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Por Eduardo Anguita
Hace ya más de medio siglo, el polaco nacionalizado estadounidense Zbigniew Brzezinski auguraba el fin de la era soviética. En 1970 escribió un libro, La era tecnotrónica, en el cual explicaba las ventajas de la libertad de mercado y la flexibilidad de la iniciativa privada por sobre las pesadas burocracias y narrativas en las que había caído el Kremlin. Era plena guerra fría y quizá muchos tomaron ese libro como una batalla cultural y no como el análisis riguroso de ese hombre que, a los 42 años, había conocido de niño la Alemania de Adolf Hitler y la Unión Soviética de José Stalin gracias a que su padre era diplomático.
Más allá de la influencia y la vivencia familiar, Brzezinski se convirtió en uno de los intelectuales lúcidos con acceso directo al poder. Su tesis no era solo una defensa del orden privado, para nada. Apuntó en ese texto a mostrar cómo las universidades norteamericanas estaban forjando jóvenes emprendedores capaces de ser los pioneros de lo que ahora llamamos la era digital: la velocidad en adquirir conocimientos se podía transformar en capacidad empresarial. La tecnología requería iniciativa. En cambio, el aparatoso sistema del Kremlin impedía, según su tesis, que los avances de los ingenieros soviéticos pudieran sortear las trabas burocráticas y el control de sus sistemas de inteligencia.
La llamada caída del muro de Berlín en 1989 y, sobre todo, la implosión de la Unión Soviética dos años después, pusieron fin a la Guerra Fría. El llamado Consenso de Washington de 1989 promovía el ultraliberalismo económico en el planeta y Brzezinski fue uno de los arquitectos del avance del libre mercado en el este europeo y hombre clave del banquero más importante de aquellos tiempos, David Rockefeller.
Por una curiosidad -y con la ayuda y la habilidad de Rockefeller y Brzezinski- las acciones de tres polacos tuvieron roles determinantes en el derrumbe de los gobiernos del este europeo que acompañaron la caída de la ex Unión Soviética. Uno fue Lech Walesa, creador del sindicato Solidaridad en 1980 y convertido en presidente en 1990 abriendo Polonia a las inversiones europeas y estadounidenses. Otro polaco destacado fue Karol Wojtyla convertido en Papa en 1978, opositor acérrimo de los gobiernos de tinte comunista alineados con los soviéticos.
El tercero fue el propio Brzezinski, que fue secretario de Estado de Jimmy Carter precisamente cuando Wojtyla se convertía en Juan Pablo II. Pero, sobre todo, fue el pionero del cambio de paradigma. El mismo año en que su libro La era tecnotrónica salía a las librerías, Rockefeller creaba la Comisión Trilateral, con empresarios y académicos europeos, japoneses y estadounidenses. Brzezinski fue el timonel de esa entidad exclusiva que se anticipó al escenario que llegaría con las nuevas tecnologías y que siguió siendo un hombre de referencia para empresarios y estadistas hasta su muerte en 2017.
La visita de Nancy Pelosi tensó las cuerdas entre Beijing y Washington, no solo porque los dirigentes comunistas chinos vieron en ella una intromisión en asuntos que consideran propios sino porque se libra la segunda batalla de la era tecnotrónica. Y, esta vez, la paradoja es que un gobierno comunista logró avanzar pese a ser centralizado y parezca burocrático con sus consabidos planes quinquenales y su bandera roja. China es un país que pasó del feudalismo al socialismo con Mao Tse Tung y de ese socialismo arcaico pasó a la vanguardia de la tecnología y el patentamiento de inventos y descubrimientos.
En efecto, mientras Estados Unidos manejaba cerca del 37% de la fabricación mundial de chips y semiconductores en 1990, ese porcentaje cayó abruptamente al 12% hacia 2020, de acuerdo a datos de la Asociación de la Industria de Semiconductores. En forma paralela, en el mismo período, la participación de China en la fabricación aumentó un 15%.
Un año antes, en 2019, China se convertía en el país que más inventos patentaba, de acuerdo a la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), una agencia de las Naciones Unidas con sede en Ginebra. En 2020, el año de la pandemia, China pedía patentar a la OMPI la cifra más alta jamás registrada.
Durante la pandemia no descendió el pedido de patentes, ya que las tareas inventivas no requerían movilidad y, por el contrario, las medidas de clausura agudizaron la necesidad de nuevo modos de producción y circulación de bienes, personas y conocimientos.
Para ver la disparidad que existió en materia de requerimiento de patentes entre Estados Unidos y China, según datos de la OMPI, en 2019 China pidió registrar 1.000 invenciones más que Estados Unidos mientras que en 2020 la diferencia se multiplicó por diez: China presentaba 68.720 solicitudes (+16,1% de crecimiento anual) y Estados Unidos presentaba 59.230 solicitudes (+3% de crecimiento anual).
La escasez global de chips y semiconductores se puso en estado crítico a partir del último trimestre de 2021 cuando los efectos de la pandemia del Covid 19 bajaban de forma constante. La demanda de chips va desde los fabricantes de armas hasta los de heladeras. Todos requieren de ese ladrillo de la era tecnotrónica en pleno siglo XXI.
Taiwán es el principal fabricante de chips del planeta. Es una pequeña isla con menos de 30 millones de habitantes, que China no le reconoce autonomía pero que tampoco se la reconocen las Naciones Unidas desde 1971, que consideraron que hay “una sola China”, la que ya tiene más de 1.300 millones de habitantes y se encamina a ser, quizá en 20 o 30 años, la primera potencia de la Tierra.
Pese a su fragilidad relativa, hoy Taiwán es indispensable para Estados Unidos y también para China continental, que en la última década fue también cliente y proveedor de materias primas. Estados Unidos pretende que la compañía taiwanesa TSMC -la mayor fabricante de chips del mundo- invierta en suelo norteamericano.
La guerra fría de los semiconductores es más silenciosa que los drones o los misiles pero pueden causar estragos mucho más grandes. China crece a paso de gigante pero no produce la cantidad de chips que requieren sus industrias. La primacía absoluta de esta industria vital está en manos de Taiwán y Corea del Sur, dos países que no son precisamente amigos de Beijing. Es cierto que China está invirtiendo para lograr el autoabastecimiento, pero eso puede demorar años. Las batallas de esta era tecnotrónica son en un mundo interdependiente.
La escala “inesperada y no programada” de la presidenta de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos Nancy Pelosi a Taiwán coincidió con la aprobación en el Congreso de la Ley de Chips y Ciencia. Es una nueva guerra fría, esta vez con Estados Unidos de un lado y con China del otro. Washington necesita frenar el crecimiento de China en la fabricación de chips porque no solo el futuro sino en este momento los fabricantes de todo el mundo requieren de semiconductores. La ley impulsada por Joe Biden, a solo tres meses de las reñidas elecciones de medio término, destina 52.000 millones de dólares en subsidios y créditos fiscales para todo tipo de fabricantes globales de chips que establezcan en suelo estadounidense. Léase: una invitación al gigante taiwanés TMSC para que plante industrias en territorio norteamericano y tratar de evitar lo que parece una carrera contra el tiempo: que China decline su capacidad de registrar y patentar invenciones, que deje de crecer de modo acelerado en la fabricación de chips.
Para que quede claro que la ley es parte de una guerra fría, los estímulos y subsidios solo son viables para compañías que no construyan fábricas o que no aumenten las líneas de producción ya existentes en China durante al menos una década. Las restricciones afectan también a empresas estadounidenses que tienen inversiones en China.
La Ley de Chips y Ciencia además, en este intento de tomar la iniciativa, destina más de 200 mil millones de dólares para la financiación de investigaciones científico-tecnológicas en los ámbitos de la robótica, la computación cuántica y la inteligencia artificial.
Es difícil anticipar los cambios de era. Parece mentira que, sin algoritmos ni computadoras inteligentes que procesan millones de datos por segundo, Brzezinski haya acertado en el rumbo que tomaba la disputa entre dos modos de producción y de liderazgo en el planeta hace más de medio siglo.
El intento de recuperar la delantera por parte de Estados Unidos se choca con un clima de época donde la guerra de Ucrania, la crisis energética y alimentaria, el deterioro del clima y el rol creciente de China lo ponen en una situación por lo menos incómoda. Y, puertas adentro, con un Donald Trump que quiere volver a ser el protagonista del futuro pese a que su paso por la Casa Blanca se parece más al caballo de Atila llegando al Capitolio aquel 6 de enero de 2021.
Casi una postal para imaginar qué era está atravesando el liderazgo del planeta.
Por Fernando Pedrosa
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