Opinión > ANÁLISIS

El despiste de los generales

El concepto de honor militar, una grieta con los valores de la sociedad
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07 de abril de 2019 a las 05:00

Los sucesos que desembocaron en la remoción de siete generales de la principal fuerza armada del país, el Ejército, amerita diversos ángulos de análisis. Un primer abordaje son los episodios en sí, cuánto de aciertos y cuánto de errores hubo en lo distintos niveles del gobierno, el oficialismo y la oposición, qué figuras revelaron vuelo de estadistas y qué figuras demostraron sus limitaciones en temas tan delicados; y como tema no menor, la inculpación del ministro de Defensa Nacional Jorge Menéndez, el gobernante que actuó con más afinamiento en las formas, los contenidos y los tiempos.

Un segundo ángulo analítico tiene que ver con cómo se han manejado todos los gobiernos desde la restauración institucional, en cuanto al apoyo a unas u otras corrientes militares, así como el peso adquirido por la corriente hoy dominante, sostenida –a partir de matices diversos– tanto por el gobierno de Lacalle como por los gobiernos frenteamplistas.

Un tercer enfoque tiene que ver con el manejo de los hechos del pasado a partir del modelo de transición institucional, y los condicionantes y límites que cada modelo tiene, en relación a los tres o cuatro grandes modelos clasificados en los estudios transitológicos; pero, además, cuánto son limitaciones intrínsecas al modelo transicional, cuánto son frenos autoimpuestos por el sistema político (o parte de él) y cuánto son límites con los que el sistema político se topa y no logra remover.

Hay un cuarto tema, eje de este análisis, referido a los valores que surgen de los dictámenes de ambos tribunales de honor del Ejército y, por tanto, de los valores que sienten y expresan los siete  generales responsables del procedimiento. Como paso previo, tres consideraciones.

Una, todos los oficiales actuales –incluidos los generales– como mucho fueron cadetes o alfereces en la época de los acontecimientos (quizás alguno haya llegado a teniente): nada tienen que ver con la comisión de los hechos cuestionados del periodo militarista. Dos, todos ellos han demostrado una plena lealtad institucional y apego al sistema democrático republicano basado en partidos políticos, elecciones y libertades. Tres, todos los generales y coroneles ascendieron a sus respectivos grados actuales bajo gobiernos del Frente Amplio y con la consiguiente venia de la Cámara de Senadores, la mar de las veces otorgada por unanimidad (apoyo de todos los partidos políticos)

A partir de esas consideraciones, cabe analizar las líneas maestras en cuanto a valores y concepciones del honor militar que surge de los dictámenes de los tribunales de honor: que torturar a un preso o prisionero indefenso, matar a un preso o prisionero indefenso, desaparecer el cuerpo, falsear los hechos para ocultar su muerte, no afectan el honor militar. Pero que sí en cambio afecta el honor militar la falta de solidaridad corporativa. Prima facie, parece una inversión de valores para los valores dominantes en la sociedad uruguaya, al menos en décadas últimas.

Una línea de pensamiento parte de que en la época hubo una guerra y los hechos deben analizarse con la lógica de la guerra, lo cual quedaría avalado por la declaración parlamentaria del Estado de Guerra, que tuvo vigencia desde mediados de abril a julio de 1972; y en términos fácticos los comandos militares declararon el fin de la guerra y la “derrota del enemigo” a fines del mismo año. Solo en ese periodo puede argüirse la calidad de guerra, ni antes ni después. Pero no hubo una guerra externa, ni una guerra interna como en la España de 1936-39 entre ejércitos enfrentados, ni una guerra civil entre partisanos y milicianos como en la Italia de 1943-45; hubo actos armados de grupos guerrilleros (con muertes de uno y otro lado, y de terceros), actos que en Alemania, España o Italia fueron enfrentados por la policía, con buenas o malas prácticas, y no fueron calificados de guerra.

Pero si como hipótesis de trabajo se asume que hubo una guerra, no puede obviarse que en el mundo rige la doctrina de que toda guerra tiene límites y no permite cualquier cosa. Ello desde la convención de Ginebra de 1864 hasta la de 1949 pasando por las de 1906 y 1929, sobre protección de poblaciones civiles y trato a los prisioneros (porque si hay guerra, o son civiles no beligerantes o son prisioneros de guerra, unos y otros protegidos por las convenciones). La segunda guerra mundial y los juicios posteriores en Alemania, Japón y países ocupados por las potencias vencidas, marcan la plena emergencia de la condena a los crímenes de guerra. Que los crímenes de guerra sean práctica corriente hoy, como se ha demostrado en años recientes en Afganistán, Irak, Libia, Ruanda, Siria, la ex Yugoslavia y muchos lugares más, no invalida ni erosiona el principio de la existencia de la doctrina de crímenes de guerra y de delitos de lesa humanidad.

Pero fuera del ámbito político, jurídico y militar, cabe remitirse a los valores criollos que se encuentran en el Martín Fierro y la literatura gauchesca, ya desde el siglo XIX: “no se patea a nadie en el suelo”, “ningún hombre que se sienta como tal pega de atrás”, “los hombres pelean cara a cara y de igual a igual”; lo otro, el que patea en el suelo, el que pega de atrás, es considerado un maula. La tortura es por tanto un acto de cobardía, la muerte de un preso mayor de edad y enfermo (como el balazo en la frente a Julio Castro) es un acto de cobardía. La cobardía, como los crímenes de Guerra, deshonran a cualquier institución militar. No entender esto, como no lo entendieron los generales removidos, indica un fenomenal despiste en materia de valores y abren una formidable grieta con la sociedad. 

Las instituciones se fortalecen cuando combaten sus focos pútridos. El general Seregni fue un gran defensor de la institución militar, y eso le trajo algunas afectaciones en sectores de la propia izquierda. Fracasó en hacer entender a muchos, políticos y militares, en primer lugar al teniente general Hugo Medina, entonces comandante en Jefe del Ejército, que la defensa de la institución militar pasaba por su autodepuración, pasaba por que el Supremo Tribunal Militar juzgase a los grandes violadores de los derechos humanos.

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