En un momento creo haberle dicho a alguien que el mejor Zambra era el de las novelas cortas, como Bonsái o La vida privada de los árboles. Seguramente luego habré dicho que el mejor Zambra es el de su novela larga, Poeta chileno. O que es el de los cuentos. Hoy creo que el mejor Zambra es todos los Zambra, incluido el de los libros híbridos como Tema libre, No leer o, en este caso, Literatura infantil.
Digo híbrido porque su última publicación es eso. Una amalgama de textos de difícil definición. ¿Son cuentos? ¿Son reflexiones? ¿Son retratos? No sé. Más allá de esa tipología deforme, Literatura infantil tiene una raigambre clara en la que el autor chileno radicado desde hace años en Ciudad de México elabora sus autoficciones, metaficciones, ficciones totales: la figura del hijo. Así, en textos como Buenos días, noche, Literatura infantil y Tiempo de pantalla, las vicisitudes de su vida como padre primerizo de un niño llamado Silvestre afloran, pero después subvierte el eje de los relatos y pasa a ocupar él mismo el lugar del vástago. En cuentos y radiografías personales, Zambra trata de poner en palabras el vínculo con su padre, el momento de elegir un nombre para el hijo y lo que eso define, las malas palabras que uno empieza a aprender y a incorporar.
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No soy padre, pero me gusta la idea que extiende sobre el libro, la de la paternidad como forma de moldear nuevos mundos. O de recuperar los viejos.
«La paternidad vuelve a legitimar juegos que abandonamos cuando el sentido del ridículo consiguió gobernarnos por entero, incluyendo, tristemente, la intimidad. Pienso en el animismo, un sistema de creencias que nunca desatendí del todo, pero que ahora, en compañía de mi hijo, ha vuelto a resultarme no solo divertido, sino además necesario. Me gusta mucho esa escena de Chungking Express, la película de Wong Kar-wai, en que un personaje habla con un enorme Garfield de peluche: me gusta porque es cómica y seria al mismo tiempo; porque es kitsch, como la vida, y porque es trágica, como la vida.»
No sé por qué pospuse tanto la lectura de Literatura infantil —tanto: cuatro meses, pero bueno—. Estuvo bien, de todos modos, encontrarlo de repente, sin pretenderlo. Como un salvavidas escondido a la vista.
El Zambra que sea, siempre es un buen Zambra.
En busca de la belleza
Me gusta la historia de la argentina María Gainza. Se dedicó a escribir sobre arte para varios medios de su país y del mundo, y un día tardío de su carrera se dio cuenta de que con todos esos conocimientos específicos podía hacer algo más: literatura. Publicó un libro titulado El nervio óptico, ese libro se transformó en una suerte de secreto a voces en el circuito independiente argentino hasta que se le cruzó Anagrama y su figura reventó. Se reeditó El nervio óptico con un éxito internacional impresionante, publicó la novela La luz negra y ahora su tercer libro, Un puñado de flechas.
Con Gainza no tuve un flechazo. El nervio óptico no me volvió loco y no recuerdo mucho su lectura. Debería volver a él alguna vez. Sí recuerdo haber leído La luz negra con fruición en la playa, con todos los sentidos dedicados a esa historia semi policial en el mundo del coleccionismo. Ahí sí me conquistó.
Un puñado de flechas llegó en un momento perfecto.
Como en su primer título, Gainza acumula en este libro que acaba de llegar a librerías textos que se vinculan con su experiencia en el mundo del arte, teñidos siempre por el halo difuso de la ficción, por una forma de escribir por momentos muy cabal, tangible, y por momentos etérea. Como la figura que adorna su portada, hay algo feérico en la forma en la que a veces esta autora cuelga las piezas de sus rompecabezas, en la búsqueda que hace de una belleza determinada. Es como si sus apreciaciones flotaran frente al lector, como si sus palabras fueran tan livianas que podrían ser capaces de levitar. Al mismo tiempo, siempre se arraiga a la tierra: está el pulso periodístico, las historias y biografías de artistas reales, la idea de la enfermedad, el mundo neurológico, la ciencia.
Una lucha entre tensiones que siempre se resuelve para placer del lector: ensayo y narración, ficción y hechos, la voz firme y la desapegada.
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En ese sentido, la literatura de Gainza es parecida a la de Zambra: una madeja híbrida que siempre tiene múltiples hilos de los que se puede tirar para revelar sus secretos.
Dejo la anécdota que le dio el título y con la que abre el libro: un encuentro con Francis Ford Coppola en Buenos Aires, cuando el director de El padrino, La conversación y Apocalypse Now fue a filmar Tetro:
«—Vos sabés —dijo mirando hacia el escenario que había quedado vacío—, el artista viene al mundo con un carcaj que contiene un número limitado de flechas doradas.
Parecía hablarle a un fantasma que estaba ahí y que yo no veía.
—Puede lanzar todas sus flechas de joven, o lanzarlas de adulto, o incluso ya de viejo.
Hizo una pausa dramática como el teatro y prendió su porro. Aspiró como si tragara una bocanada de aire fresco.
—También puede ir lanzándolas de a poco, espaciadas a lo largo de los años. Esos sería lo ideal, pero ya sabés que lo ideal es enemigo de lo bueno.
Lo dijo como si estuviera improvisando, pero se notaba que era algo que tenía muy pensado.
—¿Quiere decir que el artista no tiene control sobre esas flechas? —le pregunté.
—No mucho —seguía hablándole al vacío, pero escuchaba. Pegó otra pitada—.It just happens. Y solo al final de una vida se puede evaluar la periodicidad de los lanzamientos.
Entonces se puso a cantar con voz grave y envolvente una canción italiana.»
Yo me muero con Gena Rowlands
Se murió Gena Rowlands. Estaba muy mayor, 94 años, tenía alzheimer desde hace cinco, entiendo que disfrutó su vida, que la vivió.
Tengo varias películas suyas pendientes, pero tengo también una admiración casi sobrenatural por lo que hizo con su marido, el inmenso John Cassavetes. Ellos representaron como pocos esos primeros pasos ruidosos, crudos, ese realismo sucio del Nuevo Cine Americano. El movimiento tiene otros pretendientes, pero pocos de la dimensión de este tándem. Y con su influencia. El mejor cine yankee off Hollywood que vemos hoy tiene su esencia.
La actuación de Rowlands en Una mujer bajo la influencia es una de las mejores de la historia. No exagero. Si la viste, seguramente coincidís. Si no, ahí te está esperando su personaje.
Hace unos años escribí un pequeño texto sobre ella y esa película para una newsletter que teníamos en el podcast Santas Listas, que comparto con mis amigos Nicolás Tabárez, a quien seguro conocés de El Observador, y a Pablo Staricco, que también pasó por estos lares y ahora trabaja en el Semanario Búsqueda. Dejo por acá ese recorte, porque me gusta, porque me hace acordar a ella, porque me hace acordar a mí viéndola por primera vez y hoy tengo ganas de eso: de acordarme.
Hace ya unas cuantas semanas que saldé una deuda y miré A woman under the influence, la película de 1974 de John Cassavetes. Hace mucho quería verla, su prestigio la precedía, también la idea de que ahí, en esas dos horas y medias intensas y crudísimas, estaba una de las mejores actuaciones del siglo XX: la de Gena Rowlands. Sigo impactado por ella. Es impresionante. Es una mujer al borde del desquicio, capaz de contener un universo de emociones en una mueca y explotar a la escena siguiente, capaz de encarnar la ternura y la violencia de la maternidad, capaz de llevar adelante una película entera con su presencia abrumadora y, en los momentos que no está presente, hacer que su ausencia estremezca, que duela. Si es una de las mejores obras de la segunda mitad del siglo pasado es en gran medida por ella. Peter Falk acompaña muy bien y, de hecho, tiene momentos sobresalientes; Cassavetes es un monstruo de la puesta en escena y de la dirección, pero Rowlands es una fuerza natural. Es un huracán, un tifón que se para adelante de la cámara y te lleva puesto. No sé qué estoy recomendando acá: si la película, o su actuación. En todo caso, sométanse a ella y decidan ustedes. Vean la escena del Lago de los cisnes, o el momento en que se la llevan al manicomio, y ténganla por días en la cabeza, traten de borrarla, de olvidarla, sepan que no van a poder y después ríndanse a la evidencia de que las obras maestras y los personajes eternos existen. La Mabel Longhetti de Gena Rowlands lo es.
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Au revoir beau Alain
Otra leyenda que se murió en estos días: Alain Delon. Polémicas, pleitos familiares, actitudes reprochables y temperamentos al margen, tal vez uno de los rostros más hermosos y apolíneos de la historia del cine.
Hace poco vi A pleno sol, su incursión en el mundo de Tom Ripley bajo las órdenes del director René Clément. A pesar de los escenarios impresionantes en la costa mediterránea, y de la belleza sobrecogedora de Delon, es una película muy oscura y siniestra. Muy genial, también.
Hay una escena que me gusta mucho y que recordé de inmediato cuando me enteré de la muerte del actor. En ella Clément decide apartarse por un momento de la historia central de Ripley y sigue a Delon con su cámara por un mercado de pescados. Lo filma con un registro casi documental, mirando los puestos, las cabezas de los peces muertos, los camarones, las almejas, las rayas, Delon fuma con el saco al hombro, terriblemente seductor, con esos ojos que son piscinas azules en las que uno se puede ahogar si no tiene cuidado, conversa con los feriantes, la música extradiegética es lo único que se oye, no hay voces, él se ríe, los dientes blancos, lo rodea mucha mugre, un aire enrarecido.
Siento que Clément grabó esa escena casi accidentalmente y luego se dio cuenta de que ese momento de la humanidad, esa belleza, merecía posteridad. Y la conservó.
Embed - Plein Soleil (1960) — Fish market scene
Cantautor recuperado
En junio de este año se publicó lo último de Johnny Cash. El hombre de negro murió en 2003, pero de vez en cuando aparece nuevo material suyo en las plataformas y ese es el caso de Songrwiter, un disco con once canciones inéditas que el cantautor había armado para poder reflotar su carrera en los noventa, algo que finalmente pasó pero algo totalmente diferente: el titánico American Recordings, un proyecto de seis discos en los que Cash se cargó al hombro la mitología musical de los Estados Unidos con el productor Rick Rubin.
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Songrwiter, entonces, quedó guardado durante décadas y ahora su hijo lo reflotó. Es una linda recuperación: es un Cash más alegre, menos crepuscular y cavernoso que el de los American Recordings, es el Cash que cantaba como sacado de las cárceles del desierto, el que le cantaba canciones de amor a June Carter, el que se cansó de trillar las rutas. Mi Cash favorito, creo.
Si no tenés ganas de escuchar el disco entero, te recomiendo las canciones Hello Out There, I Love You Tonite, Have You Ever Been To Little Rock? y She Sangs Sweet Baby Jane.
Embed - Johnny Cash - I Love You Tonite (Visualizer)