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Humanos, temblad

Ya no estamos tan orgullosos de nuestra especie como supimos estarlo. Ahora cualquier animal es mejor que nosotros
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17 de marzo de 2019 a las 05:00

En mi infancia, un insulto muy común era acusar al adversario de ser un animal: “Animal”, se gritaba. “Sos un animal”. También era común decir que una persona era “humana” en un sentido de bondad y piedad. “Es tan humano”, se decía con los ojos vidriosos.


Se entendía que era nuestra responsabilidad estar a la altura de lo que significaba nuestra especie en el planeta y tal vez en el universo entero: la cúspide de la evolución, la inteligencia creadora de civilización, la transformación del mundo, la sed de conocimiento.


La persona más humana era la mejor. Una sociedad más humana era una sociedad que amparaba a sus integrantes, que protegía a los más débiles contra la voracidad del poder de los más fuertes; era una sociedad que protegía a los suyos, basada en la compasión y el respeto. Aunque no creyéramos que existiera la tal sociedad, era tanto más humana cuanto más libre del instinto animal de matar o morir.


Se decía “es la ley de la selva” para referirse a un sistema en el que no hay valores humanos, en el que la justicia y el respeto por la vida no tienen sentido, donde cada individuo es un depredador y el más poderoso es monarca absoluto.


En algún momento nuestra concepción de lo humano, de la propia naturaleza humana, cambió. Con el auge de la preocupación ecológica y la sensibilidad con los animales, comenzó una campaña brutal de desprestigio de todo lo humano que parece no tener fin.


Es cierto que una de las características que nos define como especie es la capacidad de cuestionar nuestros propios actos. Los animales no se arrepienten. No tratan de remediar el daño que causan. Los seres humanos sí, y entonces empezamos a cuestionar nuestra voracidad, nuestra insaciabilidad, la forma en que usamos y desechamos el planeta en el que convivimos con tantas especies, el desarrollo de la capacidad de matar a propios y ajenos y un enorme etcétera plagado de atrocidades.

Con el auge de la preocupación ecológica y la sensibilidad con los animales, comenzó una campaña brutal de desprestigio de todo lo humano que parece no tener fin


Y entonces, desde hace ya algunas décadas, apuntamos nuestra ira hacia nosotros mismos y elevamos el mundo animal a la categoría de un ideal. Sabemos que somos animales, nosotros también, pero la división persiste y ahora resulta que los que la tienen clara son ellos, los animales no humanos.


Se tiende a definir al ser humano por sus defectos. No por su capacidad de construir sino por su compulsión de destruir; no por su vocación de amar sino por su afán de odiar; no por su empeño en buscar la verdad sino por su obstinada adicción por mentir.


Decir que alguien “es muy humano” ahora significa que es rencoroso, mentiroso, cobarde, insaciable y estúpido.


Yo creo que tener cierta capacidad de autocrítica no está mal, pero esta tendencia de creer que nuestra propia naturaleza es el problema no nos lleva a ningún lado; no nos hace mejores para nosotros mismos ni para ningún otro actor del ecosistema.


Creo que deberíamos aceptarnos para poder asumir la responsabilidad que tenemos como seres superiores en la escala zoológica. Aceptar el milagro de que vivimos en el tiempo y somos capaces de transformar el entorno, asumir que somos depredadores de todo y que todo tiene un límite.


WS Gilbert, poeta y dramaturgo inglés de la segunda mitad del siglo XIX, definió al ser humano como “el único error de la naturaleza”. Hablar de “error” implica la existencia de un Creador. Yo me imagino que si de mí hubiera dependido –si yo hubiera sido el Creador– también habría cometido ese error: habría creado al ser humano.


A esta altura no creo que lleguemos a buen puerto. Supongo que seguiremos más o menos así, hasta que nos extingamos por culpa de un desastre más o menos natural o artificial, sin haber superado las taras que nos han acompañado siempre.


De todas maneras, con toda la humildad del mundo, reivindico nuestra existencia, a la vez torpe y sublime. No envidio ni admiro al perro ni a la serpiente ni al tigre. 
 

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