Opinión > COLUMNA/VALENTÍN TRUJILLO

El tamaño de la libertad

Mi designación al frente de la Biblioteca Nacional del Uruguay me obliga a retirarme de este espacio, donde escribo desde hace más de una década. Aquí va mi “hasta luego”
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08 de marzo de 2020 a las 05:00

Durante una cantidad de tiempo absolutamente generosa –más de una década– el diario El Observador me ha permitido escribir columnas en sus páginas. Empecé en las contratapas, en los suplementos de verano, culturales, y en las páginas de diversas secciones que acogieron la pluma de este servidor de la palabra, de manera salpicada pero constante entre el verano de 2006 y este mes de marzo de 2020.  

Un amigo periodista me dijo un día que nada de lo humano me era ajeno, y podía tener cierta razón, porque al inicio, tan retoño, hubiera escrito un ensayo sobre un clavo herrumbrado si eso significaba la chance de publicar. Repaso algunos de los temas en los que centré mis columnas, para dar una idea del mapa mental que me ocupaba por entonces: los horneros de la rambla de Punta del Este, cómo y por qué los Creedence no eran sureños aunque hacían rock sureño, la longevidad de Ernst Jünger, el talento de Peter O’Toole, las invasiones inglesas en Maldonado, la obra del historiador brasileño Laurentino Gomes, la desgraciada vida de Pete Best, la pericia literaria de Elías Canetti, un purasangre en San Isidro, Nikki Lauda, Oasis, el boxeador panameño Roberto “Manos de Piedra” Durán, las islas que en plena crisis pusieron a la venta los griegos, la vida de Serafín J. García, el espía soplón Snowden, las marcas de Willem Dafoe, las series danesas, la garganta de John Fogerty, Santa Rosa de Lima mandando tormentas a los piratas, la Guerra del Paraguay, el planeta de los simios, un caballo ganador del Kentucky Derby y el antiguo río Rubicón. Incluso, gracias a una idea juguetona del editor Simón Gómez, y con el aval infinito de Ricardo Peirano escribí travestido bajo el seudónimo Mariel Racconteur. Saddam Hussein, el Nobel a Dylan, la gigante Lisa Block, la muerte de Zygmunt Bauman, la vida de Natalio Botana, un grupo de metal peruano que canta en quechua. Repaso ahora la lista aleatoria y sonrío en mi interior: parece un guiño lejano que remeda vagamente al tango Cambalache.  

Los temas parecían infinitos e inagotables, pero cada día que me enfrentaba a la escritura de una nueva columna volvían las dudas, las variantes de estructura, el mejor anzuelo para el lector, el mejor remate. Los amigos de la redacción siempre me daban tema y letra, desde un caballo oriental de Napoleón que se llamaba Montevideo hasta la semiótica oculta de las Vespas, y la discreta calle Brandzen, “la espalda de 18”, que luego sin saberlo me diera la mecha inicial de una novela. 

De muchas me arrepentí, de algunas guardo un orgulloso recuerdo, pero juro que en casi todas me divertí como chancho. Escribí sobre mis viajes, de Galicia a las Malvinas, de Cartagena a Valparaíso, de Cuernavaca a Londres, de aldeas adventistas en Entre Ríos profundo a escuelitas rurales en Buricayupí. Sobre mis obsesiones, mis fobias, mis enojos, mis amores. También sobre mis golpes más duros, como la muerte de mi padre. Veo el conjunto ahora, en retrospectiva, y entiendo el tamaño de la libertad que tuve en tinta, papel y rienda suelta. Y eso debe ser agradecido. 

La nueva administración de política cultural pública, con el ministro Pablo Da Silveira a la cabeza, me convocó a dirigir la Biblioteca Nacional del Uruguay, lo que significa para mí un honor inmenso y un sentido de responsabilidad profunda. Es por ese motivo que dejo estas páginas que durante tanto tiempo envolvieron mis ideas y delirios. 

Ahora, con más generosidad, el editor Gonzalo Ferreira me asevera que luego del eventual “interregno” del servicio público, hay aún espacio pendiente para futuras colaboraciones. Por lo pronto, mi pluma queda quieta en el tintero. A los lectores, hasta luego. 

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