Manuel Ruiz-Adame Reina - The Conversation
Aunque las demencias han existido a lo largo de la historia, con el envejecimiento de la población han ganado peso pues el principal factor de riesgo para padecerlas es la edad avanzada. Su tratamiento y atención son un grave problema de salud pública que implica, además, una serie de gastos que no siempre quedan reflejados en los presupuestos sanitarios y sociales.
Puede acompañarse de la percepción (visión, audición, o por cualquier otro sentido) de objetos que realmente no están presentes (alucinaciones), o bien de alteraciones del pensamiento que les lleven a malinterpretar situaciones y/o percepciones (delirios).
Además, la persona que sufre una demencia sufre alteraciones en su comportamiento que pueden ser disruptivas y molestas para su entorno. Este cuadro se suele acompañar de alteraciones del estado de ánimo (ansiedad, depresión, estrés).
Aparecen sobre todo a partir de los 65 años y el riesgo de sufrirlas va creciendo en edades más avanzadas, aunque también puede darse en edades tempranas. En ese caso el componente genético tiene más peso y su evolución tiende a ser más rápida. Son más frecuentes en personas con determinados rasgos genéticos (síndrome de Down, antecedentes familiares reiterados) y entre quienes han acumulado otros factores de riesgo (tabaquismo, alcoholismo, consumo de tóxicos, traumatismos craneales, bajo nivel formativo).
Las demencias son, en su mayoría, irreversibles y su tratamiento es de tipo paliativo. El costo de su atención a nivel sanitario se concentra en las fases de diagnóstico y en los estadios de leve a moderado. Es entonces cuando se hacen las pruebas para determinar el tipo de demencia, se frecuentan más los servicios de neurología y los tratamientos farmacológicos muestran más efectividad.
En fases más avanzadas los pacientes suelen pasar a ser atendidos desde la atención primaria y los costos recaen en mayor medida en el ámbito social por la intensa necesidad de cuidados (asistencia domiciliaria, centros de día, ayudas y adaptaciones en el hogar, centros geriátricos).
La mayor parte de los costos de las demencias no están en los desembolsos que realiza la administración pública vía servicios sanitarios y sociales de apoyo, sino en los costos asumidos por las familias.
Los costos sociales directos son los desembolsos económicos realizados para la contratación de servicios, la compra de materiales (camas articuladas, colchones antiescaras, grúas geriátricas) y la adaptación de los domicilios. Pero de manera muy destacada están también los costos sociales indirectos, que por su naturaleza (no conllevan un gasto o desembolso de dinero) resultan invisibles, pero existen. A veces también se les llaman costos fantasma.
¿Qué entra en este concepto? Fundamentalmente los llamados costos de oportunidad y los costos de sustitución. Los primeros hacen referencia a las potenciales reducciones de ingresos que causa a la persona cuidadora la dedicación al cuidado (pérdidas de productividad). Por ejemplo:
En el caso de los costos de sustitución se valora lo que cuesta el tiempo dedicado por un familiar, pero sustituido por una persona profesional. Puede intuirse fácilmente que por la dedicación intensiva son muy elevados.
Estos costos son particularmente altos cuando la persona con demencia es joven, ya que hay que sumarle las pérdidas de productividad por su abandono temprano del trabajo. Esta circunstancia de edad implica, además, haber cotizado menos tiempo que en las demencias en edad avanzada. Y también está la dificultad añadida de que, para acceder a determinados servicios sociales, se suele exigir una edad mínima que en estos casos no se cumple.
Que una persona desarrolle un cuadro neurodegenerativo tan complejo y prolongado que le lleve a ser dependiente implica la aparición de otra figura relevante en este proceso: la persona cuidadora principal. Se trata de la persona que va a brindar apoyo en las fases más leves, acompañamiento en las fases moderadas y finalmente una implicación física intensiva en las fases severas.
La persona cuidadora suele tener un perfil mayoritariamente femenino singular. Básicamente esta función la asume una mujer (y solo una de la familia) habitualmente una hija o la esposa. Esto implica un costo adicional ya que estas personas están hipotecando su desarrollo potencial y opciones de generación de ingresos, lo cual puede ser irreversible conforme esta función se realiza por más tiempo y la edad de la cuidadora se incrementa.
¿Será este perfil sostenible a lo largo del tiempo? No lo parece. El nivel formativo de las mujeres más jóvenes es más alto que el de las cuidadoras actuales, la relación de convivencia es menos frecuente y la participación en el mercado laboral es más alta.
Será necesario considerar un cambio de modelo de atención a las personas con demencias por uno que sea capaz de cubrir su atención, aunque, muy probablemente, conllevará un incremento de los costos directos para los sistemas públicos.
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