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15 de octubre 2025 - 14:02hs

Gracias al hacker.

Sí, aunque suene paradójico, hay que reconocerle su inesperada lección. Su intención fue clara: desestabilizar las instituciones educativas, alterar la rutina y poner a prueba la estructura digital de nuestro sistema. En pocas horas logró vulnerar la Red Ceibal, los servidores de la ANEP y el sistema GURI de Inicial y Primaria. Las plataformas cayeron como piezas de dominó, dejando a maestros, alumnos y funcionarios en una especie de desconexión forzada.

Los efectos fueron concretos: la imposibilidad de acceder a los registros, las planillas y los sistemas de gestión. Pero el resultado más interesante fue otro, más invisible y más profundo: nos recordó cuánto dependemos de lo digital y cuán frágil puede ser nuestra vida cotidiana cuando todo se apaga.

El eco de un farol

Este apagón tecnológico me devolvió a mi infancia, a los años setenta, cuando los cortes de luz eran programados. Cada martes, en mi casa se encendía un farol sobre la mesa redonda de mármol. En su luz tenue, mi madre nos acompañaba a hacer los deberes, leer en familia y escuchar música.

El apagón nos unía, una vez a la semana.

Aquellos momentos, lejos de ser incómodos, abrían un espacio de encuentro. Sin pantallas, sin distracciones, aparecía el tiempo compartido, el silencio habitado, la palabra cercana.

Una lección involuntaria

De un modo parecido, el ataque digital nos devolvió a la raíz del oficio docente. Sin Ceibal, sin GURI, sin servidores, tuvimos que inventar otros modos de estar con los niños, dejar las plataformas, conversar, improvisar.

El hacker no lo sospechó, pero nos ofreció una clase magistral: una sobre la vulnerabilidad tecnológica y, al mismo tiempo, sobre la fuerza de lo humano.

Sin embargo, esta experiencia también encendió una alerta: la fragilidad de nuestros datos personales.

Docentes, alumnos y familias quedamos expuestos a la intemperie digital, con información sensible al alcance de eventuales piratas informáticos. No se trata solo de un incidente técnico: es un llamado urgente a la responsabilidad ética y política sobre la seguridad digital.

Una deuda pendiente: educar para la seguridad

Este episodio revela una necesidad impostergable: el sistema educativo y la sociedad en su conjunto deben invertir seriamente en seguridad informática. No basta con reponer los servicios ni con crear contraseñas más complejas; es preciso formar a las personas en la alfabetización de la seguridad digital, enseñar a cuidar los datos, reconocer los riesgos y actuar con conciencia tecnológica.

La educación, si quiere seguir siendo emancipadora, no puede limitarse a usar tecnología: debe enseñar a pensarla, protegerla y humanizarla.

Entre la ironía y la gratitud

Por eso insisto en mi agradecimiento, no sin cierta sorna: gracias al hacker.

Al intentar vulnerar nuestras estructuras, nos mostró qué tan débiles pueden ser y cuánto debemos fortalecerlas.

Y al apagar las pantallas, nos recordó que lo esencial de la educación sigue ocurriendo fuera de ellas.

Como en aquellos martes de mi infancia, el apagón —ahora digital— nos volvió a reunir alrededor de una luz más simple y más humana.

Quizás, sin saberlo, el hacker haya hecho más por la reflexión pedagógica que muchos seminarios sobre innovación.

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