La noche del sábado era la más esperada. Se vestía “de pinta” para ir al centro de Treinta y Tres a caminar. “Vaquero, la mejor camisa con mil usos y alpargatas. Eran cinco o seis cuadras, que recorríamos. Esa era nuestra diversión”, dice Víctor Hugo Diogo a Referí.
Era una época feliz, pero al mismo tiempo, un poco complicada en su vida. Había perdido a su papá Camilo, un soldado del Ejército, cuando él tenía cinco años. Luisa, su mamá, se hizo cargo de la casa. Recibía una pensión, pero no alcanzaba para siete bocas más, entonces lavaba ropa.
Pero el fútbol, a veces, es bueno con los cracks. Luego de muchos años, de distintos sufrimientos, le pudo comprar un apartamento a su madre en Montevideo.
“Ese fue uno de mis grandes orgullos. Ver la cara de mi vieja aquella vez, hasta hoy me emociona”, cuenta.
En aquella niñez, “no tenía luz, ni agua. Le pedíamos al vecino. Hacíamos un pozo en el que manaba el agua y ahí éramos cuatro varones recién. Había otro pozo de más de dos metros para la parte sanitaria. Poner un plato de comida en la mesa era complicado. Solamente la gente que lo vive, sabe lo que es. Con el hambre de la gente no se juega; uno pasó necesidades. Había canillas en las calles y yo me llenaba el estómago con agua”.
Dice que “al almacenero le pedíamos fiado con una libreta en la que anotaba lo que debíamos, y nos daba un pan de mañana; de tarde no te daba más”.
Diogo cuenta que tuvieron “la gran ayuda de una amiga de mi mamá y se formó como una comunidad, se reunía un gran grupo de gente muy querida por mí por todo lo que viví. Había códigos y respeto por las personas, que uno adquirió y le sirvieron para la vida. A doña Lina la recuerdo sentada en un sillón de mimbre. Era limpiadora de un centro hospitalario y nos ayudaba a todos”.
“Códigos”, “respeto”, son palabras que le gustan utilizar mucho a aquel lateral y volante que hacía chiquita la pelota.
Caminaba ocho kilómetros para ir a jugar al baby fútbol en el club Barrio Artigas. “Nos desafiliaron porque en la dictadura, fue preso el presidente. Yo estaba en la sede que era una casa en la que él vivía, llegó un capitán a buscarlo y decían que el club estaba metido en política”.
Un tiempo después jugaba en Cuarta y luego, en Primera división con 15 años en ese equipo. El club Lavalleja era el rival y era del Ejército –en plena dictadura– y ahí se picaba. Jugaba de ‘5’ y de ‘8’.
Era un gran nadador. “Atravesaba como cuatro cuadras de largo y una y media de ancho, una laguna. Tuve una crianza feliz. Me gustaba mucho. Mi madre lavaba ropa en la Laguna de las Lavanderas. Lavaba las sábanas y las colgaba de las acacias. Se ataba la ropa y se la colocaba en la cabeza para transportarla”.
Cuenta que hacía “algunas changas, le trabajaba a gente que no podía trabajar con la tierra. En la casa de doña Lina, nació la murga ‘Andá a cantarle a Gardel’ y un día fui. El director dijo que algunos desentonaron, yo no, pero no me gustó y me fui”.
Era época de escuchar los partidos por radio. No solo no los transmitían por televisión, sino que además, no tenía. A Peñarol ya lo llevaba en el corazón y los primeros nombres que le surgen a la hora de hablar de ídolos son Spencer, Rocha y Joya.
“Yo jugaba de ‘9’ y me decían Spencer. En Minas jugamos un Campeonato Nacional e hice cuatro goles con Peñarol de Treinta y Tres. Spencer, Rocha, Joya, eran ídolos. Peñarol de 1966 fue tremendo y cuando le ganó la Copa Libertadores a River argentino, salimos a festejar por el centro de Treinta y Tres”.
Su sueño del pibe era jugar en Peñarol, pero, sin embargo, cuando lo fueron a buscar en 1974, estuvo en una práctica y se volvió a sus pagos porque extrañaba.
“Practiqué y me fui porque extrañaba. Segundo González y Balseiro me pusieron de ‘8’ y nos entrenaban en Las Acacias. Hice un gol en esa práctica, pero me fui. Había aprendido el camino a la Onda y me saqué el pasaje. A las 10 de la noche, estaba esperando, del otro lado de la puerta de la pensión de Ejido y Durazno, en donde estábamos los jugadores del interior que llegábamos a Peñarol, me abrieron y el que estaba al frente me dijo: ‘¿Dónde va?’. ‘Me voy’, le contesté. Y me fui”.
Pero el club no se quedó quieto. Esperó unos meses y en 1975 volvió por él. “Peñarol me compró el pase por 20 pelotas y algo de dinero. El presidente de Barrio Artigas ya estaba detenido, y me autorizó desde la cárcel porque yo era menor”.
Diogo dice que “ya jugaba en la selección de Treinta y Tres, tuve la dicha de vestir la roja del Olimar. Fui preseleccionado para la preselección uruguaya juvenil de 1975 y llegué a la AUF con una camisa desgastada y de alpargatas con un frío bárbaro. ‘¿Y este quién es? De dónde salió?’, se preguntaban todos. Uruguay fue campeón en Lima con Walter Brienza de técnico, aunque yo no fui. Había un Panamericano enseguida en México, y ahí comenzó mi relación con la selección en 1975. Estuve 11 años”.
Cuando firmó con los aurinegros, volvió a la pensión de la que se había escapado en la que vivía una familia española que les cocinaban. Junto a él vivían Gustavo Faral, Carlos Peruena, Mario Liuzzi, Julio César Giménez, y luego se sumaron Ruben Paz, Venancio Ramos. Desde allí se iban y volvían todos los días en ómnibus.
Y vuelven los recuerdos de su adolescencia en su ciudad. “Me tomaba un litro de leche todos los días con las comidas. Acostumbrado en mis pagos a tomar al pie de la vaca, donde ayudaba a un tipo en el barrio, rodeado de conejos. Tenía el jarrón de aluminio con la espumita y ¡pimba!, para adentro. Allá corríamos caballos, éramos medio matreros, comíamos pitanga en el campo que era inmenso. Un día veníamos caminando por la vía con un amigo, y en el medio del puente de hierro, venía el tren y nos tocó un bocinazo. No podíamos saltar. Nos metimos en una estructura de hierro y pasó cerquita de nuestras caras. Íbamos a pescar y nos salvamos. Yo era bravo, no era fácil”.
Contra Nacional tuvo duelos memorables contra varios rivales. “(Jorge) Villazán era complicado, el Kopa (Ruben) Morales. Me acuerdo que lo atendí sin pelota (se ríe) –hoy no se podría–, el Chico Moreira y yo de jugando de lateral izquierdo. Cascarilla (Morales) era muy difícil, porque, además, le pegaba de primera y el Loco Acosta cuando jugaba en Wanderers”.
Dice que Luis Cubilla, a quien tuvo de técnico “era un fenómeno. Me dejó muchas enseñanzas, tenía mucha sabiduría. Sani fue otro buen técnico. Otro que fue un revolucionario fue el profe (Jorge) Kistenmacher, que llegó para ganar la Copa Libertadores y la Copa Intercontinental 1982. Nos cambió todo. Entrenábamos con la pelota en la mano y te hacía correr y no te dabas cuenta. Armó una cancha de golf en Los Aromos. El fútbol de antes era de vida o muerte, pero tenés que prepararte para ganar”.
En el año 1975 con Bagnulo “había normas, códigos de respeto por los años y ahí tenías que escuchar a los mayores. Delante de mí estaban Giménez, (Lorenzo) Unánue, (Jorge) Barboza, Voltaire (García). Un día el Pepe Etchegoyen habló un rato largo conmigo para convencerme de que empezara a jugar como lateral y lo hice. Fue un mentor”.
Recuerda que “cuando Fernando (Morena) volvió de Europa, Bagnulo lo tenía dos horas en las prácticas: ‘Tenés que meterla adentro, no importa lo que pase’, y de repente estaba cansado, pero Hugo seguía: ‘Metela adentro’. Y eso fue lo que hizo en el clásico de la agachadita de (Roque) Cerullo. Varios rivales se pararon, pero él siguió y anotó un gol. Esa noche ganamos 3-2”.
En 1977 fue citado por Raúl Bentancor a la selección juvenil para jugar el Sudamericano de Venezuela y lograron el título.
Esteban Gesto era el preparador físico de aquel grupo y los obligaba a un triple turno de entrenamiento.
Así lo cuenta: “Corríamos por los canteros de Avenida Italia, desde la Seccional 14 al aeropuerto. Con el finado Alberto (Bica) poníamos 33 minutos en los 10 kilómetros”.
“Enfrenté a (Diego) Maradona, me tiró un caño y le pegué en el tobillo y se lo dejé inflamado. Estábamos concentrados en un convento con Argentina y Paraguay. Nosotros habíamos llevado a Morrongo Olivera que nos cocinaba de todo y los demás comían lo que les daban ahí. Un día, Maradona preguntó si podíamos conseguirle una milanesa, y recuerdo que se la dimos y estaba loco de la vida. Él jugaba de 10 y yo de 8 con (Ariel) Krasouski y el Flaco (Víctor) Duque. Después jugó (Mario) Saralegui porque estaba lesionado Duque. Ser campeones fue hermoso. Festejamos con los uruguayos que vivían en Venezuela que estaban ahí por la dictadura. Tuvimos una gran recepción. Al regreso a Uruguay, recuerdo la caravana más grande que se hizo en Treinta y Tres. Era impresionante, toda la gente en la calle”.
Fueron luego al primer Mundial juvenil, Túnez 1977 y fuimos cuartos. “El primer gol del Mundial juvenil de Túnez lo hice yo, contra Hungría, y ganamos 2-1. Yo era el capitán”.
Fue cuatro veces campeón uruguayo con Peñarol, otras tantas veces la Liguilla, y una Liga Mayor. Pero en 1982 lograría el título de la Copa Libertadores.
“Tuve el privilegio de poder vivirlo y nadie te lo quita, no se compra en la esquina. La unión del grupo, la fortaleza mental, física. Habíamos vivido un año muy difícil antes de que llegara Fernando (Morena). Estábamos 10 puntos atrás y fuimos campeones en 1981 e invictos en 1982. Cuando en la Copa le ganamos 1-0 a Flamengo en Maracaná, entramos y el ruido era tanto que no nos escuchábamos entre nosotros. Me acerqué a Mario (Saralegui), que jugaba infiltrado, y le dije: ‘No te asustes que estoy acá atrás’. Siempre hacía bromas para descontracturar. Cuando terminó, (Washington) Cataldi y (José Pedro) Damiani salieron abrazados festejando. Fue una de las cosas que me llamó la atención”, explica.
Luego viajaron a Tokio para jugar la Copa Intercontinental ante Aston Villa y también la ganaron.
Así lo cuenta: “Fue un partido complicado. El Indio (Olivera) se colgaba del ‘9’ de ellos que era altísimo (Peter Withe). Jair hizo el gol y después que hacíamos uno, era difícil que nos convirtieran. Mordían los del medio y los de atrás, bancábamos. Cuando marcás zona en el área y vienen los centros rivales, corrés un metro y medio hacia adelante y los complicás. Estábamos fuertes y era la hora de ganar la Libertadores y la Intercontinental. Un grupo espectacular, con grandes conductores”.
En 1983 le convirtió de zurda un golazo a Nacional y en el arco estaba su compañero de selección uruguaya, Rodolfo Rodríguez. “Estábamos jugando la Copa América -que en esa ocasión, se jugaba sin sede fija y durante algunos meses- y habíamos jugado el Mundialito de Clubes en Italia. Le ganamos a Milan e Internazionale, empatamos con Juventus y perdimos con Flamengo. Era un torneo que inventó (Silvio) Berlusconi. Volvimos y venía el clásico. Antes del partido le dije a mi esposa: ‘Le voy a hacer un gol a Nacional’, y así fue. De zurda, de afuera del área, fue al ángulo. Cuando regresamos a entrenar a la selección, lo jodía al flaco Rodolfo y en las prácticas, le pegaba de zurda. ‘Esta agarrala, dale’, lo embromaba. Era un grupo muy sano y el Flaco se reía”.
Y reflexiona: “Defendí a Peñarol desde 1975 a 1984, y casi todos los años fui campeón. Algo creo que he dejado en la rica historia del club. Mucha gente me lo hace saber”.
Con la selección juvenil, ya había sido campeón, pero se venía lo mejor: el desafío de la celeste mayor.
Debutó en 1979 y un año después llegaba el Mundialito que ganó Uruguay.
Comenta que “fue un gran grupo. La convivencia fue buena, porque antiguamente no era tan cordial. Como que antes no podía haber amistad entre jugadores de Peñarol y Nacional, y a partir de ahí cambió. En la final, me tocaba marcar a Zé Sergio. Venía en velocidad, me puse a la par suya, me sacó una ventaja, y lo desparramé. El título fue otro momento muy hermoso”.
También obtuvo con Uruguay la Copa América de 1983. En la final de ida, en el Centenario, le convirtió un gol antológico a Brasil. Solo faltó la reverencia de la Torre de los Homenajes.
“Son de esas jugadas que se dan en el momento y la culminás bien. Le había hecho uno parecido a Defensor poco tiempo antes. Que se viniera abajo el Estadio, fue tremendo. Son recuerdos imborrables, momentos inolvidables”, sostiene.
Aquí se puede ver el golazo de Diogo ante Brasil en la final de la Copa América 1983:
Y agrega: “Le ganamos la final de vuelta a Brasil en un partido complicado en Bahía y nos reunimos en una habitación hasta tarde para celebrar. Luego vinimos a festejar acá con la gente. Fue una gran emoción. También son campeones los que jugaron en el resto de la copa que fue muy larga, no solo los que entramos aquella noche”.
Con el paso del tiempo, jugó el Mundial de México 86. “Cuando los daneses nos hicieron seis goles, salimos de nuestro libreto, les dimos espacios y eso fue tremendo. En el partido siguiente, contra Escocia, jugamos con 10 por la expulsión de entrada de (José) Batista. Me sacaron la amarilla en un lateral y no pude jugar contra Argentina. Fue mi despedida en forma triste, después de haber vivido tanto con la selección. Fue insólito. Fueron más las buenas que las malas con la selección. Lo importante es poder haber contribuido con títulos. Siempre fue un orgullo vestir esa camiseta”.
Pero luego sucedió un hecho que no es muy conocido. Tanta fue su frustración, que se apartó del grupo.
“Me fui de la delegación. Estaba caliente por lo sucedido y me aparté del grupo. Cuando uno va, va para ganar. No es un fracaso, no. No hay buena participación si no conseguís el objetivo. No es como se dice hoy. Me había frustrado el resultado. Me fui de Puebla, y sabía a qué hora salía el avión hacia Montevideo. Entonces, me reencontré con mis compañeros en el aeropuerto del Distrito Federal de México. Había estado una noche solo, descargando toda la bronca”, recuerda.
El otro club al que defendió fue Palmeiras de Brasil y es el uruguayo que más partidos jugó allí (147). Debutó contra Rodolfo Rodríguez que defendía el arco de Santos. Jugó con Leao, Luis Pereira, Mario Sergio y Eder, entre otros.
“Recuerdo que un día hice mil abdominales. Jugábamos tres veces por semana. Enfrenté a Sócrates, Serginho, cada nene bárbaro. Jugar contra Flamengo o Corinthians, era tremendo. Ellos sienten el fútbol como lo juegan, sin preocupación y sin misterio. En lo personal, me marcó. Acá te llevabas todo para bañarte en el club; allá estaba todo en el club”.
Tuvo una carrera brillante, aunque recuerda también los momentos difíciles: “La bebida y el cigarro llegaron a mi vida y supe hacer que quedaran de lado. A veces tenés que defenderte en la cancha y fuera de ella. No permitir que una persona me llevara para ese lado. Entendía que mi vida era mía y eso me llevó a cometer errores. Mi señora María de los Ángeles, y mi familia, siempre fueron importantes en esos momentos”.
Luego de dejar el fútbol, dirigió al club City Park en baby y pasó gratos momentos.
“Hacíamos tortas fritas para poder conseguir el importe que cobraban los jueces por dirigir un partido. De allí, además de mi hijo Carlos, salieron futbolistas como Inti Podestá, Marcelo Russomando, Gonzalo Vargas y Diego Riolfo. La filosofía era que los niños generaran vínculos, se divirtieran, sociabilizaran. Los que llegan son muy pocos y la frustración es muy grande. Los padres no deben participar. Yo hablaba con los padres para que los dejaran jugar tranquilos”, explica.
Hoy vive la tranquilidad de su casa y los nietos le cambiaron la vida. Sus hijos María Natalia y Carlos, le dieron a Lautaro, Luisina e Ian para disfrutar sus días aún más.
“Me llevaron a una vivencia nueva. Cambié pañales, no me acuerdo mucho de haberlo hecho con mis hijos. Darle medicaciones cuando estaban enfermos, llevarlos a la escuela, son vivencias espectaculares. Son la alegría de vivir”.
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