La fuente (1917), de 
  Marcel Duchamp

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La culpa es de Duchamp

Gracias al francés, los artistas ya no quieren agarrar el pincel ni el cincel sino que se devanan los sesos para encontrar una idea
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19 de diciembre de 2014 a las 20:22

“Otra costumbre que tiene la tribu son los poetas. A un hombre se le ocurre ordenar seis o siete palabras, por lo general enigmáticas. No puede contenerse y las dice a gritos, de pie, en el centro de un círculo que forman, tendidos en la tierra, los hechiceros y la plebe. Si el poema no excita, no pasa nada; si las palabras del poeta los sobrecogen, todos se apartan de él, en silencio, bajo el mandato de un horror sagrado. Sienten que lo ha tocado el espíritu; nadie hablará con él ni lo mirará, ni siquiera su madre. Ya no es un hombre sino un dios, y cualquiera puede matarlo. El poeta, si puede, busca refugio en los arenales del norte”.

Es un fragmento de El informe de Brodie, un cuento de Jorge Luis Borges sobre un misionero británico que recibió el hospedaje de una tribu muy salvaje, pero que tenía la concepción de la raíz divina del arte, como siglos antes lo había intuido Platón.

Es una manera muy extrema de tratar con el artista, pero no está en duda su condición de tal. Logró conmover con una expresión estética, arbitraria, personal, y sabe que su única opción de sobrevivir será arrancar para los arenales.

Con los siglos el concepto de arte se ha ido enriqueciendo hasta prácticamente borrar las fronteras con otras categorías tales como el comercio, la estafa, el narcisismo, la ignorancia, las buenas o malas intenciones, la estupidez, la destreza para hacer llorar o reír. El arte las incluye cómodamente a todas.

El siglo XX trajo el concepto de moda al arte. Nacía el arte moderno. Se suele atribuir a Marcel Duchamp (1887-1968) la culpa de una expansión maligna del arte, cuyas metástasis abarcan prácticamente todo el universo estético. Algo así como que arte es todo aquello que se hace con la intención de serlo. No tiene ninguna importancia la técnica ni el talento. A menudo no existen ninguno de los dos. El arte es la idea, pura como el agua de lluvia. “El arte es concepto”, se dice que dijo el francés.

Su obra más famosa es un urinario, que parece recién arrancado del baño de al lado. Lo mandó a una exposición en Nueva York, en 1917, junto con el dinero de la inscripción, firmado con un seudónimo y titulado La fuente.

Se puede argüir que tal vez hubiera sido preferible que hubiera mandado un bidet, en vez de un urinario, ya que el símbolo hubiera sido más inclusivo, algo así como “dedicado a todos y todas”, con instrucciones para que se expusiera conectado al agua corriente y con la canilla abierta, con su chorro múltiple y sutil sobre la losa blanca y dejar que el mensaje fluyera en la imaginación del buen público.

Admito que si no fuera por la ansiedad de incluirlo en esta columna lo hubiera guardado para presentarlo al Premio Nacional de Artes Visuales, con buenas chances de obtener los 350 mil pesos, bajo el título Homenaje a Marcel Duchamp.

Tal vez baste con mandar esta columna, como declaración de buenas intenciones. De hecho, el último premio se lo dieron a una artista que bordó la banda presidencial tal como la había bordado la monja que siempre la borda, salvo que en miniatura. La autora, María Agustina Fernández Raggio, tomó clases con la artesana original y grabó un video de las clases. Le quedó igualita, o sea: igual y más chica.

Pero da lo mismo si la bordó ella o la volvió a bordar la monja. Lo que importa es la idea. Los jurados se dieron cuenta enseguida. Dijeron: “Che, qué buena idea”, y se pusieron a cantar el himno (o el Ave María, las versiones difieren).

Reconozco que es fácil reírse de estas cosas. Sé que sus autores, Duchamp incluido, debieron pasar una serie de pruebas durísimas antes de encontrar la luz. Largas jornadas intentando copiar la manzana y la jarra, sacándole punta al lápiz; kilómetros de telas enchastradas de aceite de colores; aventuras interminables interrogando materias indóciles como el vidrio y el cartón, hasta que, abrumados por la frustración o el tedio, se liberaron y gritaron: ¡Eureka!

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