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De olas, chicharras y siestas obligadas: los sonidos que elegimos recordar

Ocho testimonios sobre esos sonidos que, en los meses de más calor del año, se clavan en la memoria y no se borran más
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23 de enero de 2021 a las 05:00

En general pensamos al olor como el sentido de la memoria. Y está bien. Pocas cosas ponen a trabajar a los engranajes de los recuerdos con la rapidez con la que lo hace un aroma. En definitiva, olemos y asociamos. Es un golpe de efecto vertiginoso que marea y se carga de nostalgia.

Pero, ¿qué sucede con los sonidos? ¿Por qué los dejamos siempre en segundo plano? ¿No puede tener ese mismo poder de transportación temporal el croar de las ranas o el sonido de las chicharras? ¿El silbido del afilador o la grabación distorsionada del churrero? ¿Esa canción que en ese momento crucial de la vida escuchamos hasta gastar la cinta, el disco o los datos del celular?

Fábricas, tránsito, olas, benteveos, el grito colectivo de un gol, los portazos en el fondo, el ruido del aceite mientras hierve. El paisaje sonoro que nos rodea es parte de lo que somos, del contexto en el que estamos insertos. Los sonidos nos constituyen y algunos lo hacen al grado de que permanecen guardados en la memoria durante décadas. Durante toda la vida. Por eso cuando vuelven a nosotros los recuerdos se activan. Y nos conectan con lo que fuimos. 

Por sus propias características estacionales, el verano tiene sonidos que las demás estaciones no. El mar aparece con más fuerza, la calle se calienta, el viento es más apacible y el ocio hace que el oído esté más atento, más dispuesto a reafirmar ese paisaje auditivo en el subconsciente y dejar que nos invada, luego, cuando volvemos a escucharlo. Las ocho personas que participan de esta nota viven o vivieron esa situación. Aunque todos tienen edades, perfiles y vocaciones disímiles, todos tienen también una colección de sonidos que marcaron sus veranos y que vuelven una y otra vez a sus vidas como ecos de un pasado que no pueden, ni parecen querer olvidar. Les pedimos que lo pusieran en palabras y este es el resultado.

Inés Bortagaray

*Guionista, escritora

En el verano algunos sonidos aparecían y otros habituales se volvían, de pronto, más notorios, casi estridentes, como si la ausencia de cierto bullicio, el de las otras estaciones, de fragor y de trajín (el runrún de la escuela, el trabajo, las llaves, la televisión, las motos allá afuera, los días cortos de invierno), se depurara en estos otros sonidos, ahora esenciales. Los sonidos del verano se mecían entre el calor y el letargo. En el verano: la campana del heladero, claro, y las chicharras, también, pero además: los pasos de felpa para no despertar a los adultos en siestas largas, la radio (siempre mal sintonizada) en la cocina, con obituarios y con Julio Iglesias, el motor de la heladera, el ventilador de techo con las aspas girando rítmicamente en un galope, una mosca deambulando por ahí, las exclamaciones lejanas de algunos vecinos mojándose con la manguera, una cumbia a todo volumen que se acerca en auto, se posa bajo nuestra ventana brevemente (qué inspirado el creador cuando hizo la mujer) y se aleja hasta apagarse. Pero además, fuera de casa, las cascadas en Salto Chico, el estallido en el agua en una piscina, un mangangá, los perros, otra vez el heladero. El eco de todas las risas y todos los secretos vivía una vida más larga en el verano.

Claudio Invernizzi

*Publicista, escritor

Cada estación tiene sus propios sonidos. Eso lo supo Vivaldi y lo hizo música, nomás. Mientras tanto, quienes caminamos con otras simplezas por el mundo, podemos aventurarnos a identificar sonidos. Algunos de ellos vienen de la naturaleza y otros son producidos por los espíritus cambiantes del ser humano. La chicharra canta, si, claro, pero la espesura de la siesta, el entorno de la playa o el exceso de cerveza, construyen también un rumor para el verano que no es el mismo que para el otoño o para la primavera. Los espacios son otros y por lo tanto la percepción del sonido varía. No es lo mismo el sonido de un pelotazo en la playa que en un gimnasio, ni tampoco suena igual el grito de quien lo recibe sorpresivamente en el cuerpo, por ejemplo. 

A propósito, mi memoria auditiva del verano tiene que ver con tres cosas: la primera es la música que llegaba desde el Pabellón de las Rosas de Piriápolis hasta mi casa, todas las noches de enero, embebida en el metal del techo de ese espacio y distorsionada por la distancia de cuatrocientos metros, la segunda son las voces de los niños en la playa que esporádicamente quiebran el aire, generando una dimensión auditiva misteriosa mientras uno está tirado al sol y con los ojos cerrados, y la tercera, sin dudas, es la moto parlante que indistintamente puede ofrecer salame cortado grueso, filtro solar o jabón de lavar, todo a muy buen precio. 

Florencia Núñez

*Cantante y compositora

Era verano de 2011. Yo tenía entonces 19 años, a punto de cumplir los 20. Estaba de vacaciones de la facultad, ya vivía en Montevideo, y tomaba un trabajo aquí en La Paloma como excusa para pasarme todo el verano en casa de mis abuelos. 

Me había hecho de una bicicleta –era la época de Qué planes tienes para el sábado, recién compuesta– y mi trayecto al trabajo lo hacía todo por la costanera, desde la casa hasta el hotel donde trabajaba. Para hacer ese camino más ameno (debo decir que hay un repecho muy grande sobre el Cerro de la Virgen en Costa Azul, y luego una bajada preciosa) un amigo me prestó un mp3. Recuerdo que tenía poco espacio de almacenamiento, era rústico, pero me servía. En ese momento estaba intentando ampliar mi horizonte musical, escuchando más mujeres y en lo posible que no fueran uruguayas. 

Entonces llegó este disco, Infinito particular, de Marisa Monte, que por alguna razón se metió de lleno como banda sonora de ese verano, de esas pedaleadas al trabajo. Fue muy inspirador pedalear con canciones como Vilarejo, Pra ser sincero. Hasta el día de hoy escucho esa música y me transporta a ese verano de descubrimiento, en el que empezaba a tocar mis canciones para pequeños aforos –paradójicamente, casi como ahora– en bares de La Paloma y alrededores. 

Este verano se cumplen diez años de ese verano (ya voy a cumplir 30) y en este tiempo que pasó no podría estar más agradecida con las cosas que me ha tocado vivir y por las canciones, por supuesto. De alguna manera ese álbum de Marisa Monte, también paradójicamente llamado Infinito particular, me conecta con un verano donde se abrió para mí un camino de aprendizaje infinito.

María Elena Marfetán

*Cocinera

Primero el ruido. Considero a los veranos ruidosos, ya sea por mi vida acá en Punta del Este o en La Paloma. Ruido, gente, risas, bocinas. Mucho ruido. Después, particularmente creo que en verano las hojas de los árboles cuando hay una brisa suenan distinto, más suave. No sé porqué, pero lo hacen. Los pájaros desde temprano me asombran siempre, también. En otros veranos, cuando llegaba a casa de trabajar hasta las cuatro de la mañana, me encontraba con pájaros madrugadores. Y cuando salís del ruido, los pájaros de verano tienen un papel hermoso en los sonidos del balneario. 

Después el mar. El mar en verano es sereno. Es calmo. Es esa ola que parece estar permanentemente llegando a la orilla, pero que es tranquila y mansa. Rara vez el mar está enfurecido en verano, y por eso suena tranquilo. La lluvia también suena distinto, quizás porque el asfalto está muy caliente. Si la comparara con uno de los sonidos de la cocina, es como si tirara un chorro de agua en una plancha.

En mi niñez en La Paloma los sonidos eran los de un balneario tranquilo, pero si me tocaba ir a la casa de mis abuelos en Rocha me acuerdo que en las siestas obligatorias, en la ciudad vacía y silenciosa, aparecían las chicharras. Las tengo marcadas como el sonido del verano. Y los mosquitos. Cuando tenés solo cinco horas para dormir y ese zumbido de verano no te lo permite.

Fabián Severo

*Escritor, profesor

Cuando el mormazo ablanda el bitumen o hace surgir vapor de las piedras, todos estamos obligados a buscar una sombra, un refugio, algo. El sol de Artigas abre la boca, muestra sus dientes, y nadie se anima a salir. Parece un pueblo fantasma. Silencio de fuego. Los perros esconden sus ladridos. En el verano de Artigas, hasta hablar da calor. Entonces, el mundo todo es de las chicharras que solo conocen la letra erre. 

Alguna tarde, cuando el sol baja los brazos, un heladero se anima a atravesar el calor con su conservadora de espuma plast, y su campana de lata, tan tarán, tan tararán… El verano de Artigas tiene una campana enfriando las calles.

De tardecita, las ranas serruchan la tarde, pidiendo agua, y los perros se animan a ladrar, esperando respuestas. 

Mis sonidos del verano en Artigas son la campana de un heladero, el serrucho de una rana, los ladridos… y todo envuelto en chicharras. Siempre el canto de las chicharras. En Artigas, las chicharras cantan hasta de noche.

Victoria Gadea

*Politóloga

Crecí en un balneario y el verano era el momento más deseado de mi vida. Así que los sonidos que aparecieron son todos muy domésticos.

El primero es el sonido de la parrilla al prender el fuego, en particular el sonido de una piña cuando revienta. 

El segundo es el sonido que se produce al caminar sobre arena suelta. Ese sonido agudo y muerto me encanta. 

El último es el croar de las ranas al caer la tarde. Todas las tardecitas de verano con Ani, mi mejor amiga, nos tumbábamos de espaldas sobre un tronco a leer y conversar, y recuerdo ese sonido anunciando el fin del encuentro como un momento memorable. 

De los tres, el único que no puedo reproducir por voluntad propia ni fuera del verano es el de las ranas. Sin embargo, entiendo que es muy personal. 

Gastón Atchugarry

*Director de Atchugarry Arquitectura & Construcción

Me mudé a Parque de Solymar cuando tenía un año. Mis padres y abuelos fueron de los primeros pobladores del barrio que tenía solo unas pocas casas perdidas entre montes de eucaliptus. Mi tío Pablo ya había emigrado a Italia a perseguir el sueño de convertirse en artista y nos visitaba en diciembre para pasar las fiestas en familia. En esas semanas de verano esperábamos a que se apagasen los últimos tonos anaranjados del cielo y, armados con calderines y faroles, marchábamos a pie hacia la playa de la bajada veinticuatro. El trayecto era acompañado por el canto de las ranas que se escondían en las cunetas. También las escuchaba cuando íbamos con mis hermanas hasta el almacén en bicicleta a buscar algún ingrediente para la cena o cuando subíamos de la playa después de barrenar olas toda la tarde.  

La muerte de mi padre determinó el fin de mi aventura capitalina y la vuelta a Solymar para ocupar la casa que dejó vacía. Ya no es el mismo lugar agreste. Las casas se desparraman sobre todas las cuadras. Ahora tenemos un bar sobre la playa y el almacén se transformó en un supermercado. Lo único que resiste al paso del tiempo son las calles de tierra y sus cunetas llenas de agua estancada. Las ranas siguen estando ahí. No se callaron. En cada nuevo verano, su canto me inunda con la calidez de los recuerdos. Las escucho mientras camino con mi sobrina sobre los hombros, atravesando ese portal donde se une el pasado con el presente.

Alexandra Morgan

*periodista, productora, editora

El mundo sonoro es tan rico y tantas veces lo ignoramos. ¿Por qué? ¿Será el exceso de ruido que nos rodea? Hay una sensación que había olvidado y que hace poquitos días reviví; no eran las aguas del rio Negro sino las del Río de la Plata, pero los remos tocando la superficie, barriendo y saliendo (un, dos, tres en el aire; un, dos en el agua). Al poco rato la magia se produjo, un mantra que transporta. Algunas canciones volvieron a mí, pequeñas, pegadizas (row, row the boat gently than the stream..., o “río abajo, río abajo, río abajo, río abajo por el alto Paraná..."), las vuelvo a cantar mientras escribo. Creo que el sonido de las charlas largas también son representativas. Las caminatas por la orilla de la playa, convencidos –mi interlocutor y yo– que haremos mil ajustes y cambios en el año que comienza. La mayoría de los objetivos no se cumplen, pero se renueva la fe cada verano. Este año, ¿será igual? Estas primeras semanas estivales en Montevideo me sorprenden con un silencio amigo y unas calles apacibles. Creo que los grillos pidiendo agua –en secas eternas– cierran perfecto mis sonidos de muchos veranos, algunos muy calurosos, otros más confortables.

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