En el río revuelto latinoamericano, Chile ha tenido la enorme virtud de empezar a encauzar la protesta social por un canal democrático y con la abrumadora mayoría de los partidos políticos de una sana actitud sistémica, quienes en estas horas están dando un poderoso mensaje a la sociedad: todos dispuestos a cinchar juntos para intentar dejar atrás una crispación que golpea la convivencia y el desarrollo.
Los partidos firmaron un acuerdo, la semana pasada, convocando a una consulta popular el próximo año para cambiar una Constitución que viene desde la dictadura de Augusto Pinochet y que no corresponde a los tiempos de una democracia consolidada como la trasandina. Al Chile democrático le urge quitar el corsé de una Constitución que no permite dar una respuesta con sentido de realidad a un conjunto de problemas sociales que están en la raíz de la actual mortificación ciudadana.
El documento Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución, aprobado por el Congreso, con la excepción del Partido Comunista, es un primer paso para intentar alcanzar un mínimo civilizatorio, un concepto del politólogo italiano Norberto Bobbio, que evocó en las últimas semanas el expresidente socialista chileno Ricardo Lagos, en alusión a un piso de bienes y servicios públicos que tienen que estar al alcance de todos. En el caso chileno, el reto es repensar un papel más dinámico y eficaz de servicios públicos que son claves para la movilidad social, como la salud y la educación, pero no solamente.
Aunque es una señal de sensibilidad, los partidos acuerdistas deberían ser muy celosos en que la eventual nueva carta magna preserve las imprescindibles garantías a la libertad y otros derechos individuales, al mismo tiempo que evite el mal de la reelección, una miel venenosa en los sistemas presidencialistas.
Por otra parte, sería un grave error creer que todo el mal chileno desaparecerá con una Constitución por más democrática que sea. Hay que reconocer la existencia de factores culturales que explican una parte de la inequidad y del sentimiento de desigualdad.
Chile parece ser un país de manual en relación a un malestar social que irrumpe hoy en democracias de diferentes signos políticos, que deja al desnudo la frustración por una lenta o desapercibida movilidad social. Los ciudadanos se enfrentan a dificultades complejas en la vida cotidiana, que generan miedos y angustias. Y sienten que los partidos no los representan, que viven ajenos a la realidad.
Creen –con razón o no– que no se benefician de la eventual mejora de la economía por una injusta distribución de los recursos; interpretan que el modelo económico no recompensa el talento o el esfuerzo.
En estos días, varios analistas han mencionado el concepto del efecto túnel del economista Albert O. Hirschman para encontrar un significado a las revueltas de América Latina. Es un símil sobre los cambios en el umbral de la tolerancia a la inequidad, desde el ejemplo de un conductor de un automóvil que espera pacientemente un atasco en un túnel, pero empieza a irritarse al advertir impotente el avance de quienes circulan por otro carril.
Un cambio constitucional contribuye a resolver el problema, pero no terminará con el malestar que produce un embotellamiento que no permite avanzar.
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