"¿Por qué estás tan encaprichada con que termine el bachillerato? Si ya terminó el ciclo básico, está bien”, le decían a Mercedes Viola hace unos años. Su hija más pequeña, Magdalena, tiene síndrome de Down y, como a todas las personas con alguna discapacidad intelectual, su carrera educativa se le hizo cuesta arriba.
“No es un capricho. ¿Por qué debería esperar otra cosa de ella que de mis otros dos hijos? Si la inclusión es para todos, es para todos”, respondió en aquella oportunidad la arquitecta que encontró en la educación inclusiva su campo de trabajo. El tiempo y su hija le dieron la razón: Magdalena se graduó este miércoles como bachiller.
Ahora, sentada en el living de su casa, Magdalena Cosco sonríe con timidez. Escucha a sus padres y hermanos hablar sobre ella misma y, de a poco, se suelta a hablar. “¡Estoy feliz! ¡Terminé el liceo!”, exclama eufórica y contagia de alegría a todos. Con su esfuerzo, “Magda” —como le gusta que le digan—, desafió la rigidez del sistema. A base de perseverancia y con el respaldo de toda su familia, se convirtió en la primera joven con síndrome de Down que terminó el bachillerato en Montevideo y es una de las primeras en todo el país.
“Algunas materias son difíciles. En algunas soy muy buena pero en otras no. Estuve estudiando mucho y bueno, acá llegué”, cuenta y disfruta el hecho de ser protagonista.
En su relato —y en el de sus padres y hermanos— cuenta los dolores de panza que tenía muchas veces ante el desafío de algunas materias que consideraba imposibles de superar. Recuerdan juntos su mirada perdida ante un pizarrón lleno de ecuaciones abstractas que no lograba entender, aunque para sus compañeros todo parecía normal. Piensan en cada barrera, cada frase inoportuna, cada obstáculo. Lo hacen en perspectiva, sabedores que esas cosas son parte de un pasado que Magdalena ya superó.
Siempre apasionada por la danza y el teatro, recorrió su infancia y adolescencia en los pasillos del colegio San Juan Bautista. Lo hizo hasta cuarto año de liceo, cuando su ciclo educativo en esa institución llegó a su fin.
Sus padres, en busca de un nuevo centro de estudios para ella, decidieron que el primer año de bachillerato lo haga extraoficialmente en su propia casa. Allí, con tesón y disciplina, Magdalena siguió su trayectoria educativa bajo la calidez del hogar.
“Ya había empezado el año escolar, no tenía a dónde ir y bueno, igual armamos todo un plan de emergencia con la profe de apoyo, agarramos los programas de 5to artístico y de lunes a viernes, de 8 a 12 (horas), Magda hacía el liceo acá”, contó su madre a El Observador. “Fue todo un año así. Lo hizo con mucha seriedad. Empezó en marzo y terminó en noviembre”, acotó el padre.
Para el año siguiente, Magdalena ya tenía nuevo colegio. El Santa Elena aceptó el desafío que, hasta el momento, muy pocas instituciones educativas en este país han enfrentado: impulsar a un joven con síndrome de Down a terminar el bachillerato. Pero el reto mayor era para ella. El colegio ya no le quedaba cerca, tenía que formar nuevas amistades y, ahora, tenía que saber lo que era viajar en ómnibus para ir estudiar.
Cuando el director del bachillerato de ese colegio, Horacio Ottonelli, habla de que Magdalena es una de las primeras jóvenes con síndrome de Down en terminar el bachillerato no piensa tanto en ese logro sino que se lamenta reflexionando sobre el sistema educativo en su conjunto: “Estamos llegando tarde”, dice.
Es jueves y ya pasaron unos minutos de las 21 horas. La noche está calurosa pero en el salón de actos del Santa Elena el clima no incomoda. Las luces están apagadas y solo brillan sobre el techo unas bolas de varios colores. En el estrado, dos docentes en rol de humoristas bromean entre presentación y presentación.
Ya había pasado el video de los padres, ya había hablado el director del bachillerato y algunos alumnos ya habían leído sus cartas de despedida. Es tiempo de llamar a los estudiantes del bachillerato artístico a que pasen al frente.
“Magdalena Cosco” se escucha en los parlantes y la joven camina hacia el encuentro con sus docentes. El público la abraza con un aplauso cerrado y una profesora le coloca la medalla de graduación. Su familia, desde las gradas, sonríe. El sistema parece haber entendido esa frase que a Magdalena le gusta repetir: “Lo único que todos tenemos igual es que somos diferentes”.
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