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Bambalinas de un amor condenado

La nueva versión cinematográfica de Anna Karenina, de Joe Wright, es una apuesta excesivamente estilizada pero también fascinante del clásico de León Tolstói
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23 de abril de 2013 a las 17:12

Hay una escena crucial en Anna Karenina en la que la protagonista, una atractiva e inteligente mujer de la alta sociedad rusa, asiste a un teatro en San Petersburgo deseosa de retomar su vida social, arruinada tras haber abandonado a su marido (Karenin) por su amante (Vronsky). El conde Vronsky, un joven y apuesto oficial, le advierte que no se exponga, ya que la hipócrita sociedad zarista (que tolera sin problemas las múltiples infidelidades del hermano de Anna, Oblonsky) no disimulará su desprecio. Ella va de todos modos y es humillada frente a la mirada horrorizada de su amante, quien pide a su familia que se acerque a saludarla. “Lo que ella hizo fue peor que violar la ley, violó las reglas”, es la respuesta que recibe.

Porque aunque Anna tarde en darse cuenta, hasta que el ostracismo social al que se vea expuesta sea insoportable, la alta sociedad rusa de fines del siglo XIX es un cruel escenario y sus protagonistas son actores de una hoguera de vanidades, apariencias y reglas tácitas.

Esta teatralidad es la que el director inglés Joe Wright y el reconocido dramaturgo Tom Stoppard, autor de la adaptación del libro de León Tolstói, insisten en remarcar en la nueva versión cinematográfica de Anna Karenina. Para ello apelan a ubicar a sus intérpretes en un espacio teatral donde los personajes se mueven dejando constancia de su artificio.

En la primera mitad del filme, el espectador se adentra en la historia a través de las cortinas del escenario y con hábiles movimientos de cámara se pasa de un espacio a otro, e incluso la representación continúa entre bambalinas. A su vez, algunas secuencias evidencian su coreografía y los movimientos de los actores son deliberadamente amanerados. La elegancia de la ejecución, no consigue, sin embargo, focalizarse en lo que realmente importa y, como es previsible, la artificialidad suscita desapego emotivo.

Por fortuna, Wright parece cansarse de su propia maquinaria estética antes de que llegue a abrumar del todo al público y la relega en gran parte de la segunda mitad de la película. El cambio coincide favorablemente con una mayor densidad en el filme, a medida que avanza la historia y Anna empieza a vislumbrar las oscuras consecuencias a las que se verá expuesta por su pasión hacia Vronsky.

Pero más allá de la teatralidad cansina, Wright demuestra ser, una vez más, un excelente director de actores, en especial de su musa e intérprete de heroínas románticas, Keira Knightley, con quien ya trabajó en otras dos adaptaciones literarias: Orgullo y prejuicio (2005) y Expiación, deseo y pecado (2007). Pese a las reacciones encontradas que genera en el público, la inglesa demuestra un gran crecimiento actoral. Es capaz de recrear la luminosidad de la primera Anna (como tan bien lo hizo en el rol de Elizabeth Bennett, en el filme basado en el libro de Jane Austen) como de hacerla mutar hacia ese personaje desesperado que no tiene nada más en el mundo que el tambaleante amor de Vronsky.

Jude Law le da medida justa a Karenin, el marido engañado, tan frío como compasivo. Aaron Johnson, quien seguramente comenzará a ser más conocido de ahora en más por el público en general, condensa la mezcla de pasión, caprichosa inexperiencia y superficialidad de Vronsky, aunque la química entre Knightley y él no convenza. Y Levin, la contracara de Anna en el libro y el personaje semiautobiográfico de Tolstói, está estupendamente interpretado por el irlandés Domhnall Gleeson. Matthew Macfadyen (Oblonsky) y Alicia Vikander (Kitty) también se lucen.

Pero, además, como en las dos filmes de época que hizo junto a Knightley, Wright deja imágenes que perdurarán en la memoria. Así como la escena bajo la lluvia en la que Mr.Darcy declara ineficazmente su amor a Elizabeth Bennet, la secuencia del baile es prueba de su mejor cine y es acaso uno de los pocos momentos en los que la teatralidad de la cinta funciona. Wright le imprime una puesta subjetiva al baile de la mazurca en el que Anna y Vronsky se percatan de la pasión que los une, apelando a congelar a los actores alrededor de ellos y a destacar el sonido de la respiración o el aleteo de un abanico.

La puesta en escena es espectacular, lo mismo que el vestuario de Jacqueline Durran (quien ganó un Oscar por este trabajo) y la música de Dario Marianelli, clave en la cinematografía del director inglés, que repite con Wright por cuarta vez.

Llevar a la pantalla un libro como Anna Karenina es una tarea titánica, tanto por la densidad de la obra como por las numerosas adaptaciones que la precedieron y que tuvieron como protagonistas a actrices de la talla de Greta Garbo y Vivien Leigh. Es cierto que la apuesta de Wright peca en su estilización y que no llega a la profundidad de la obra de Tolstói, pero no por ello su versión deja de ser una apuesta arriesgada, creativa y fascinante que merece ser vista.

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