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Nunca sabremos cuándo Maradona dejó de ser Maradona

Tomó miles de malas decisiones que lo llevaron hasta su muerte. Pero en su recta final, casi nunca las tomó él. Al menos, ahora ya no tendrá buitres revoloteándole alrededor
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26 de noviembre de 2020 a las 05:02

Seguramente la vida de Diego Armando Maradona, fallecido este miércoles 25 a los 60 años, haya sido uno de los mayores reality shows de la historia mundial. Cuesta encontrar alguien de quien todos los detalles de su vida, desde los más poéticos hasta los más escabrosos, sean públicos. 

Ni siquiera la realeza europea, a quienes conocemos desde que nacen. No, de ellos conocemos lo que ellos quieren: se guardan en sus castillos y su vida es un promedio entre sus lavados partes de prensa y apariciones públicas, y las versiones que los medios arriesgan sobre sus escándalos personales. También hay muchos famosos de poca monta que quisieran que se supieran todos sus detalles personales. Pero no interesan, no valen la pena. Y si interesan por un tiempo, su luz termina apagándose pronto.

Pero en Maradona se mezcló todo. Su talento sin igual, su gloria, su capacidad de hacer lo imposible con la pelota, sus excesos dionisíacos, sus vergüenzas, sus humillaciones. Su esplendor y su lento tropezar, que se extendió por más de 30 años, desde el momento en que la vida le demostró que era humano, y aunque fuera la persona con mayor talento de la historia para jugar al fútbol, no era más poderoso que la naturaleza, lo que terminó apagando no solo su carrera, sino su vida, de la que perdió el control. 

¿Acaso hay algo de la vida de Maradona que no conozcamos?  No es su casa de Villa Fiorito, el barrio extremadamente pobre en el que nació. Tampoco el esfuerzo de sus padres, Doña Tota y Don Diego, para parar la olla y que el más talentoso de Maradona jugara a la pelota. Su primera aparición en los medios, con 12 años, cuando decía que su sueño era jugar el Mundial y ganar el torneo de la octava división con Argentinos Juniors.

A partir de allí, todo lo de Maradona fue público. Su debut en primera con 15 años, la presión pública para llevarlo al Mundial de Argentina 1978 con 17 y su llanto por no poder estar, su pase millonario a Boca en 1980, su fracaso con Argentina en España 1982, el salto a Barcelona en 1984. La gloria máxima en México 1986. El gol a los ingleses, la mano de dios, el abrazo a la copa tras la final ante Alemania.Tres recuerdos en los que no hay que agregar más para que el planeta entero sepa de quien hablamos, lo cual es decir mucho. “Barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste?” sintetizó Víctor Hugo Morales, resumiendo bien a alguien que nunca pareció del todo de este mundo.

Pero a su vez, es difícil ubicar el punto exacto donde Maradona dejó de ser Maradona. Muy temprano pasó a ser Dios, o un mito, dependiendo de qué tanto se lo quisiera. Fue entre la gloria argentina de 1986 y la napolitana de 1987-1990. Lo elevaron a las alturas, porque construyó un relato tan seductor como cierto: el joven que se hace de abajo y a pura fuerza  de su talento y garra logra lo imposible, ganándole a los poderosos, sea la Alemania de Rummenigge con Argentina o los grandes de Europa con Napoli, representando al pobre y olvidado sur, el de Italia o el de América. Fue ahí que se convirtió en un símbolo político hasta para la mafia napolitana, que lo ayudó a escapar de varios controles antidoping. Lo triste fue que no se drogaba para sacar ventaja deportiva: la sacaba a pesar del hándicap que daba consumiendo cocaína. 

No fue solo la droga: a ella la había conocido antes de todo eso, en 1984. Pero fue en la etapa napolitana cuando se creyó que estaba por encima del bien y del mal. Llegó al Mundial de Italia 1990 siendo un dios rebelde, cargando al hombro con una selección argentina sin talento y con un tobillo deshecho por patadas. Arrastrando de manera imposible a sus compañeros a la final y quedándose sin hazaña por un penal polémico en el minuto 84’.

Y a partir de ahí ya no fue Dios. El mundo se encargó de mostrarle que era mortal.

Llegó la primera suspensión mientras jugaba por Napoli, en 1991, lo que él siempre aseguró que fue una vendetta de la mafia por su intención de abandonar el club. Luego un paso sin pena ni gloria por Sevilla, el regreso a Argentina para jugar en Newell’s, flaquísimo y con el tramposo olímpico Ben Johnson como personal trainer. El regreso a la selección, la ilusión del Mundial de Estados Unidos. No era el mismo jugador perfecto de 1986, pero tenía cómo volver a hacerlo. Hasta que llegó la salida ante la cancha ante Nigeria, de la mano de la enfermera rubia. La efedrina. El “me cortaron las piernas”. Y la caída definitiva.

Maradona nunca volvió a ser Maradona. Llegó una etapa eufórica, tras la suspensión: casi un año con Boca, entre 1995 y 1996, hasta que otro doping definitivamente terminó con su carrera.

Ya ahí Maradona había dejado de ser el mito, para transformarse en una caricatura. Que mientras descendía a los subsuelos más tristes, generaba  más morbo de la prensa, y más aplauso de una pléyade de fanáticos que le agradecían todo y no le cuestionaban nada. 

Ya había tenido sus tinieblas personales, claro, y no solo por los dopings: el escándalo de 1991, cuando una redada policial lo detuvo en un apartamento de Buenos Aires, y trascendió que lo encontraron desnudo consumiendo cocaína arriba de una cama; también la de enero de 1994, cuando ahuyentó a periodistas de su casa disparando con un rifle de aire comprimido.

Pero tras el retiro la caída fue sin pausa, y con apenas pequeños raptos de lucidez. Su sobredosis en Punta del Este, de la que zafó gracias a un médico de Maldonado recién recibido. Su ida a Cuba a curarse de las drogas, de donde volvió peor. Su baipás gástrico que lo hizo bajar 40 kilos y ser showman de televisión, otra vez con una euforia que indicaba que algo no iba bien.

Con cada nueva recaída, la persona Maradona iba desapareciendo a manos de la caricatura. Su agudeza mental de las mejores épocas (solo alguien muy inteligente podría haber logrado lo de él en una cancha) iba desapareciendo, y apenas guardaría algunos capítulos cuando dirigió a la selección argentina en 2009-2010. De genio táctico nada, de motivador mucho, para esa etapa recordada por los “Que la sigan chupando”, “la tenés adentro” y el 4-0 de Alemania.

Y después, la caída final. Peleado con su ex mujer (y con las dos siguientes, que lo acusaron de violencia doméstica). Alejado de sus hijas. Con hijos nuevos, solo algunos reconocidos. Yéndose a Dubai a ganar petrodólares, mientras abogados de dudosa ética lo hacían vender cigarros y hasta fideos (¡los fideos de Doña Tota!) para sumar una plata que probablemente él pocas veces llegaba a ver.

Sus cercanos dicen que en esa última etapa dejó las drogas, pero la sustituyó con alcohol, ansiolíticos, antidepresivos, pastillas para dormir. Era una caricatura macabra, que apenas podía balbucear palabra, no coordinaba razonamientos y estuvo a punto de morir varias veces, incluso una en Rusia mientras todo el planeta lo veía durante un partido de Argentina en el Mundial 2018. 

Pero la máquina a su alrededor no podía detenerse. Y casi todos lo trataban como el genio de antaño, en una especie de patética mentira piadosa en la que simulaban que era el entrenador de Gimnasia de La Plata, cuando en realidad casi no podía mantenerse en pie. Su última aparición pública, el 30 de octubre, fue un buen símbolo de ese patetismo: lo llevaron del brazo a sentarse en una silla para recibir un homenaje por sus 60 años durante un partido de Gimnasia ante Patronato. Pero el beneficio era para todos menos para él, que se tuvo que ir antes de empezar el partido porque no se sentía bien. Tres días después lo operaron de un hematoma en la cabeza. 15 días después, murió de un infarto.

Nunca sabremos cuándo Maradona dejó de ser Maradona. Desde muy pequeño tuvo que administrar una fama más grande que lo que cualquier ser humano hubiese podido enfrentar, y fracasó estrepitosamente, por el injusto premio de tener un talento sin igual en el deporte más popular del mundo. Tomó miles de malas decisiones que lo llevaron hasta allí. Pero en su recta final, casi nunca las tomó él.

Al menos, ahora ya no tendrá buitres revoloteándole alrededor.

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