Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

There and back again y ¿Hacia una monotopía?

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29 de septiembre de 2019 a las 05:00

Querida Magdalena

There and back again

Un libro de viajes es hoy una antigualla 100% dépassée. Todo el mundo ha estado ya (o estará pronto) en todas partes. A nadie le interesa leer sobre el viaje del otro.

Cuando Tolkien veía las tropas norteamericanas paseando por Picadilly Circus durante la Segunda Guerra Mundial, cada cual con su Coca-Cola y su paquete de Camel, tuvo este pensamiento profético: que en poco tiempo el mundo sería todo así, lleno de lo mismo en todas partes –globalizado, diríamos ahora. Que el viaje, como concepto y como relato, sería una imposibilidad metafísica. En esa (con el perdón de Moro) Monotopía –lugar único, pero quizás lleno de Coca-Cola y cigarrillos Camel–, podríamos desplazarnos, pero sería improbable que pudiéramos viajar : sentir que hemos cruzado el río y que estamos en tierra extranjera. ¿Qué podía ser peor para el creador de Bilbo y de Frodo y de Trancos, esos viajeros esenciales?

Precisamente El Hobbit, su novela más encantadora, tiene como subtítulo las palabras que encabezan mi carta de hoy, y que he pedido a María que no traduzca, para no perder nada de su profunda expresividad original. Pues en apenas cinco sílabas –acentuadas en 1, 3 y 5, como en las rimas más populares- contiene una de las grandes verdades que pueden decirse sobre los viajes, especialmente de los viajes más largos: que el paso más importante es el último: el que, al cabo al cabo, nos regresa a casa.

Los viajes son una gran metáfora de la vida, con la condición de que nos lleven de regreso al único lugar en el que podemos reconocernos. Aquel lugar mismo en el que -en palabras de Borges- alcanzamos

lo más alto,

lo que tal vez nos dará el Cielo:

no admiraciones y victorias

sino sencillamente ser admitidos

como parte de una realidad innegable,

como las piedras y los árboles”.

El fin -que como dice Aristóteles, es la causa de las causas- nos pone en movimiento. Pero ese movimiento debe llevarnos a la luz amarilla de nuestra casa: a la verdad de lo que somos, o de lo que tenemos que llegar a ser. El mismo Tolkien, que hacía viajar a sus personajes hasta el agotamiento, termina El Señor de los Anillos, con el regreso del excelente Sam Sagaz: “Y llegó, y adentro ardía una luz amarilla

En Sintonía de amor, la película más descaradamente sentimental jamás filmada, el joven viudo Sam Baldwin, evoca a su (difunta) mujer: “Lo supe la primera vez que la toqué El sólo hecho de agarrarle la mano fue como regresar a casa.” La verdad profunda que se oculta bajo la superficial capa emotiva es que el amor devuelve a su hogar al que estaba perdido. Algo parecido nos dice Chesterton en Ortodoxia: “A menudo fantaseo con la idea de escribir una novela sobre un navegante inglés que se equivoca ligeramente al calcular su rumbo y regresa a Inglaterra pensando que está descubriendo una nueva isla de los Mares del Sur Este hombre viviría todos los terrores fascinantes de ir al extranjero, pero con la seguridad de volver a casa de nuevo”.

Pero viajar, en sentido metafísico, que es el sentido que estamos intentando aquí, no es transportarse. El viaje de la vida no necesariamente suma millas. Pascal dijo que todos los males del hombre se deben a que es incapaz de permanecer tranquilo en una habitación. Kant no salió (casi) de Königsberg. Tolkien sólo conoció el continente como soldado de la Gran Guerra. Jesucristo no salió de la tierra de Israel salvo para escapar de Herodes el Grande.

Claudio Magris, el gran germanista nacido en Trieste (idéntico, como dos gotas de agua, al famoso carnicero Dario Ceccini, según he sido informado por la inestimable señorita Tantamount, estudiante de inglés antiguo en Merton College) afirma en su interesante diario de viaje por el Danubio: “El camino es largo y una vida no basta para la odisea entre la habitación del niño y la habitación que contempla occidente, en cuyos cristales se incendia el horizonte”.

Quizás lo más interesante de todo este asunto sería descubrir que hay una casa. Que no estamos perdidos, remando sin rumbo entre las aguas de un arbitrario río. Que hay una hospitalidad que nos acoge.

Parecen cosas distintas, en distintos momentos, pero al final, si juntamos los puntos, se entiende que -como decía Parménides- todo es uno. Y que ese uno es nuestro.

¿Hacia una monotopía?

Estimado Leslie:

Acabo de descubrir que, además de bibliotecario, es usted un ingenioso neologista. Hace tiempo que vengo reflexionando acerca del fenómeno de la globalización, pero hasta ahora nunca me había encontrado con la expresión “Monotopía” que, luego de una infructuosa pesquisa terminológica, presumí que es Made in Oxford

Como buen padre del psicoanálisis, Freud señaló que “las palabras son ensalmos” con el objetivo de enfatizar su poder para curar la psyché humana. Por mi parte, no puedo coincidir más con dicha afirmación –de hecho, soy una ferviente exploradora de vocablos, a los que me apasiona auscultar con el objetivo de descubrir esos atributos mágicos que les confirió Freud-. 

Por lo general, y salvo algunas excepciones como en el ejercicio del arte de la poética, hacemos uso de la palabra en forma mecánica, por así decirlo. Poseemos un repertorio léxico más o menos amplio (dependiendo, fundamentalmente, de cuán lectores seamos) del cual nos servimos para pensar y dar sentido al mundo en que vivimos.  Las palabras nos sirven también para comunicarnos con otros, pero pocas veces nos detenemos a pensar si hemos elegido la más conveniente o apropiada. “Los que poseen espíritu de discernimiento saben cuánta diferencia puede mediar entre dos palabras parecidas”, escribió Pascal, en sintonía con Aldous Huxley quien enseñaba a sus discípulos escritores a seleccionar las palabras adecuadas ya que éstas son como rayos X, decía; traspasan la superficie para introducirse en el fuero más interno, donde se gestan los afectos que nos conectan con el mundo. Sin embargo, el común denominador de los mortales, apurados e incautos, damos a las palabras por sentado.

Le confieso que hallé su neologismo bien pertinente. En la primera lectura lo asocié inconscientemente con “monotonía” que, a mi criterio, representa “como anillo al dedo” a la homogeneidad, tan forzada como tediosa, a la que nos podría condenar esta creciente apuesta a la globalización. En este sentido, mantuvo una perfecta adherencia a la máxima de Christopher McCandless (el joven aventurero que marchó a Alaska a encontrarse a sí mismo) quien subrayó la importancia de “llamar a cada cosa por su verdadero nombre”.  A decir verdad, la moraleja es de Boris Pasternak -a quien McCandless leía ávidamente- pero como las ideas no son sólo del autor, sino también de quienes saben reconocerlas y rescatarlas de la obra para darles vida, pienso que McCandless se hizo acreedor de un bien merecido reconocimiento.

Como le decía al comienzo, desde hace tiempo que vengo rumiando en torno la creciente tendencia a bregar por un mundo cada vez más y más globalizado, y la idea no me termina de cerrar… (¡Nada más pensar en un mundo donde todos toman Coca-Cola ya me pone los pelos de punta!)

Cuando se trata del ser humano, es muy arriesgado –por no decir desatinado- hablar de todos o ningún. Salvo el hecho de que somos todos mortales, no se me ocurre casi ningún otro atributo que sea invariablemente definitorio de la especie humana como tal.  Esta naturaleza impredecible, rebelde a todo afán de generalización, es lo que hace del género humano “un mar profundamente curioso, inquietamente fluido y tormentosamente inflamado”, en la bellísima expresión de San Agustín.

Coincido con usted en que debe haber una “casa” en donde reina una hospitalidad que a todos nos acoge. Y quizás sea ésta la que buscan proyectar los arquitectos de la globalización, diseñadores y constructores de esa “Monotopía” donde todos somos uno, identificados en los modos, valores y creencias a través de los cuales transitamos el camino hacia nuestro destino.

Pero no, Leslie. Yo soy, sin duda, más fiel discípula de Heráclito que de Parménides: debe haber una casa, sí –un Ser en el cual todos somos igualmente bienvenidos– pero ella nos abre sus puertas sólo cuando pudimos salvar y celebrar nuestra inquietante fluidez, esa que hace a la diversidad a través de la cual nos encontramos y reconocemos como “iguales”.

En mi escritorio tengo enmarcada una frase del poeta romano Publio Terencio : “Hombre soy; nada humano me es ajeno”.  Siempre pienso que Terencio tuvo que encontrarse con muchos hombres diferentes a él para poder descubrir en sí mismo, en su centro, ese lugar (topos) en donde todos los seres humanos podemos, finalmente, sentirnos acogidos.

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