Gillian Tett
Hace diez meses, Larry Fink, jefe de BlackRock, escribió una carta abierta en la que exhortaba a los ejecutivos de empresas a implementar un “propósito social” más amplio. Lo hizo en parte porque la crisis de 2008 había provocado una reacción contra un enfoque limitado a favor de los accionistas.
Pero Fink también temía que los gobiernos no estaban asumiendo el liderazgo político en países como EEUU, por lo que las empresas tenían que llenar ese vacío.
“La sociedad está recurriendo cada vez más al sector privado”, escribió, “y solicitando que las compañías respondan a desafíos sociales más amplios”.
Vale la pena reflexionar sobre los comentarios de Fink a la luz del reciente caso Khashoggi que involucra a Arabia Saudita. Cuando escribió su carta, Fink estaba pensando principalmente en asuntos domésticos que se han convertido en puntos de fricción durante la presidencia de Donald Trump, como el cambio climático, la inmigración y el control de armas.
Pero a medida que emergen acusaciones impactantes sobre la aparente muerte del periodista Jamal Khashoggi, ha vuelto a surgir el tema del “vacío”. Hasta ahora, la Casa Blanca no ha censurado a los líderes saudíes por la desaparición del Khashoggi. El jueves, Steven Mnuchin, secretario del Tesoro de EEUU, anunció tardíamente que no asistirá a la conferencia de la Iniciativa de Inversión Futura de la próxima semana en Riad, siguiendo el ejemplo de una gran cantidad de líderes empresariales.
Un cínico podría alegar que esta protesta parece más simbólica que sustancial. Ninguna compañía ha declarado públicamente que retirará su negocio del reino. No es de sorprenderse. Los saudíes han invertido fondos en las empresas “startup” de Silicon Valley en los últimos años, y las instituciones sauditas han generado más de US$ 1 mil millones en comisiones para los bancos de inversión desde 2010.
Pero incluso si la protesta corporativa termina siendo en su mayor parte cosmética, sigue siendo humillante para Riad y puede traer repercusiones. Además, los líderes empresariales estadounidenses parecen haber hecho esto sin ninguna “cobertura aérea de la Casa Blanca”, como señala un ejecutivo.
Por defecto, en lugar de por diseño, EEUU se está deslizando hacia una situación peculiar en la que las empresas, no el gobierno, se están convirtiendo en los principales guardianes de los ideales estadounidenses en la escena mundial. No es un papel que los líderes empresariales hubieran deseado desempeñar.
Y tiene al menos dos implicaciones. La primera, las juntas corporativas estadounidenses ahora necesitan discutir urgentemente cómo manejar estas nuevas presiones. Esto no es un objetivo fácil de lograr: mientras mayores son las expectativas sociales, mayor es el peligro de decepción por parte del público, de hipocresía y de indecisión.
Uno de los factores que motivó la reciente protesta fue que los ejecutivos sintieron la presión de su propio personal para actuar, parcialmente porque las acusaciones sobre la desaparición del Khashoggi que aparecieron en los medios de comunicación estadounidenses fueron muy gráficas.
Pero el dilema que enfrentan ahora los ejecutivos es qué deben hacer cuando la represión sea menos visible. El caso de China está provocando un examen de conciencia especial, pues las empresas occidentales están intentando desesperadamente mantener sus inversiones allí en un momento en que aumentan las tensiones entre China y EEUU. “¿Qué vamos a hacer la próxima vez que los chinos metan a los disidentes o a los periodistas locales a la cárcel?”, pregunta un jefe ejecutivo. La respuesta no es clara.
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