Todos los hombres por naturaleza desean conocer, dice Aristóteles en su Metafísica. Ya desde el comienzo de su obra anticipa que al momento de “desear conocer” ante todo se está “deseando”, o sea que “conocer” no sería posible si no hubiese primero “deseo” de hacerlo. El hombre de la Grecia Antigua deseaba saber, buscaba des-ocultar las verdades del mundo, incluso sus dioses daban “señales” obligando a encontrar las respuestas (clara diferencia con los dioses de las religiones monoteístas que no daban señales, sino directamente “órdenes”: las tablas de los mandamientos son una muestra de ello). Desde la expansión del Cristianismo, el hombre pasa a tener otro tipo de deseos. A partir de ahí desea “creer”. Pero, ¡oh casualidad!, faltaba una etapa superior del deseo: ¿Cuál es? La del “desear tener”. Pasamos así del “desear saber” al “desear creer” para desembocar en el “desear tener”. ¿No faltará aún la llegada de lo más importante, a saber, del deseo de ser felices? Vivimos queriendo ser felices. Pero, ¿hacemos algo realmente para lograrlo?
Desear nos arroja permanentemente al futuro, a la esperanza que nunca se detiene ante un presente que nos deja permanentemente incompletos. Desear es un tipo de dispositivo mental que nos quita la silla del descanso, es un verbo conectado con una “promesa de algo que vendrá”, pero que nunca estará saciado plenamente. Para colmo la sociedad moderna nos obliga a desear y esto nos encadena a trabajar horas extra (esperando las ansiadas vacaciones), vestirnos a la moda, desear lujos, y cuando todo ello está asegurado, deseamos “poder de dominio”, el más venenoso de todos los deseos, pues cediendo a él podemos olvidarnos de ser felices. Quien desea poder, en definitiva, tiene la necesidad de sobresalir, de ser respetado y verse prestigioso a los ojos de los demás. Pero ya Aristóteles en la Ética Nicomaquea afirmó que si bien muchos ponen la felicidad en los honores, estos no pueden proveer la felicidad auténtica, ya que los honores dependen de quienes los otorgan y la felicidad verdadera, para el filósofo griego, debía ser autosuficiente. Por eso la felicidad estaba mucho más conectada con la virtud que con el poder.
Nací en un pueblito de Santa Fe en donde la ética de “acumular” era el norte. Crecer económicamente te hacía respetable ante tus pares y todos deseaban comprar una máquina cosechadora al término de cada buena cosecha. Sin embargo, un buen día mi padre, Jorge, plantó bandera y decidió no desear más maquinas. Dijo que hasta allí llegaba su carrera por conseguir éxito económico. Le decían “el duque”, trabajaba para vivir feliz, se iba a pescar el sábado y regresaba el lunes. Comer un asado con amigos y jugar al tenis lo realizaban mucho más que acumular cosas materiales. ¡Nunca lo entendí hasta leer el Fausto de Goethe! Mi padre nunca le vendió su alma al diablo del deseo. Jorge entendió que el camino de desear más y más no tiene final. Cuando en la obra de Goethe Fausto le pide a Satanás que se detenga, cae en la cuenta de que ya no había vuelta atrás. Era demasiado tarde. Estaban por construir una ruta que pasaría por la casa de dos viejitos que vivían allí. Fausto le pide al Diablo que desvíen el camino. Pero Satanás construye la ruta pasando por encima de la casa de los viejitos y los mata. En ese momento, Fausto se quiebra emocionalmente. La sociedad en la que vivimos es “fáustica”, arrasa todo lo que se le interpone en pos de crecer y acumular deseos de poder. El mayor problema generado por este deseo diabólico es que nos pasa por encima a nosotros mismos, nos termina destruyendo. Si no le ponemos freno a esta pulsión exacerbada, nos convertimos en la pareja de viejitos de la que habla Goethe: nos elimina el demonio del deseo.
El deseo filosófico, a diferencia del fisiológico (deseo comer y dormir porque si no me moriría), no tiene final y hay vínculos entre deseo y angustia que ya fueron señalados por el filósofo danés S. Kierkegaard. La angustia proviene del vacío que nos habita, de la incertidumbre con la que vivimos. Intentamos vanamente llenar esa nada originaria y por eso tenemos deseos. Friedrich Nietzsche considera que la voluntad de poder es una característica humana, demasiado humana. Pero si se lo reinterpreta, también nos da la posibilidad de “matar al Dios del deseo”. Quizás ello nos oriente hacia el camino de la ansiada felicidad.
Termino estas líneas recibiendo el rating de mi programa de anoche. Les cuento que no fue bueno. Pero no haré cosas que no siento para saciar el deseo de medir más que pide mi ego, elijo (no sin angustia) ser feliz con menor número pero con mayor realización personal. Tal vez sea el camino.