Si José López, exviceministro de Obras Públicas de los gobiernos kirchneristas fuese uruguayo, estaría mucho más tranquilo de lo que está por ser argentino. En su país es juzgado por enriquecimiento ilícito ya que escondió bolsos con US$ 8 millones.
“Si yo en Uruguay hago como el amigo López en Argentina y tiro US$ 8 millones para adentro de un convento, no voy preso, porque me tienen que demostrar de donde lo saqué y andá a demostrármelo, si no lo junté durante 10 años”, declaró al semanario Crónicas del Este Ricardo Gil Iribarne, titular de la Junta de Transparencia (Jutep), que en estos días volvió a reclamar que se apruebe este delito.
Solemos creernos mucho más honestos que los argentinos en el ejercicio de la función pública, pero en ocasiones lo que somos es simplemente más cara rotas, baldíos de vergüenza. Y no por un caso aislado, como puede ser la ausencia de este delito que beneficia básicamente a los funcionarios públicos, sino por otras causas que benefician únicamente a los jerarcas del Estado.
La ley de partidos que se había votado en su momento era un descaro en la que los mismos que la votaron dejaron agujeros para trampearla. Ahora la cambiaron pero hay un punto clave que sigue tan campante y es que aunque pueda lucir estricta no hay como controlarla. Es como agravar todos los delitos del Código Penal y suprimir a la Policía. La Corte Electoral no tiene los profesionales adecuados para controlar si los partidos que le votan el presupuesto están violando o no la ley. O sea, como la Corte Electoral es la encargada de controlar si se apartaron de la ley, los partidos no la hacen lo suficientemente poderosa para que los atrape haciendo trampas. Un descaro.
Esta es la corrupción al estilo uruguayo. Sobria, por ausencia más que por acción, disfrazándola de transparencia.
Bueno, por falta de acción a veces, porque apoyar la eliminación de la ley de abuso de funciones es un acto consciente. Y aún admitiendo que es una ley inconstitucional, y estando como está la confianza de los partidos en decadencia, podrían hacer como la mujer del César -no solo serlo sino parecerlo- y en su lugar aprobar otras normas que legislen sobre ciertos intersticios de la acción de gobernar que pueden quedar impunes.
Miren la Jutep, Junta de Transparencia. ¡Cuánta importancia por ese valor! No tiene potestades para nada. ¿Y el Tribunal de Cuentas? Sueldos de ministros gastados al santo botón porque todas las observaciones que hace este organismo de contralor a los funcionarios que gastan indebidamente son olímpicamente ignoradas, y el gasto se hace igual. Es uno de los ejemplos más claros de aparentar lo que no se es.
Según el Latinobarómetro en Uruguay la gente confía más en la Policía que en los políticos y sus partidos.
Esa famosa frase acerca de la mujer del César y los políticos que no solo deben ser honestos sino también parecerlo, tiene su origen en una disputa matrimonial entre Cayo Julio César y su esposa Pompeya. La frase se la espetó el gobernante a las matronas del patriarcado romano que le pedían que no se divorciara de Pompeya, ya que, aseguraban, esta había asistido a una orgía en el marco del festejo de la Saturnalia, pero solo como espectadora.
Solemos creernos mucho más honestos que los argentinos en el ejercicio de la función pública, pero en ocasiones lo que somos es simplemente más cara rotas, baldíos de vergüenza. Y no por un caso aislado, como puede ser la ausencia de este delito que beneficia básicamente a los funcionarios públicos, sino por otras causas que benefician únicamente a los jerarcas del Estado.
Bueno, acá la cuestión parece bien diferente. Las estructuras de control estatal están pensadas para hacernos creer que los que manejan el dinero público solo van a la orgía a mirar, cuando en realidad, si las leyes fueran lo severas que deberían, seguro nos enteraríamos –como lloramos amargamente por la bacanal de Ancap- que la cosa es más promiscua de lo que aparenta.
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