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7 de octubre 2018 - 5:00hs

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College

Estimado Leslie:
Historia de un amor

Debo confesarle que sentí una gran alegría al recibir su última carta. Este diálogo epistolar me estimula y entusiasma, ya que a pesar de que hay verdad en la máxima platónica, “La filosofía es un silencioso diálogo del alma consigo misma”,  también es cierto que existe un deleite especial en el filosofar en coloquio. 

Todavía guardo en mi memoria la época en que, siendo aún bastante joven, sentía una cierta inquietud inconformista frente a esa soledad a las que nos dispone el silencio reflexivo de la Filosofía. Es cierto que existe, para todo filósofo, un refugio donde se encuentran la paz y libertad necesarias para poder pensar. Sin embargo, al igual que en el Zarathustra de Nietzsche, siempre ruge en nosotros el animal gregario que sólo halla sosiego en el pensar en comparsa.

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Pienso que tenía razón Ortega y Gasset cuando afirmó que el ser humano edifica casas para vivir en ellas, y construye ciudades para salir de su casa y encontrarse con aquellos que también han salido de las suyas. 

De todas formas, debo admitir que en mi “casa” he tenido el privilegio de contar con la cálida e invalorable compañía de muchos otros que vivieron y pensaron antes que yo. Filósofos que hacen posible ese diálogo del alma consigo misma ya que, como bien dice usted,  conociendo su pensamiento podemos sentirnos comprendidos por ellos.  Esta impresión fue la que experimenté en mis primeras lecturas del Humano, demasiado humano de Nietzsche. Todavía guardo el recuerdo de esa sensación indescriptible, tan profunda como certera, de que esas palabras habían sido escritas para mí. 

De todas formas, debo admitir que en mi “casa” he tenido el privilegio de contar con la cálida e invalorable compañía de muchos otros que vivieron y pensaron antes que yo.

Esto, porque en ellas encontraba un espejo que me devolvía sentimientos y pensamientos que se alumbraban y debatían sutilmente en mi joven alma. Pero no un espejo en el sentido corriente del término, que nos proyecta la mera imagen de nuestra usual apariencia: lo que me donaron aquellos primeros diálogos con Nietzsche fue la imagen recuperada y transformada de mí misma. No puedo pensar en palabras más bellas y justas para describir aquella sensación que las de Marsilio Ficino en su De Amore: Comentario a El Banquete de Platón: “Sin duda cuando te amo, al amarte me reencuentro en ti que piensas en mí, y me recupero en ti que conservas lo que había perdido por mi propia negligencia”. A través de ese abrirnos al encuentro con el otro podemos vivenciar una comunión en la cual nos comprendemos más y mejor a nosotros mismos. Esto era lo que tan bien intuía Sócrates cuando le enseñaba a sus discípulos que la verdadera sabiduría se encuentra en el conocimiento de uno mismo. Sin embargo, sumergidos como estamos hoy en una cultura harto individualista, solemos olvidar que ese autoconocimiento exige la apertura hacia un otro que nos impugna y confirma a través de esa paradoja maravillosa que es la experiencia del amor.

Confieso que por deformación profesional me cuesta concebir –al menos para mí misma- la experiencia de máxima plenitud allende a la práctica de la Filosofía. Pero coincido con usted en que la auténtica felicidad no es un privilegio exclusivo de los filósofos, y que sí existen otros caminos para alcanzarla. De todas maneras, la senda filosófica persiste estoica desde tiempos inmemoriales, amplia y abierta, rebelándose siempre contra el manto anti-democrático con el que la celan algunos partidarios de la erudición apostillada. 
Ahora que tengo un conocimiento más preciso de su procedencia, puedo asegurarle que mi empatía hacia usted no ha menguado para nada. Por el contrario, se ha intensificado sustancialmente ya que siempre he sentido una especial fascinación por el Magdalen College  no sólo por  razones onomásticas, sino también  porque ahí estudió Oscar Wilde, un artista tan genial como sensible a quien siempre he admirado.

Seguro que usted conoce su obra mucho mejor que yo, pero desearía concluir esta carta con una cita de De Profundis, uno sus textos más apasionantes: “El verdadero necio, ése del que los dioses se ríen o arruinan, es el que no se conoce a sí mismo”. 

De Leslie Ford, del Trinity College, para Magdalena Reyes Puig

Estimada Magdalena:
La moto zarathustra

Ahora que ha confesado usted su love affair de larga data con Nietzsche, es imperativo que le diga que yo jamás lo he leído. Y sin embargo, creo que sería capaz de mantener una razonable conversación sobre su filosofía y sus principios -con cualquiera que no sea usted. Y es que Nietzsche es como Harry Potter. Nadie puede decir que no lo conoce. Cuando al comienzo del film Amadeus de Milos Forman, el anciano Salieri toca una melodía cualquiera de Mozart en el piano, su interlocutor la tararea inmediatamente. Así, nosotros -probablemente cientos de millones de personas- tarareamos a Nietzsche sin darnos cuenta. Lo hacemos continua e inconscientemente.

Copiamos su insolencia y querríamos imitar su ocurrencia y audacia. Citamos sin entrecomillar sus frases más famosas y las llevamos escritas, con las más variadas tipografías, en un tatuaje sobre el tobillo, o en una camiseta. Conocí ayer a un trotamundos cuya moto se llama Zarathustra. 

Asistimos así a un fenómeno de masificación y des-intimación, que seguramente ha popularizado a Nietzsche en toda la galaxia, a riesgo de vaciar la filosofía de Nietzsche de todo significado. Ahora bien, todo lo que necesitamos es, precisamente, ese significado. Podemos ser confusos y aún poco lúcidos. Podemos estar muertos incluso, pero no podemos renunciar al significado. Como se atreve a decir Quevedo: “Serán ceniza, más tendrá sentido…”. Sin eso, no sólo no hay pensamiento; no hay humanidad posible. Materializar y realizar lo más hondo y lo más profundo en lo superficial y lo visible, es la tarea misma de la humanidad.

Pero -y sabemos que Spike, el de Notting Hill, no estará de acuerdo-, no basta con llevar una frase de Nietzsche en la camiseta para que la vida cobre sentido. 

Creo que el primero que intentó pegar “pedazos” de pensamiento abstracto a un vestido fue alguien que difícilmente puede ser acusado de superficial. El lunes 23 de noviembre de 1654, Blaise Pascal tuvo una intensa experiencia personal de Dios. Abrumado, escribió en un papel lo que había vivido: “Desde aproximadamente las diez y media hasta pasada la medianoche… Fuego… certeza, sentimiento, alegría, paz…”. El texto conocido como el Memorial de Pascal había sido depositado sobre un papel. Entonces su autor sintió la inspiración de completar la escritura con un gesto. (No algo “gestual”, en el sentido nietzschiano que explicaba usted en una anterior misiva epistolar. Pero sí en el sentido sacramental, es decir, el que representa con símbolos externos acontecimientos internos que no nos es dado contemplar). Y Pascal cosió el Memorial a un abrigo que usaba normalmente.

Yo entiendo ese movimiento y ese gesto. Porque el Memorial simbolizaba todo para Pascal. Y es razonable que quisiera llevarlo siempre consigo. Pero, ¿qué significa Nietzsche para los millones  de nietzschianos de la nietzschemanía? ¿No cree usted, Magdalena, que su excesivísimo ingenio condena un poco a Nietzsche a flotar en la superficie? Leamos al azar cualquier colección de sus sentencias (iba a decir “famosas”, pero todas sus sentencias lo son): podríamos quedarnos disfrutando allí toda la tarde; y toda la noche; y toda la mañana siguiente… Pero cuando alguien es un entertainer de esa magnitud, es lícito preguntarse si, más allá del impacto emocional, hay una verdad esperándonos. Borges señaló este mismo peligro del “ingenio vacío” en Oscar Wilde, pero en su caso concluyó con una sentencia absolutoria (no compartida por Umberto Eco): “Leyendo y releyendo, a lo largo de los años, a Wilde, noto un hecho que sus panegiristas no parecen haber sospechado siquiera: el hecho comprobable y elemental de que Wilde, casi siempre, tiene razón”.

Seguramente hay también un Nietzsche así, más allá de las camisetas y de las motos y de las frases famosas que repetimos como si fueran las melodías de Mozart. Pero descubrirlo se hace hoy más difícil. 

Mientras espero que usted me ayude en esa tarea, la semana próxima prometo contarle cómo una crisis de juventud terminó con mis huesos ¡en la cárcel de Reading! Y cómo salí de allí convertido en bibliotecario al Servicio de Su Majestad.   

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