A pocos minutos de enterarme de la muy triste noticia de la muerte del entrañable Claudio Romanoff, “el Roma” para todos en la redacción de El Observador, siento la necesidad de ponderar sus grandes dotes de periodista con todas las letras: intuitivo, perceptivo, insistente, sin jamás quedarse con lo obvio, dueño de un estilo casi inigualable, un pluma fina para los análisis políticos y económicos, sustentada en amplias lecturas de literatura, filosofía e historia.
Pero la realidad, porfiada -como la concebía el Roma-, me indica otra cosa: no terminar de aceptar que ya no esté físicamente entre nosotros, escuchar su risa, su rostro narigón con pequeños lentes, su sonrisa, su mirada siempre escéptica, crítica e irónica sobre los hechos (como buen periodista de raza), y su punzante y finísimo sentido del humor. El “Roma” fue durante una década el corazón de la sección de Actualidad, la roca a la que todos nos aferramos como editor, el tipo con el que compartimos más tiempo que con nuestras propias familias. Duele en el alma su partida, pero se queda en la dulzura eterna de nuestros mejores recuerdos, por los que seguirá viviendo.
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