Diego Ramírez en la carnicería El Amanecer.

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Aprender a cortar: los futuros carniceros que se ilusionan con dejar la calle

La historias detrás del primer curso de operador cárnico de la UTU para personas que duermen en refugios del Mides
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26 de noviembre de 2022 a las 05:00

Diego Ramírez casi no sonríe. Está concentrado detrás del mostrador, frente a una mesada atestada de huesos a los que hay que quitarles el sobrante de carne, con la mano derecha maniobrando el mango del cuchillo, el dedo pulgar haciendo presión sobre la hoja y la otra mano —la menos hábil— sujetando la pieza pronta para desmechar. Pero cuando su jefe y tutor lo felicita, el aprendiz de carnicero contrae el músculo cigomático que une el pómulo con el labio, aprieta el orbicular que rodea al ojo y deja a la vista esas arrugas por encima de la mejillas que revelan que está feliz.

“Nunca supe lo que es escuchar: ‘¡Feliz cumpleaños, hijo!’ o ‘¡Feliz Navidad, hijo!’”. Ramírez —29 años, 14 de ellos bajo la tutela del Instituto del Niño (INAU) tras el abandono de su madre y las palizas que le propiciaba su padre— jamás se imaginó vestido con la cofia y delantal de carnicero, dejando pelado los huesos y aprendiendo que las carnes tipificadas con las letras “I” y “N” —las de mejor categoría— casi no se consiguen en las carnicerías locales porque son cortes de exportación. Apenas soñaba con estudiar “algo más” para superar ese tormento que, de tanto en tanto, le vuelve y que los psicólogos le dicen estrés postraumático: la imagen de su papá sentado sobre su cuerpo débil e infantil, pegándole porque sí.

Por eso cuando en el refugio del Ministerio de Desarrollo Social (Mides) en el que vive le avisaron que se abría el primer curso de operador cárnico que realiza la UTU y la Unión de Vendedores de Carne dirigido a personas en situación de calle, no lo pensó demasiado. Se anotó sin más.

Al menos 4.601 personas diferentes pasaron por los refugios del Mides este invierno. Así lo constata la información que el Ministerio le entregó a El Observador. Ramírez es parte de ese conteo, pero también puede sentirse de los 19 “privilegiados” que cursan para ser carniceros, un oficio del que Uruguay tiene ausencia de trabajadores formados.

Porque en el país que tiene 3,37 vacunos por habitante faltan carniceros. Al menos escasean los empleados formados, esos que saben distinguir un novillo de una ternera, manejar y afilar los diferentes cuchillos, separar el matambre de la delantera de la media res, y un sinfín de secretos que esconde este oficio que surgió en Atenas hace más de 2.500 años y que, a diferencia de la mayoría de oficios de la época, lo practicaban los “hombres libres” y no los esclavos.

Ramírez es “un poco esclavo” de lo que dictaminan en el refugio donde pasa las noches para cobijarse de las tempestades de la intemperie. Este último lunes —uno de los dos días a la semana en que tiene las prácticas directo en una carnicería del Parque Rodó— faltó al trabajo sin aviso. No tiene teléfono celular ni despertador, por lo cual los educadores del refugio son los responsables de despertarlo. Y eso no sucedió.

Diego Ramírez con su tutor José Luis Fernández.

“Mientras los alumnos ‘clásicos’ de UTU se pasan mirando el celular en clase o bromeando durante las horas de los cursos teóricos, estos (19) estudiantes que vienen con historias de mucha vulnerabilidad muestran interés y parte del desafío es que aprendan rápido las habilidades de trabajo”, explica José Luis Dave, profesor de Biología, 37 años como carnicero y docente responsable de este primer curso de operador cárnico en el país de las vacas.

Si todo sale como lo planificado, en abril, cuando acabe el curso y reciban sus diplomas, los 19 estudiantes correrán con “enormes chances” de quedarse con un trabajo que, de base, paga unos $ 25.000 en la mano. Eso sí: “hay que tener claro que es un programa piloto muy corto, de solo cuatro meses, por lo cual no salen siendo cortadores, sino ayudantes de cortador”, comenta Hebert Falero, presidente de la Unión de Vendedores de Carne y fiel defensor de que los oficios tiene algo de teórico y “mucho de manipulación de la materia prima”. 

Ramírez ya sabe qué hará con los ahorros de sus primeros sueldos (si es que consigue el trabajo fijo). “Quiero salirme del refugio y alquilarme un apartamentito chico”, dice en una pausa laboral, tras lavarse las manos y cumplir al pie de la letra el protocolo de higiene que exige el manejo de carne. “Me gustaría traerme a mi hermana que está en Solymar”, sigue contando, antes de detenerse a explicar que en realidad eran nueve hermanos por parte de madre y otros cinco por la rama paterna. Y si algún día consiguiese ahorrar unos pesos, empieza a soñar, le gustaría invertirlo en los estudios universitarios. Porque ya cursa sexto año de bachillerato en el liceo Zorrilla —donde pasa las horas libres del día antes de recaer en el refugio— y va por más.

Su jefe y tutor, el carnicero José Luis Fernández, admite que “el pibe le está agarrando la mano al cuchillo”. Pero, por ahora, nada le asegura el puesto: “en la carnicería se aprovecha el 100% de la carne, se trata a las piezas con delicadeza, se siente…”, dice este hijo de gallego carnicero y hoy dueño del local El Amanecer. ¿Será este el nuevo amanecer de Ramírez?

Caído en desgracia

Cristian Camargo —36 años y apenas uno en situación de calle— acaba su turno en la carnicería Los Cortes de Malvín y se apronta un mate, se viste con una camisa que luce inmaculada y revisa su celular. Cualquiera —al menos cualquiera con prejuicios— diría que esa persona tiene su casa propia. Pero no.

Si la historia de Ramírez es de abandono y desgracias desde pequeño, la de su compañero de curso Camargo es la típica del hombre que cayó en desgracia durante la pandemia. En noviembre del año pasado, sin trabajo y tras una pelea con el hermano con quien convivía, quedó en la calle. Pasó unos meses durmiendo en una carpa en la playa de Pocitos, se negó a concurrir a un refugio porque, admite, también él tenía sus prejuicios, hasta que una noche de frío de febrero no le quedó más remedio: “Era aceptar mi realidad o morirme a la intemperie”, reconoce este expanadero y exlustrador de vehículos.

Cristian Camargo en la carnicería Los Cortes.

“El refugio no era lo que me imaginaba, me sorprendió para bien”. Camargo no se avergüenza de su nueva realidad, ni siquiera le ruboriza cuando su hija de 13 años le pregunta cómo está pasando en el refugio. “Está claro que (el refugio) no es un lugar en que quiera quedarme de por vida, pero tampoco tengo nada que ocultar: no lo tendría si un cliente me preguntase por mi vida, no lo tuve cuando un compañero de trabajo me preguntó dónde vivía y no lo tendré siempre y cuando tenga claro que mi objetivo es superarme día a día”.

Cristian habla poco de su pasado, como si lo quisiera quitar del camino para que no entorpezca su marcha. No robó, no se drogó ni estuvo “en la mala”. Pero prefiere enfocarse en lo que vendrá y en asumir que su situación es fruto de “la mala fortuna”.

Al profesor Dave no le importa la historia que carga cada uno de sus alumnos —al menos no para calificarlos—, porque “en este curso se viene a aprender y el qué dirán queda a un costado”.

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