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26 de agosto 2025 - 5:00hs

En estos años ha sido noticia en reiteradas ocasiones inversiones ruinosas tanto en proyectos como en empresas de sectores muy diversos como la ganadería, cripto, real estate, créditos al consumo, financiero, entre otros.

Las estructuras que se ofrecieron a los inversores fueron de lo más variadas: mutuos, acciones, contratos de capitalización, bonos corporativos, contratos de inversión, opciones, estructuras de participación. Muchas veces incluso se publicitaban abiertamente.

El riesgo de cada inversión cambia según el tipo de estructura y el activo de respaldo, entre otras variables. Pero hay una constante que se está repitiendo en la práctica: la fragilidad con la que se documentan esas colocaciones financieras.

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Contratos sin firma, acciones sin emitir o sin cumplir con el proceso formal para acreditar la propiedad, actos relevantes sin registro, trámites inconclusos, respaldos limitados a un correo electrónico o falta de control sobre quién firmaba. Incluso convertirse en accionista sin saber qué implica.

Estas situaciones, a mi modo de ver, reflejan que existe una confianza excesiva por parte de los inversores.

La transparencia, la formalidad y la adecuada estructuración legal no deben ser mirados con un costo. Al contrario, son el escudo que separa una inversión con derechos de una experiencia dolorosa. No eliminan la posibilidad de fraude, ni tampoco que el proyecto fracase, sin dudas, pero sí permiten ejercer a tiempo los derechos y mitigar daños.

¿Por qué se repite este patrón?

Una posibilidad es que que muchas veces se invierte en base a relaciones personales (friends & family), recomendaciones de cercanía o validación social: “ya otros cobraron”, “a mí no me va a pasar”, “lo publicitan y nadie lo objeta, alguien lo controla”. También puede pesar la presión para decidir rápido.

El factor psicológico, entiendo, es central: el miedo a quedarse afuera (FOMO), la ilusión de control (por ejemplo, los reguladores) y la validación social explican por qué incluso personas informadas terminan subestimando los riesgos.

El mensaje reciente del regulador

En las últimas semanas, el Banco Central del Uruguay presentó un anteproyecto de ley que pone el foco en reforzar la educación financiera de los inversores y en aumentar las obligaciones de transparencia en las colocaciones. Es una buena noticia y supongo que busca abordar este asunto que se quemó una enorme cantidad de ahorro de los uruguayos.

Además, ha intensificado sus campañas públicas para alertar sobre fraudes y esquemas engañosos, incluyendo el uso indebido de la imagen de personalidades conocidas en redes sociales para promocionar supuestas inversiones.

La educación financiera en mi opinión no debe limitarse a entender tasas de interés, inflación, diferencia entre deuda y equity o rentabilidad proyectada. También es la capacidad de leer documentos, identificar riesgos y hacer preguntas incómodas:

  • ¿quién es el emisor?,
  • ¿qué garantías reales existen?,
  • ¿cómo recupero mi dinero si algo falla?,
  • ¿qué derechos me da exactamente este contrato o título?

En definitiva, se trata de reconocer que lo formal no es un obstáculo, sino la herramienta que distingue entre una oportunidad real y una trampa bien disfrazada.

De lo presentado se desprende que la protección del inversor no se logra solo con normas y sanciones, sino también con prevención y capacitación. Por eso incorpora un plan integral de comunicación y educación financiera. La estrategia comunicacional apunta a alertar sobre los riesgos de invertir en estructuras o mecanismos que no están bajo la órbita del regulador, reforzando la idea de que la supervisión del BCU es un sello de seguridad para el público. La comunicación se piensa de forma masiva, utilizando redes sociales, piezas gráficas y audiovisuales que transmitan mensajes claros y simples, adaptados a distintos públicos.

También se busca dotar a las personas de herramientas prácticas para tomar decisiones de inversión responsables. Esta incluye: (i) un micrositio en la web del BCU con contenidos pedagógicos y recursos de consulta, (ii) un curso e-learning que permita capacitar a los inversores en forma flexible, (iii) materiales audiovisuales que expliquen conceptos básicos de inversiones y alerten sobre posibles fraudes, y (iv) campañas en redes sociales orientadas a desmitificar supuestas “oportunidades” de inversión rápida o sin riesgo.

El enfoque educativo parte de un diagnóstico: muchos de los problemas recientes se originaron en la asimetría de información entre quienes ofrecían instrumentos financieros y los ahorristas. Por ello, el plan busca empoderar al ciudadano, brindándole información comprensible y accesible para evaluar riesgos, reconocer advertencias tempranas y distinguir inversiones reguladas de aquellas no autorizadas.

La meta es fortalecer la confianza en el sistema financiero formal, promoviendo la inclusión y reduciendo la vulnerabilidad frente a esquemas fraudulentos.

Más allá del esfuerzo loable del regulador, lo cierto es que muchos ahorristas no accederán al sitio web, no tomarán los cursos y no les llegarán las campañas. Aún cuando les llegue todo lo anterior, persistirá una falsa idea que siempre rodea este tipo de captación de ahorro masivo: que pedir papeles “rompe la confianza”.

En mi opinión, si alguien se ofende porque un inversor pide formalidad, es mejor perderse esa oportunidad. La falta de documentos claros complica la prueba de titularidad y multiplica los riesgos cuando las cosas no salen bien.

Siempre se puede tercerizar en un profesional esa tarea de “ser desconfiado”.

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