaban la culpa a otros. Ciertos Estados, en especial los latinoamericanos, han demostrado mucho talento para llegar a viejos sin ser adultos —podría decirse parafraseando La chanson des vieux amants, de Jacques Brel.

Según el enfoque monetarista, la inflación tendría que desaparecer en cuanto los gobiernos cubrieran el déficit fiscal con más impuestos, menos gastos o más deuda: con recursos genuinos, no con más billetes.

Esa explicación, que hoy es obvia, entonces tenía firmes contradictores en un arco ideológico que iba desde el nacionalismo estatista al marxismo, pasando por el "desarrollismo" propuesto por la Cepal desde mediados del siglo.

Al menos desde la década de 1930 la literatura económica nacional e internacional, inspirada en John Maynard Keynes, había aportado nuevos puntos de vista sobre la inflación, o al menos enfoques complementarios: la teoría de la inflación de costos, o de la espiral salarios-precios, o de la lucha de los sectores por conservar sus participaciones relativas en el producto social, etc. (ver el capítulo XX de esta serie). Pero la experiencia histórica demostró que, si bien esos factores podían incidir en algunos casos puntuales, y por algún tiempo, tenían una relación mucho menos directa y permanente sobre la inflación que el aumento constante de la cantidad de dinero.

Todos los fenómenos inflacionarios, desde la hiperinflación alemana de 1923 hasta Uruguay en la década de 1960, pasando por Argentina y Brasil en la década de 1980, eran fácilmente explicables si se miraba la cantidad de dinero. Las gráficas de la inflación calcaban escrupulosamente, con un poco de rezago, las gráficas de la emisión. (La hiper-inflación en Venezuela, que puede llegar a 1.000.000% durante 2018, se explica porque la base monetaria se multiplicó por 250 en los últimos dos años: un río de billetes que valen menos que el papel en el que están impresos).

La inflación en Uruguay entre 1870 y 2010, un largo período de casi siglo y medio, siguió fielmente lo ocurrido en el mercado de dinero, según demuestran varios estudios, entre ellos uno publicado en 2014 por Conrado Brum, Carolina Román y Henry Willebald para el Instituto de Economía de la Facultad de Ciencias Económicas de la Udelar (Un enfoque monetario de la inflación en el largo plazo - El caso de Uruguay).

En suma: la inflación siempre, sin excepción, ha sido ocasionada por gobiernos que estafaron al público cubriendo sus déficits, en todo o en parte, con más papel moneda, que se desvaloriza rápidamente. Por el contrario, cuando los gobiernos aumentaron el circulante solo en la misma proporción que el crecimiento de la economía, la inflación tendió a cero.

El ajuste fiscal de 1990

Por supuesto que Ramón Díaz no estuvo solo en el programa de estabilización. Él fue un símbolo intelectual. En la base del cambio estuvo un gobierno dispuesto a acabar con el déficit, a reducir gradualmente su financiamiento con papel impreso y a pagar el precio político de corto plazo que significaba la búsqueda del equilibrio.

La obsesión del gobierno en 1990 era no caer en el mismo pozo que Argentina, que en 1989 padeció una inflación superior a 3.000%, o de Brasil, que tuvo la suya de 2.000%. Ambos países estaban en caos y parálisis productiva.

El período de Lacalle se inauguró con un severo ajuste.

El Partido Nacional era la minoría mayor, con 39% de los sufragios, seguido por el Partido Colorado, que reunió 30%. Los blancos, siempre tumultuosos, mantuvieron la unidad a duras penas. El Movimiento Nacional de Rocha, liderado por Carlos Julio Pereyra, voceaba sus disentimientos cada vez que podía. Y los colorados, en especial el sector de Julio Sanguinetti, mantuvieron a desgano la "coincidencia nacional", un matrimonio de conveniencia que no duraría demasiado.

De hecho, a principios de 1991 algunos dirigentes colorados hacían pronósticos apocalípticos sobre la suerte del gobierno nacionalista. Tendían a verlo como una versión criolla del ciclo de Raúl Alfonsín en Argentina, destinado a naufragar entre el desorden, las chambonadas y la hiper-inflación. El respaldo de Jorge Batlle fue más resuelto.

El ajuste se hizo más por lado de la recaudación que por el gasto. Incluyó un aumento del IVA (Impuesto al Valor Agregado) de 21% a 22% y de varios otros impuestos: a los salarios y pasividades, a la renta de industria y comercio, a la renta agropecuaria, a las transmisiones inmobiliarias (ITP) y los aportes a la seguridad social de empresas y trabajadores, entre otros.

El gobierno trató de fijar los incrementos salariales según inflación proyectada o "futura", y no por inflación pasada, como parte de un plan para desmontar la rueda de la indexación de toda la economía, que mantenía la pelota en alto. El salario real promedio cayó alrededor de 5% entre 1990 y 1991, como había admitido públicamente Lacalle antes de asumir. Pero se recuperó en 1992 y creció significativamente a partir de 1993, pese a que ese año se dejaron de convocar los Consejos de Salarios.

El déficit fiscal, que fue de 6,3% del PBI en 1989, un año electoral, se redujo a 2,7 en 1990, a 0,5% en 1991 y se obtuvo superávit en 1992, un hecho histórico, casi desconocido desde la era de José Batlle y Ordóñez, quien fue un escrupuloso administrador superavitario (ver el capítulo XII de esta serie).

La inflación también se redujo en forma gradual durante los años '90, hasta caer a solo un dígito por primera vez en casi medio siglo.

Paralelamente, la Intendencia de Montevideo, conducida por el frenteamplista Tabaré Vázquez, puso la casa en orden y aumentó significativamente los tributos, en especial la contribución inmobiliaria y la patente de rodados, que sólo durante el primer año crecieron 23% por encima de la inflación.

Fernando Cabrera cantaba por entonces:


Acá no hay tango, no hay tongo ni engaño

aquí no hay daño, que dure cien años

por fin buen tiempo, aunque no hay un mango

estoy llorando, toy me acostumbrando

Próxima nota: La renegociación de la deuda por el Plan Brady, las toallitas íntimas y el plan de estabilización monetaria de 1991

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