Estilo de vida > relaciones personales

La historia de dos parejas abiertas que terminaron cruzándose en una pequeña habitación

Un accidente de moto reúne a cuatro vidas que se habían mantenido separadas intencionalmente
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18 de enero de 2020 a las 05:00

Por Wayne Scott

“Quiero ver el cuerpo”, dijo Miles, mi hijo de 12 años.

Estábamos sentados en nuestra camioneta, afuera del hospital. Le volví a escribir a mi esposa: “Estamos esperando en el estacionamiento. ¿Vas a bajar? Tu comida se está enfriando”.

“¡Papá!”.

No se suponía que entráramos. Esto era un favor rápido: traerle algo de cenar a mi esposa para que ya no tuviera que comer en el hospital.

“Miles, no digas ‘el cuerpo’”, respondí. “Se dice ‘el cuerpo’ cuando la persona está muerta. Eric sigue siendo Eric. Solo tuvo un terrible accidente”. 

Volví a escribirle a mi esposa: “¿Amor? ¡Por favor!”.

“Entonces quiero ver a Eric”, dijo Miles. “¿Podemos entrar? Solo unos minutos”.

“Es algo privado”, le dije.

“Pero mi mamá está ahí”.

“Tu mamá y Eric tienen una relación especial”, le expliqué. “Él está en el CTI. Es un espacio reducido lleno de aparatos delicados. No podemos congestionar el cuarto”.

“Creo que solo mi mamá está ahí, y Eric”, dijo Miles. “Capaz que Shelley”.

Acá es cuando la cosa se pone interesante. Shelley es la esposa de Eric. Mi esposa (y madre de Miles) es la novia de Eric. Ambos tenemos matrimonios abiertos y respetamos la privacidad del otro, pero este accidente nos había llevado a una nueva realidad.

Miré fijamente mi teléfono, esperando a que aparecieran las burbujas grises de una respuesta pendiente. Una de las cualidades más encantadoras de mi esposa es su atención, en tiempo real, hacia las personas que ama. La imaginé al lado de la cama de Eric, tomando su mano, y hablándole aunque él no le respondiera. Solo habían pasado tres días desde que un camión chocó con su moto y lo mandó a volar; aterrizó con tanta fuerza que su casco se quebró.

Su teléfono probablemente estaba vibrando dentro de su bolso, aunque ella sabía que iríamos y que yo no quería entrar al hospital.

“Vamos”, dije, mientras tomaba la bolsa con la comida que había comprado en su puesto favorito y abría la puerta del auto.

“¡Excelente!”, exclamó Miles, como si fuéramos a entrar a una macabra atracción de feria.

Aunque no soy bueno en matemáticas, no pude evitar reflexionar sobre la cruel geometría del accidente: el conductor del largo camión giró en un ángulo muy amplio que inesperadamente se volvió más estrecho, y lo cegó de la presencia de Eric; la parte posterior del camión interrumpió la trayectoria de la moto mientras daba la vuelta en su respectivo carril.

Hubo dos puntos de impacto: la parte central del camión (su cabeza), luego el asfalto a 9 metros de allí (el lado izquierdo de su cuerpo). Una hipotenusa de vuelo. Costillas destrozadas. Lesión cerebral traumática. Una fractura abierta en su pierna izquierda. Un brazo izquierdo destruido. No quería verlo destrozado.

“¿Dónde queda la unidad de cuidados intensivos?”, le pregunté a la recepcionista. Seguimos los letreros por una tortuosa ruta mientras mi estómago se retorcía de temor. Hacer una visita en un momento tan vulnerable, con su supervivencia aún incierta, me parecía un error. Allí solo debía estar la familia, a la que yo no pertenecía, exactamente. No sabía cuál era mi relación con Eric.

Al igual que otras parejas que conozco con acuerdos abiertos, mi esposa y yo separamos las cosas. En general, mantenemos nuestras relaciones sentimentales lejos de la atención del otro, como una especie de amortiguador contra los celos y la inseguridad. Para la mayoría de las personas, lucimos como una familia convencional: un padre y una madre que se conocieron en la universidad, con tres hijos que nacieron con dos años de diferencia, y una linda casa de ladrillos de cuatro dormitorios.

Los amigos cercanos y la familia conocen mejor la historia, pero por lo general somos reservados. Soy muy cuidadoso con mis acciones porque la gente juzga, se incomoda, o evade. Esta situación –entrar al cuarto de hospital del amante de mi esposa– arriesgaba con exponer nuestra peculiaridad de una manera que me inquietaba.

“Ascensor seis, por acá”, dijo Miles. “Apurate, papá. La comida se va a enfriar”.

“Estoy seguro de que ya está fría, hijo”.

Mi esposa y yo tenemos lo que los psicólogos llaman un “matrimonio de orientación mixta”. Soy bisexual y siempre lo he sido. Cuando nos enamoramos, quisimos creer que podíamos funcionar como una pareja monógama y convencional. Nos casamos, compramos una casa, tuvimos hijos y lo intentamos, pero al final, nuestra relación no encajaba con ese guion en particular. Tras muchas conversaciones y terapia, e incluso algunos momentos donde casi nos separamos, llegamos a este arreglo creativo: Will & Grace con hijos, gatos y una hipoteca.

Cuando establecimos por primera vez este acuerdo platónico, una vida compartida con permiso para salir con otras personas, Miles tenía 5 años. A diferencia de sus dos hermanos mayores, no entendió el concepto del matrimonio abierto, a pesar de nuestros intentos para explicarlo de una manera que –esperábamos– tuviera sentido, sin abrumarlo.

No importó. Miles siempre supo que sus padres viven bajo el mismo techo, y ambos son el alma gemela del otro. Como el hijo menor, Miles siempre estuvo más cómodo con nuestro arreglo poco convencional porque nunca conoció algo distinto. No supo de la disonancia que mi esposa y yo sufrimos por mucho tiempo, al habernos casado según el modelo tradicional antes de crear este nuevo.

“Es acá, papá”, dijo Miles. “Centro de traumatología. Nivel 1”. No estaba seguro si podíamos estar allí, al no ser familiares. “Estamos acá para ver a Eric”, le dije a una enfermera.

“Le traje la cena a su amiga. ¿Podemos entrar un minuto?”.
“¿Ella es la novia?”, preguntó la enfermera. La esposa de Eric había confirmado con el hospital que la novia de su esposo alternaría con ella las vigilias.
“Así es”.
“Pase”.

Mi esposa estaba sentada en una silla verde al lado de una cama. Su cabello estaba desarreglado debido a una noche de sueño incómodo, su rostro denotaba hambre y preocupación. Había estado allí todo el día. Extrañaba a sus hijos, su jardín y sus rutinas caseras. No fui capaz de ver el bulto sin forma que estaba a su lado. “Acá está tu comida”, le dije.

Cuando se levantó, le di un beso cotidiano antes de darle un abrazo. Ella me abrazó más tiempo que el de costumbre, antes de empezar a llorar silenciosamente. “Gracias por venir”, susurró.

“¿Por qué no está despierto Eric?”, dijo Miles. “Quiero saber cómo fue el accidente”. Mi esposa suspiró. “Eric tiene que permanecer un rato en coma. No podría tolerar el dolor de tantos huesos rotos”.

Luego de que mi esposa estuvo saliendo con Eric durante seis meses, decidí ir a tomarme un café con él. Era una cortesía conyugal: no pensaba que fuéramos a ser amigos, pero parecía correcto no ser unos extraños. Atlético y bien arreglado, con cabello marrón canoso que ya empezaba a escasear en la parte superior, Eric tenía mi misma edad. Tenía un hijo. Ambos trabajábamos en servicios de salud: yo como psicoterapeuta, él como audiólogo.

Conversamos sobre los desafíos de tener un consultorio. Él ofreció conectarme con la mujer que se encargaba de sus finanzas. Sabía que nos gustaba la misma música y poesía porque mi esposa lo acompañaba a conciertos y recitales a los que me hubiera gustado ir. A veces parecía como si ella simplemente hubiera encontrado una versión más heterosexual de mí.

“Y solo para que lo sepas –me dijo Eric mientras nos despedíamos– respeto tu matrimonio. No quiero que ella me vea como una amenaza”.

Sus palabras me sorprendieron y me tranquilizaron, aunque se suponía que eso era lo que tenía que decir. Él y su esposa habían estado en un matrimonio abierto durante más tiempo que nosotros. Él conocía bien el mapa de este terreno extraño. Sentí que era una persona honorable y con integridad, y que habíamos tenido suerte de que mi esposa lo hubiera conocido.

Aún evitando mirar a la cama de Eric, me paré junto a la ventana. La voz de Miles tenía una nueva solemnidad, como si esto ahora fuera algo más que una simple historia interesante que quería escuchar. “Papá”, dijo. “Esto nunca debió haber pasado”. “Tenés razón, hijo”, le respondí. A veces la inocencia de un niño es el protocolo más sensato en una situación incierta. “Papá”, dijo Miles. “Tenés que mirar”.

Dirigí mi mirada a Eric, aunque me sentí avergonzado de hacerlo, como si mirarlo mientras estaba en coma fuera una violación de algo delicado. Como si los compartimientos de nuestras vidas, nuestro día a día, todavía aplicaran en esta habitación esterilizada que no le pertenecía a nadie. Un coro de máquinas rodeaba su cuerpo, emitiendo pitidos y luces parpadeantes amarillas, verdes y azules.

El rostro de Eric estaba hinchado e irreconocible: morado, rojo, inflamado, descuidado. Vendajes de gasa cubrían su cabeza y cuello. Su brazo y pierna izquierda estaban enyesados. Parecía como si cada pedazo de él hubiese sido vendado, engrapado y presionado de vuelta en su lugar. Si la geometría cruel que había traído a Eric hasta acá, fracturado y en coma, había sucedido porque un conductor no pudo verlo, ahora necesitábamos darle toda nuestra atención de forma generosa e inquebrantable.

Meses después, Eric superó todo esto, a nivel ambulatorio. Se recuperó, aunque quedó alterado. Pero aquella noche, cuando lo vi, sentí un revoloteo en mis entrañas, una conmoción de conciencia mortal, como si mirarlo fuera la única cosa que lo anclara a este mundo.

*Wayne Scott es un escritor y psicoterapeuta que vive en Portland, Oregon.

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