Esta es una de esas notas que uno no desearía escribir, pues a nadie con cierta nobleza de espíritu le gusta que al otro le vaya mal en el trabajo y que este penda de un hilo. Cuando Leonardo Ramos fue contratado por Peñarol pensé, seguramente como el 90 por ciento de los
hinchas del club, que era un profesional de primer nivel que podría cambiar una herencia de fracasos recientes, creo yo producto de una suma de diferentes factores adversos.
Ramos llegó como una especie de salvador, sin embargo, la falta de resultados positivos ha demostrado que, más allá de su porcentaje de triunfos (casi el 60 por ciento), el cual podría considerarse muy bueno para un club chico pero exiguo para Peñarol, su labor puede considerarse un fracaso, y no es uno menor.
La debacle histórica del sábado pasado es la frutilla en la torta de una caída en picada confirmada por anticipado tras la eliminación en primera ronda de la
Copa Libertadores (salió último en el grupo). Ahí mismo Ramos podría haber sido cesado, pero la directiva, en un acto de fe y paciencia, permitió que siguiera al frente del plantel, tal vez fundamentada la decisión por la lógica intrínseca, muy respetable, de que no son buenos los cambios a mitad de año y que traer a un nuevo técnico no garantizaría triunfos grandes inmediatos.
Por lo tanto, Ramos entró al torneo Intermedio con la meta excluyente de salir campeón. Esa meta no la ha cumplido, aunque ese, a decir verdad, no es el problema mayor, sino el hecho de que Peñarol en partidos importantes no juega a nada o bien se desinfla a las primeras de cambio (los partidos contra Palmeiras son una prueba al respecto).
Lo del otro día contra Defensor fue vergonzoso en lo futbolístico. ¿Cómo, contra un equipo en inferioridad numérica, se puede entrar a disputar el segundo tiempo con tanto nerviosismo, sin ningún plan ni variaciones tácticas inteligentes, y se dependa casi en exclusivo de los pelotazos, de los centros a la olla, como si fuera un partido de la C amateur?
Si la mano del entrenador no se vio en ese momento, ¿entonces cuándo? Al final,
claro está, tal como pasa siempre, no es culpa de uno solo, aunque el capitán del Titanic haya tenido que ver directamente con el hundimiento.