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La arriesgada tarea de ser activista medioambiental en la Rusia de Vladimir Putin

Tras la inhabilitación de las secciones rusas de las grandes oenegés globales, pequeñas organizaciones regionales procuran continuar la lucha contra la contaminación
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28 de agosto de 2023 a las 05:03

El ambientalista Ígor Chastuj, de 18 años, sostiene un frasco frente a un desagüe del que brota un agua caliente y pútrida, cerca de la ciudad de Penza, en el oeste de Rusia. "Huele a infusión", bromea tras acercar la muestra a su nariz. Mientras tanto, su mujer, Sonia, registra el olor y el color amarillento de la sustancia junto a otros dos activistas, Alexéi Zetkin y Yakov Demidov. Ninguno llega a los 20 años.

El agua procede de una fábrica de papel cercana que ya fue multada por contaminar con los residuos industriales que arroja sin previo tratamiento al río Sura, a unos 600 kilómetros de Moscú. "La gente que bebe esta agua, pesca en ella y se baña en ella debe comprender el peligro", dice Ígor con relación al curso fluvial, que drena una superficie de 67.000 kilómetros cuadrados y es uno de principales afluentes del Volga.

Las pruebas químicas revelan que las muestras presentan niveles excesivos de cloro, hierro y materia orgánica. Sin embargo, Ígor y sus compañeros consideran poco probable que consigan concientizar a la población de los peligros de la contaminación. “Las posibilidades son escasas”, explica Alexéi. Su mirada destacada que los grupos ecologistas se enfrentan a la presión de las autoridades, y que muchos fueron ilegalizados tras el inicio de la ofensiva de Rusia en Ucrania en febrero del año pasado.

Ese fue el caso de las secciones rusas del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF) y Greenpeace, entidades acusadas por el gobierno del presidente Vladimir Putin de ser "secuaces de Occidente" y de “socavar la economía nacional”. Contexto represivo en el que actualmente sólo consiguen sobrevivir algunos grupos medioambientalistas locales, de dimensiones generalmente modestas, que tratan de continuar la lucha.

"Lo que hacemos es legal e inofensivo, pero mañana podrían asociarlo con el extremismo o el terrorismo. La mínima transmisión de información puede convertirse en una supuesta amenaza al Estado", observa Ígor casi al mismo tiempo que un camarógrafo y una responsable de comunicación de la empresa surgen inopinadamente y empiezan a filmar al grupo. Acto seguido, aparece un agente de seguridad. Para evitar problemas, los jóvenes se repliegan.

Mientras tanto, a pocos metros, bajo los árboles de la ribera del Sura, varios hombres despreocupados pescan apaciblemente en las aguas contaminadas.

El grupo de Ígor y Alexéi inspecciona periódicamente ríos y basureros. Luego, con apoyo de un activista de mayor edad y con conocimientos jurídicos, denuncian los incumplimientos de las leyes ante el Ministerio Público o la agencia de protección ambiental. A veces, para sorpresa de los jóvenes, con éxito.

Así ocurrió en noviembre de 2021. Por entonces, Ígor y Alexéi aún eran alumnos de secundaria. Ambos se dieron a la tarea de analizar las aguas vertidas por esa misma empresa y enviaron los resultados a las autoridades, que confirmaron una contaminación masiva y multaron al director de la fábrica, miembro del partido del presidente Putin.

El éxito, sin embargo, tuvo un costo. Después de aquello, Alexéi fue expulsado de un grupo ecologista progubernamental. La razón: haber llevado a cabo una investigación sin el aval de sus superiores. Poco después, en febrero de 2022, creó su propia oenegé, Eko-Start, y siguió organizando acciones con Ígor.

Cuando terminan su operación frente a la fábrica de papel, ambos conducen al cronista a un vertedero a cielo abierto cerca de Penza, donde se amontonan verduras podridas, baterías eléctricas y desechos médicos provenientes de la ciudad de medio millón de habitantes, un nudo ferroviario y centro industrial en el que se destaca la fabricación de maquinaria agrícola.

"Los dueños de este basurero son jerarcas de la región. Economizan evitando separar los residuos y almacenarlos según los reglamentos", afirma Alexéi. Él e Ígor se conocieron en el Komsomol, la organización juvenil del Partido Comunista de la Unión Soviética que responde ante el Kremlin a escala nacional, pero que en ocasiones hace oposición a nivel local.

Desde hace ya más de un año, ambos abandonaron el Komsomol.  Ígor se define como un "trotskista-internacionalista", opuesto a los "estalinistas" y a la represión política. Su militancia es poco habitual en los tiempos que corren. Actualmente, la mayor parte de los jóvenes rusos evita por miedo cualquier actividad disidente. Otros muchos se muestran indiferentes. Muy pocos apoyan al gobierno.

Alexéi es consciente de esa realidad, aunque piensa que "si no hacés política hoy, la política te alcanzará mañana". Según él, la intervención en Ucrania politizó a muchos jóvenes, empujándolos a comprometerse a favor o en contra del Kremlin. El igual que Ígor entiende que el conflicto bélico corre el riesgo de provocar nuevos problemas ecológicos en Rusia, dado que el gobierno flexibiliza las normas anticontaminación para apoyar a la economía y al complejo militar-industrial, cuyas fábricas de armas funcionan a toda marcha.

Ksenia Vajrucheva, hoy exiliada y coordinadora de la ONG Bellona, fundada en Oslo, Noruega, pero con hasta hace poco una importante presencia en Rusia, cree que ya no existen organizaciones ambientalistas rusas lo suficientemente poderosas como para provocar "cambios sistémicos". No obstante, Alexéi, Ígor y sus amigos están convencidos que asumir el riesgo de enfrentar al poder vale la pena.

“Crear dos o tres asociaciones eficaces en cada región podría cambiar el panorama. Se trata de sumar pequeñas victorias”, se entusiasma Ígor.

(Con información de AFP)

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