Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Impression, soleil levant y “En medio de Spinoza”

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23 de febrero de 2020 a las 05:00

Estimada Magdalena:

Impression, soleil levant 

Mi mente ha quedado fijada, estos días pasados -pero quédese tranquila que ya estoy mejor-, en alguna de las sentencias del filósofo Spinoza con que usted asentó sus comentarios sobre el film Parasite, la semana pasada. En mi propia respuesta, no querría dar a entender que he leído a Spinoza, pues no es cierto; de modo que todo lo que sigue debe entenderse como referido a lo que usted, Magdalena, dice que ha dicho Spinoza: ¡Cuánta responsabilidad la suya!

Me centraré en sus dos atractivas propuestas : 1) que el bien es lo que suscita alegría, por “el paso del hombre de una perfección menor a una mayor”; siendo el mal lo que sucita la tristeza opuesta; y 2) que el bien y el mal suceden en nosotros y no en las cosas.

Leyéndolas me vino a la cabeza la descripción que hace Robert Louis Stevenson de su célebre y malvado personaje, Mr. Hyde. Una descripción en la que no da detalles directos, fotográficos, sino meras impresiones subjetivas:

“Hay algo malo en su apariencia; algo que disgusta; algo directamente detestable… Produce una fuerte sensación de deformidad, aunque me resultaría difícil ser más específico al respecto”.

El mal como sensación. Develado por sus efectos en mí.

Algo parecido -pero in the sunny side of the street- podemos encontrar en el famoso cuadro Impression, soleil levant, de Monet, donde el título enfatiza que lo importante no es lo que allí se representa, sino sobre todo, la reacción que la visión de ese paisaje ha producido en el pintor.

Esta filosofía pictórica, si se me permite tal ayuntamiento verbal, dio también lugar a la series del  Pórtico Oeste de la Catedral de Rouen, en la que, a lo largo de 30 cuadros, la luz y la impresión lo son todo y la Catedral, nada - un mero accidente narrativo.

Entiendo que estamos -tanto en Spinoza como en Monet- ante una elección fundamental. Porque, si el bien y el mal suceden sólo en nosotros, lo que hay al final son impresiones, no catedrales. Y entonces es imprescindible que nos hagamos algunas preguntas. La ética es la parte de la filosofía que trata precisamente sobre el bien y el mal. Pero, ¿puede haber fundamentos objetivos para construir una ética a partir de meras impresiones subjetivas? ¿Están los comportamientos subjetivos más allá de cualquier juicio objetivo? ¿Hay un bien y un mal que pueden servir de referencia para todos? ¿O lo único que hay son miles de millones de impresiones subjetivas, de alegría o de tristeza, según cada uno sienta que ha subido o ha bajado en la escala de la perfección?

Con estas preguntas no pretendo complicar nuestra correspondencia, sino entender hasta qué punto es compartible una ética de sensaciones, sin fundamentos objetivos. Pues, por un lado, parece indiscutible que -como afirma Spinoza- el bien y el mal se dan en el interior del hombre. (En realidad, cualquier acción del hombre es, por definición, subjetiva). La pregunta es si, además, ese conocimiento y esos juicios éticos pueden ser compartidos. Si el hombre, que es un ser relacional, encuentra que las mismas cosquillas que le indican a él que está haciendo el bien, o la misma pesadumbre que le indica que está haciendo el mal, se corresponden con las cosquillas o pesadumbres de los demás hombres.

La respuesta a estas preguntas no tiene porqué ser sencilla.

Si analizamos las reacciones subjetivas, ni la alegría del bien, ni la pesadumbre del mal son uniformes ni universales. Basta mirar cierto documental sobre las SS que han hecho en Francia recientemente, entrevistando a “sobrevivientes” de aquellas fuerzas de élite tristemente célebres, para advertir ante qué cosas un corazón malvado puede alegrarse o entristecerse.

Parece que la mera subjetividad, abandonada a sí misma, es incapaz de hacer otra cosa que no sea naufragar en el vinoso ponto del relativismo.

Pero esto no significa que debamos renunciar a encontrar un fundamento objetivo para la ética. Sino precisamente al contrario: que es imprescindible que lo encontremos.

Creo que tenemos que ser aquí filosóficamente optimistas.

Quizás nos toca a usted y a mí, y a todos los que hemos venido después, ir más allá de Spinoza y buscar otros fundamentos para una ética donde las impresiones no nos oculten las catedrales. 

“En medio de Spinoza”

Estimado Leslie:

Su carta me ha dejado un tanto intranquila, pero no por el hecho de haberle provocado una fijación mental en las sentencias de Spinoza (de hecho, el rumiar, como bien dijo Nietzsche, es fundamental para el ejercicio de filosofar).

Mi inquietud proviene, más bien, de la sospecha de que mi última carta no le ha hecho justicia al pensamiento de un filósofo de la categoría de Spinoza. Esto me hace sentir bastante incómoda (triste, diría él), dado que Spinoza fue un pensador a quien le preocupó ser mal interpretado. Tanto, que en el prefacio de su “Tratado teológico político” pidió que su libro no fuera leído por cualquiera, sino sólo por aquellos que no hubieran sucumbido en la superstición y el fanatismo. 

No es que yo presuma que usted es un supersticioso o fanático ¡De ninguna manera es ese el caso! Supersticiosa es, para Spinoza, toda persona que no se guía por la razón, sino por creencias absurdas o no examinadas. Mas, si es así, quien esté completamente libre de superstición que tire la primera piedra! No seré yo, claro. Pero siendo bien honestos, ¿quién podría realmente serlo? 

Así de exigente es con nosotros Spinoza. Nada más lejos del vinoso ponto del relativismo acomodado sobre el imperio de las sensaciones subjetivas. Si hubo un paladín de la Razón en la historia de la Filosofía, ese fue, sin duda, Baruch Spinoza.

Su apuesta al poder de la razón fue lo que le valió, no sólo la excomunión de la colectividad judía de Amsterdam del siglo XVII, sino también el repudio de los más diversos detractores de la libertad de pensamiento de los siglos sucesivos.

En efecto, una de las preocupaciones principales que desvelaban a Spinoza era la de la “obediencia irrazonable” de los hombres (típica de los populismos y fundamentalismos de todo tipo) que, según él mismo, respondía a la superstición y el fanatismo, enemigos capitales del pensamiento crítico.

Y, así, su obra representa el empeño por sustituir la obediencia ciega por el conocimiento. Porque, para Spinoza, el hombre auténticamente virtuoso es el que desafía a las creencias ciegas e irracionales que lo sojuzgan para poder pensar libremente.

 Si San Agustín dijo “Ama y haz lo que quieras”, Spinoza bien pudo haber dicho “Sé feliz y haz lo que quieras”. Pero no feliz a causa de una sensación de placer impulsiva e inmediata. La felicidad spinoziana es la del hombre razonable, que conoce la naturaleza de sus pasiones (alegres y tristes) y las dirige con el objetivo de alimentar su amor a la vida.

Así, el perfeccionamiento del hombre tiene que ver con potenciar su alegría, su “fuerza de existir” (vis extensi), la capacidad para perseverar en su ser, que Spinoza denominó conatus y Nietzsche, más tarde, voluntad de poder. 

Lo maravilloso de Spinoza, en mi humilde opinión, es que nos enseña que el uso de la razón nos hace libres, virtuosos y felices, y así, el bien es algo que sucede -que se da- en nosotros, y no en las cosas o las normas que estamos forzados a obedecer.

La felicidad no es un premio que se otorga a la virtud, sino que es la virtud misma. Y ésta no depende del acatamiento de mandatos que nos son impuestos desde afuera, sino de pensar para poder comprender la razón de ser de cada cosa: “Alguien que se abstiene del crimen únicamente por miedo al castigo, no actúa en absoluto por amor y no posee virtud alguna.” 

Sólo cuando somos felices podemos controlar genuinamente nuestras concupiscencias, porque a través de la razón podemos comprender que ellas son malas para nosotros y rechazarlas, no por miedo al castigo, sino por amor a nosotros mismos y también a los demás.

No en vano recurrimos a la expresión “Nadie en su sano juicio haría tal cosa” cuando nos encontramos frente a algo que consideramos claramente repudiable. 

Si Hobbes afirmó que “el hombre es el lobo del hombre”, Spinoza creyó que “el hombre es el complemento del hombre”.

Pienso que, dada nuestra naturaleza gregaria, tiene mucho más sentido la concepción spinoziana. Mientras las supersticiones y fanatismos nos confrontan o separan, la razón es lo que nos revela esa naturaleza común a todos, que hace posible la cooperación humana. No, Leslie, creo que no es más allá, sino -parafraseando a Deleuze- en medio de Spinoza donde debemos estar para que las impresiones subjetivas no eclipsen el esplendor de la catedral.

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