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Maudie, una historia de amor imposible de olvidar

La vida de una pintora en la que nadie confió y una historia de amor alejada del romance clásico
Tiempo de lectura: -'
22 de agosto de 2020 a las 05:02

*Atención, esta nota contiene spoilers de la película.

 

La de Maudie y Everett es una historia de amor. Ni más ni menos. Una historia de amor atravesada por dolores viejos, enquistados, de esos de los que ni siquiera se habla. Incluso a veces ni siquiera se piensa. 

La de Maudie y Everett es una historia real. Pero no solo porque realmente sucedió, sino porque tiene todo lo real que puede tener cualquier historia de amor alejada de idealizaciones, de amor romántico y hombres fuertes salvadores de mujeres débiles. Es amor puro y duro. 

Pero esta historia surge de un deseo más fuerte que cualquier otra cosa, nacido de una vida de desprecio. La necesidad de Maudie (Sally Hawkins) de autovalerse y separarse de una familia que la humilló y condenó a la dependencia por exclusiva causa de una discapacidad física, que no la disminuía pero sí generaba burlas y comentarios alejados de toda sensibilidad.

La vida de Everett (Ethan Hawke), en tanto, dista de tener cercanía alguna con el amor y el cuidado de cualquier tipo. Analfabeto, hosco, huraño. Todas características propias de un hombre excesivamente solo. Siempre solo. Con tanto trabajo, reparar en su propia existencia resulta una tarea inviable.

Hasta que los dos caminos un día, por arte de la casualidad, se cruzan. Y de la voluntad de hierro de Maudie, que es eje fundamental de la trama.

Con esta antesala puede sonar algo desalentador destinar dos horas a conocer la biografía de Maud Lewis, una pintora canadiense autodidacta de los años 30. Pero de verdad vale la pena cada minuto. 

Para ahondar en el relato de la historia, que puede verse en Netflix, es necesario dar algunos detalles. Si tiene pensado verla, es recomendable abandonar la lectura en este momento. Después no hay lugar a quejas.

Después de los perros

“Necesito una limpiadora”, grita Everett después de golpear la mesa del pequeño almacén y exigir a través de gestos bruscos que el encargado escriba sus deseos en un papel. Él no puede hacerlo solo. No sabe. De espaldas y con el corazón agitado, una encorvada Maudie escucha, se desliza y roba el papel de la cartelera que segundos antes el hombre había clavado en busca de quien se hiciera cargo de su hogar.

La valija se arma rápido ante la reprobatoria mirada de su tía, quien le asegura que su discapacidad no le permitirá hacer nada sola y que, como si eso fuera poco, todo el mundo hablará de su vida desordenada. Con un rencor anclado en el pecho hacia esa mujer, Maudie se va sin despedirse. Ya fue demasiado dolor.

Los kilómetros que atraviesa sobre sus piernas desiguales, escuálidas y quebradizas no logran rasgar la cáscara dura que cubre a Everett. Su presencia mínima ante el hombre rudo, enorme y sin sonrisa parece aún más lábil hasta que saca a relucir todo su poder.

Ella va a quedarse con ese trabajo, va a hacer de esa pocilga un hogar, va a pintar sus paredes, va a amar a sus perros. Esos que en escala de importancia para Everett están, durante algún tiempo, antes que ella.

La pintora

En los primeros tiempos en casa de Everett, Maudie debe soportar sus malos tratos y sus modos mucho más que groseros. Una piña en la cara por un comentario que él consideró fuera de lugar es el límite. Sin embargo, después de irse sola en medio de la noche Maudie vuelve con una estrategia clara.

Ese va a ser su hogar. Sola mata una gallina y cocina un guiso ante la mirada atónita de quien también, como otros, pensó que no sería capaz. Esa es, quizá, la primera vez que él la ve fuera del envase frágil y tullido.

Un día, Maudie se encuentra con sus viejas pinturas. El olor al abrir la tapa le genera la necesidad inmediata de pasar el dedo colorido por la pared. Un tulipán, dos, tres tulipanes. Un pájaro. Un estante.

La casa se transforma, lentamente, al ritmo en el que se transmorma el vínculo de esa pareja que funciona como tal pero no sabe que lo es.

Más tulipanes, una cama compartida que un día borra el límite solo impuesto por la quietud de los cuerpos y una confesión que ilustra un pasado horroroso.

Maudie es madre. Su hija murió al nacer, le cuenta a Everett. Era deforme, le dice.

En la casa ya no hay lugar en las paredes para más dibujos y unas viejas tablas fungen de lienzos, como lo hacen los vidrios de la ventana. La llegada de una mujer adinerada que reclama unos pescados que Everett le debe genera un cambio definitivo en la vida de la, ahora sí, pareja.

La mujer ve en las pinturas el valor de Maudie. Por seis dólares bien negociados por la pintora se lleva una y le encarga más. Seguramente el momento de la negociación en la que Maudie gana un dólar a la oferta inicial es la segunda vez en que Everett la ve. Fuerte, firme y hermosa. Como es Maudie.

Esa primera compra se transforma en el inicio de una venta interminable de obras. Horas y horas de pintura sin parar, curiosos y turistas que llenan la solitaria calle de tierra de autos importados en busca de las pinturas de moda. También trae la reaparición de un hermano más malo que los bandidos, que así como llega es delicadamente despedido por Maudie, que hace rato ya no lo quiere en su vida.

Y, como corolario, trae una confesión de aquella mujer que le dijo que no podría hacer nada sola. Antes de morir elige decir la verdad más cruda. Su hija no murió. Simplemente su familia pensó que ella no podría cuidarla y la vendió. Así de simple. Así de terrorífico. Y Maudie no descansará hasta encontrarla y verla de lejos. No va a meterse en su vida. Con saber que está bien le alcanza.

Los largos años de un cigarrillo tras otro hicieron mella en el pequeñísimo cuerpo de la pintora, cuyo deterioro es visible durante el avance de la película.

“¿Cómo se me ocurrió que no eras perfecta?”, pregunta Everett en la cama en la que, segundos después, Maudie morirá. Lo dice con el dolor clavado en los rasgos pero no puede llorar. Quizá no sabe cómo.

“Ven aquí. Fui amada”, dice Maudie en un hilo de voz. 

“Fui amada”. 

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