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5 de octubre 2019 - 5:04hs

Nunca se exagera tanto como durante una campaña electoral o después de un día de pesca. Pero por suerte la primavera suaviza las líneas del invierno.

Cada cual aprendió su libreto y lo siguió con cierta rigidez. Luis Lacalle Pou, quien lució un poco más aplomado, trató de explotar el desgaste del gobierno y sus fracasos en algunas tareas; Daniel Martínez reivindicó el presente blandiendo una horrible foto del pasado.

El miedo a perder quitó naturalidad a los debatientes del martes 1º: demasiados presentadores y asesores, demasiadas tácticas minúsculas, casi nada de intercambio franco.

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Pero siempre es mejor que haya debates a que no los haya; mejor pecar por abundancia que por escasez.

El problema no fue tanto el debate sino las expectativas. Casi la mitad de los uruguayos lo vieron o lo escucharon. Entonces la realidad pudo producir un anticlímax o cierta desilusión.

Al fin, el debate no tuvo mayores novedades para quienes han seguido la campaña electoral con cierta atención. En realidad, cada candidato fue a confortar a sus electores y a pescar nuevos votos en ciertos nichos: ese pequeño porcentaje indeciso o independiente que definirá el gran pleito. Si tuvieron éxito o no es discutible.

Dos de cada tres uruguayos tienen una clara filiación partidaria que difícilmente abandonen, salvo muy lentamente. Es un rasgo nacional, cuando en el mundo democrático los partidos tienden más a fluir y a fraccionarse que a permanecer.

Las grandes colectividades políticas uruguayas son particularmente estables: muestran entre 48 y 183 años de antigüedad, lo que es muchísimo en términos internacionales, solo comparable a facciones como el Partido Conservador inglés o el Partido Demócrata estadounidense.

Fuera de las ideas y del sentido de pertenencia, una mirada de largo plazo parece indicar que los uruguayos solo cambian sus gobiernos por tres cuestiones fundamentales: el estado de la economía (y cómo se siente en el bolsillo familiar); la imagen de los candidatos; y el temor al caos o a cambios drásticos.

A esos factores habría que agregar las esperanzas de alcanzar algunos sueños, o los miedos de perder lo obtenido. De ahí que los candidatos, salvo Ernesto Talvi, se cuiden de asustar a los funcionarios públicos y a los jubilados y pensionistas, que son el 40% del electorado. Esa fue una de las columnas básicas que sostuvieron al Partido Colorado en el poder durante la mayor parte del siglo XX, y que el Frente Amplio corteja con método desde 2005.

Al menos la cuarta parte de los uruguayos depende de un negocio por cuenta propia, en general pequeño y más o menos informal, siempre en riesgo de fenecer. También están en disputa decenas de miles de cargos públicos y ciertas prebendas; sus detentadores están entre los más ruidosos propagandistas políticos en las redes sociales. (Los Bruno Faraone de todos los bandos, los trolls y los enfermos han convertido Facebook y Twitter en sitios sórdidos, de los que hay que escapar, al menos hasta fin de año, para no enfermarse, y para no arruinar algunas viejas amistades).

Ahora la economía uruguaya está estancada aunque no en caída. Hay grandes sombras, como el desempleo y el subempleo, la asfixia de muchas empresas, las malas perspectivas para el turismo receptivo y el inevitable ajuste fiscal y del sistema de jubilaciones. Pero también hay luces, como el vigor de la demanda china por las exportaciones agroindustriales, las obras del Ferrocarril Central y la nueva planta de UPM.

Evaluar la fortaleza de la imagen de cada líder es más complejo. Refiere a atributos de la personalidad y a percepciones subjetivas muy disímiles.

La auténtica novedad en estas elecciones, además de la debilidad relativa de la izquierda después de 15 años de gloria, es la galopante emersión del general Guido Manini Ríos.

La razón básica del éxito aparente de Manini es su promesa de “poner orden en el relajo”, “pese a quien le pese”, sin mayores especificaciones. Él sugiere más de lo que dice, como antaño hiciera Jorge Pacheco Areco, y golpea un flanco débil de la izquierda. Efectivamente, muchas personas creen que hay un gran “relajo” por falta de convicción para ejercer la autoridad, que va desde la delincuencia a los abusos militantes.

Manini es fuerte entre las clases bajas, en los barrios modestos del interior y en la periferia de Montevideo, donde capta votos que antes fueron de los tres partidos principales.

La reacción ante la inseguridad por el delito se asemeja, lejanamente, a la demanda de un líder con autoridad que se vivió en Uruguay entre fines de la década de 1960 y principios de la de 1970. Esa es una de las razones, por ejemplo, del gran respaldo que tiene la propuesta de reforma constitucional de Jorge Larrañaga, que introduciría una Guardia Nacional con funciones parapoliciales, la cadena perpetua revisable y otros cambios por el estilo. (Sin embargo Larrañaga está solo con su proyecto, no tiene aparato suficiente para sembrar el país de papeletas, y es probable que al fin fracase).

Habrá un nuevo debate entre Lacalle Pou y Martínez en noviembre, si ambos definen en un balotaje, como parece. Estas elecciones nacionales, muy parejas, se resolverán recién entonces.

Será un duelo entre dos coaliciones: una, la del Frente Amplio, que ha funcionado con razonable éxito, aunque ahora padezca muchos vetos internos, rebaños de charlatanes y un creciente conservadurismo; y la otra, una promesa opositora de devolver ciertas cosas a su eje sin explicar bien cómo.

Está por verse si Daniel Martínez, en caso de ganar, es un líder adecuado para una coalición fragmentada en mil listas y recovecos; si es un digno sucesor de cabezas tan conspicuas como Líber Seregni, Tabaré Vázquez o José Mujica, o si deriva hacia la mera administración de cuotas políticas.

Está por verse si Lacalle Pou convence de que puede liderar una coalición en torno a ciertos objetivos urgentes y complejos, dispuesta a enfrentar las previsibles guerrillas sindicales y los sabotajes de la burocracia. Resta ver si el líder del Partido Nacional puede administrar las vanidades e intereses de los socios, zurcir con paciencia y al fin marcar el camino, como un pequeño “Ike” Eisenhower ante el Día D.

Temas:

Luis Lacalle Pou Daniel Martínez Decisión 2019

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