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Entre la casualidad, el esfuerzo y la vocación: las historias de los uruguayos que bailarán en París

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09 de septiembre de 2019 a las 05:00

La Escuela Nacional de Danza retumba. Los golpes se sienten en el techo, el piso y las paredes. Hacen vibrar los vidrios de las ventanas y los espejos amurados en todos los salones de clase y las salas de ensayo. Es una resonancia constante, pero que tiene un ritmo particular, que baila. Son las botas de folclore zapateando los pisos de parqué y las boleas dándose una y otra vez contra el entarimado. Son los zapatos de taco de tango arrastrándose por el suelo y elevándose en el aire, mientras los mocasines golpean y se afirman contra el piso.

Los golpes y zapateos se escuchan una y otra vez, más rápidos, más lentos, más fuertes, más suaves. Y son los mismos que se escucharán agitar un escenario de París la semana próxima. Porque el próximo miércoles 11 de setiembre una delegación de cuatro estudiantes de las Escuelas de Formación Artística del Sodre viajará a la capital francesa para bailar frente a la Delegación Permanente del Uruguay ante la Unesco. Será la primera vez que estudiantes se presentarán en la sede. También bailarán en la Embajada de Uruguay en Francia. El talento nacional saldrá a la seducción de la cultura parisina.

Así, enmarcado en esa movida de títulos rimbombantes y diplomáticos, el espectáculo –como parte de la candidatura de Uruguay para ocupar un lugar en el Consejo Ejecutivo de la Unesco durante el período 2019-2023– tiene de fondo cuatro historias. Son las vidas de los bailarines que viajarán a Europa para representar a Uruguay con el folclore y el tango, elegidos entre cientos de estudiantes que audicionaron para la oportunidad.

Los cuatros bailarines vienen de lugares más o menos distintos. Algunos cargan en sus espaldas años y años de bailar, de formarse –sobre todo– en el arte de la obstinación. Otros se encontraron con los encantos de la danza un poco más de grandes. Todos mantienen la convicción de que el baile es el camino que quieren seguir. Algunos mezclan las clases en la Escuela Nacional con trabajos de oficina que, al menos por ahora, pueden soportar esas ganas de poder vivir bailando.

Así, mientras repasan los últimos detalles de las coreografías de tango y folclore, los bailarines conversaron con El Observador y compartieron sus historias. 

Tango: Kelvin Cal & Camila Rocha

Kelvin Cal tiene 26 años y hasta hace 20 meses no bailaba ni cuando salía al boliche. Por estos días se prepara para representar a Uruguay en París con una coreografía de tango. Nunca pensó que iba a dedicarse al baile, de hecho ni siquiera escuchaba tango, no le gustaba. Pero conoció a una chica.

Camila Rocha (24) es esa chica, la culpable de todos los cambios, dice Kelvin y ella se hace cargo. Camila baila tango y casualmente también forma parte de la delegación que viajará a Francia la semana próxima. Van a bailar juntos.

En un año y ocho meses, el tango tomó por asalto la vida de la pareja. Aunque los planes de Kelvin eran otros: estudiar un oficio y ejercerlo sin muchas más complicaciones. Pero cuando las Escuelas de Formación Artística del Sodre incluyeron la carrera de tango en su plan de estudios, dos años atrás, Camila le insistió a su novio con que tal vez podían hacerla juntos. Ella ya había terminado la carrera de ballet en el Sodre y había intentado incorporarse al Ballet Nacional, pero no lo había conseguido. Para el ballet, el reloj biológico es tirano y ya con 22 años volver a intentarlo en la compañía parecía demasiado tarde.

Kelvin dijo que se dejó convencer para dejarla contenta. Así, el día de las audiciones para entrar a la Escuela, fueron juntos.

“Sabía que no iba a entrar, entonces no perdía nada. Cuando llegué todos estaba estirando, eran hombres que venían del ballet, con años de formación. Y yo ahí. Fue rarísimo”, recuerda él. En un confuso episodio, dice, quedó seleccionado. Relata que la danza lo fue atrapando: “Ahora soy yo el loco por el tango”.

El curso, gratuito para el estudiante, exige 20 horas presenciales por semana. Kelvin arranca su jornada en un taller mecánico a las ocho de la mañana. Sobre las cinco de la tarde se va para su casa y a las ocho de la noche se encuentra con Camila en el Palacio Lapido para las clases. Terminan a la medianoche.

“En el laburo me tomaron el pelo, imaginate. Llenaron todo de fotos mías con tutú de ballet puesto con Photoshop. Porque claro, decís que entrás al Sodre y la imagen que hay en muchos lados es de solo ballet”, dice Kelvin. Todo eso cayó por su propio peso y ahora sus compañeros de trabajo son sus principales fanáticos. “Todo el tiempo me preguntan cuándo voy a bailar”, cuenta.

Para Camila nunca hubo otra opción, sería con la danza o no sería. A los 8 años empezó a bailar en academias privadas y a los 12 empezó la formación profesional, siempre dentro de la danza clásica. “Hasta que conocí el tango, me encantó y dije ‘yo quiero hacer esto’”, explica. Es que, para ella, el tango tiene algo distinto que le permite al bailarín estar más cerca de la gente, a la vez que genera una conexión especial con el otro bailarín. “Cuando uno ve bailar a una pareja y le gusta es porque los dos están bailando bien”, resume.

En la cuenta regresiva a París, los nervios pesan. “Quiero hacer las cosas bien. A veces me pongo a pensar que bailo hace un año y ocho meses y me pregunto si soy yo el que está capacitado para hacer esto. Pero por algo me eligieron, trato de tirarme para adelante”, dice Kelvin. Cree que hacerlo –y hacerlo bien– va a ser un elemento probatorio más a favor de su causa y es que más personas que quieren bailar y no se animan porque no se consideran lo suficientemente buenas, se arriesguen. Ya lo dijo Kelvin el día que acompañó a Camila a las audiciones: no hay nada que perder.

Folclore: Deborah Menciones & Iván Basan

Deborah Menciones tenía 12 años cuando la telenovela El clon sacudió la pantalla de la televisión uruguaya. Entonces la invadió toda la cultura oriental y, tal vez como muchas otras niñas y niños, le pidió a su madre que la llevara a aprender danza árabe.

Deborah se crió en una casa de artistas. Su padre es fotógrafo y su madre bailarina. Desde chica le dijeron que dedicarse a esto estaba bien. “Si elegís para tu vida ser bailarín, no es fácil. Pero, ¿hay algo más lindo que vivir de lo que te gusta?”, se pregunta hoy, 17 años después del estreno de la telenovela que lo cambió todo. La bailarina de 29 años está cursando el sexto semestre de la carrera de folclore. Dice que en el futuro, cuando obtenga el título, solo le quedará una opción posible: seguir bailando.

“Respeto mucho lo que bailo, por eso cada nuevo ritmo que me toca bailar lo estudio, me formo. No me va a dar la vida para estudiar todas las danzas, pero no me gusta hacer las cosas por arriba. Por respeto a la danza y también a los bailarines que dedican su vida entera a un solo género”, explica.

En París va a bailar con Iván Basan, que tiene 26 años y está en el mundo del folclore hace 15. “Me llevó mi abuela. Tenía 11 años cuando un grupo de personas pasó por mi escuela contando que estaban dictando clases en la Casa de la Cultura del Prado. No sé por qué me interesó”, recuerda Iván, que hasta antes de ir a la primera clase nunca había visto bailar folclore.

Bailó en varias academias. En este momento divide sus jornada entre los cursos de la Escuela Nacional –está en el último semestre de la carrera–, un trabajo a medio tiempo de oficina en una empresa de servicios informáticos y otro trabajo como docente de danza en dos escuelas. Tiene clarísimo que haber optado por esto “es un salto al vacío tremendo” porque “la desinformación” que tienen los uruguayos respecto a sus raíces culturales genera que su trabajo “no se valore tanto”. Y critica que el único cuerpo estable de danza que tiene el país sea de ballet.

Deborah e Iván comparten un compromiso –que con esta oportunidad de viajar a París se asienta en ellos un poco más– y es el de mostrar la danza uruguaya por el mundo.
 

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