A 10 años de Sudáfrica 2010 > DE PUÑO Y LETRA DEL CAPITÁN

La historia de Sudáfrica 2010 desde adentro contada y escrita por Diego Lugano

De la gente recibimos el título más lindo que esta selección podía soñar, con todo un pueblo, sin colores partidarios, y orgullosos de un grupo de jugadores que fueron el reflejo de nuestra cultura y de nuestro pueblo
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20 de junio de 2020 a las 05:01

Por Diego Lugano, capitán de la selección uruguaya en Sudáfrica 2010

¡Qué difícil tarea es para mí escribir sobre Sudáfrica 2010! Fue tanta la intensidad con que viví aquella etapa, fueron tantas las emociones, que cuando miro para atrás ya que ustedes me invitaron con este texto a recordar las sensaciones, como un remolino vuelven a mi cuerpo los rostros de mis compañeros, los abrazos, el “Uruguay nomá” del vestuario, el Himno llegando al vestuario, la gente pintada de celeste.

Ya que estoy en ese trance voy a intentar contar mi historia, mi punto de vista dentro de esta increíble historia.

Desde chico fui un fanático de la selección. No hubo un libro, una revista, un cuento de diversos autores sobre nuestra historia que dejara de leer. Sabía de memoria las formaciones de los olímpicos de 1924 y 1928, de los mundialistas de 1930 y de 1950. El equipo de 1970.

Unas de las primeras imágenes de la selección que tengo en mi cabeza es el gol de Alzamendi contra Alemania. Aquella pelota que parecía que no entraba nunca.

Mi primer partido en el Centenario fue Uruguay-Perú, el día de los dos goles de Sosa.

Ya de adolescente, rasqué la “chanchita” y no había un pariente al que dejara de manguear para ir de Canelones, con mis amigos y como un ritual, a ver a la selección, a la Ámsterdam o a la Colombes. Fuimos a algunos partidos de las Eliminatorias para Estados Unidos 1994, y a todos los del camino a Francia 1998 y a Corea-Japón 2002.

Escuchaba todos los programas de radio y televisión en épocas difíciles, en las que sabía -y sé porque muchos son los mismos de hoy- lo que decían. También viví las épocas difíciles de manija para todos lados, que repatriados, que empresarios, qué técnicos, tiempos de división y de polémicas. Como hincha común no me gustaba escuchar eso. Para mis amigos y para mí, la celeste era parte de nuestra existencia, y como hincha necesitaba otro mensaje, no el que me hacían escuchar.

Sin querer (bien sin querer), me transformé en profesional. Sin darme cuenta fui a parar a Brasil, y como bienvenida São Paulo me organizó un almuerzo (que siguió hasta la cena porque los acalambre a preguntas) con Pedro Virgilio Rocha, un ídolo de libros y de historias, único uruguayo por ahora en jugar cuatro Mundiales, y don Darío Pereira, según los brasucas, de los mejores extranjeros que pisó esta tierra.

Fue un almuerzo-cena que me quedó marcado a fuego para siempre. Mientras les preguntaba sobre historias de la celeste, ellos me hablaban de São Paulo. No tenían alegría ni les brillaban los ojos cuando se acordaban de sus pasajes mundialistas. No lo podía entender, hasta que ellos enumeraron varios problemas organizativos, críticas exageradas, rivalidades, entre otros argumentos, entendí por qué no lo habían disfrutado como ellos hubieran querido.

Dos años después recibí mi primera citación a la selección. Fue para las duras Eliminatorias de Alemania 2006, lo que viví como mi primera gran tristeza por la eliminación.  Tal vez fue el mayor fracaso de mi carrera.

Inmediatamente tuve la responsabilidad de ser capitán (algo que sabía bien lo que representaba) y me juré a mí mismo, y a pesar de los pesares, que iba a disfrutar el sueño cumplido de ponerme la celeste. Iba a intentar contagiar a mis compañeros y, seguramente por la inercia propia de esa energía positiva espontánea, la gente iba a identificarte con eso. Porque siempre creí que la celeste une al país y nos identifica. ¡Nunca nos puede separar!

Lo hablamos con los muchachos varias veces: vendrán grandes derrotas, decepciones y duras críticas porque forma parte del fútbol, pero ponerse la celeste siempre será un privilegio y tiene que ser con alegría. Frente a todo eso nos propusimos responder a cada crítica con educación y argumentos, con autocríticas internas y maduras. Nos propusimos atender con respeto a cada hincha que se aproximara, en cualquier circunstancia. Cada uno es especial y es especial lo que representa un seleccionado para ellos. Y además, dentro de lo que somos como atletas, brindar lo máximo: descanso, entrenamiento, alimentación, concentración. Más que eso en definitiva no podemos hacer.

Las Eliminatorias para Sudáfrica 2010 fueron durísimas, las críticas también y el grupo estuvo a la altura como entendíamos.

Finalmente llegó la hora del Mundial. Las semanas previas que viví en Uruguay fueron lo más lindo que recuerdo. Lo que disfrutamos con los muchachos no tiene nombre.

La energía de la gente, los entrenamientos, la seriedad absoluta y la responsabilidad con extrema alegría en el rostro de todos y de nuestras familias y amigos.

Cuando nos tocó salir rumbo al Mundial fue cuando entendí que el mensaje había sido pasado con éxito. En la madrugada de aquel 4 de junio el termómetro marcaba una temperatura bajo 0°C y miles de personas en Carrasco nos despedían. Pero no era con aquel “hay que ganar”, “hay que meter”, “pongan huevo” y  todas esas obviedades. Nos despedieron con un: “muchachos les deseamos lo mejor”, “nos representan”, “se merecen hacer un buen Mundial”. Había una complicidad y una energía que se veía.

Ya en Sudáfrica, la elección de Kimberley fue fantástica. Vivíamos el Mundial sin estar dentro de la locura.

Compartimos la cultura local y llevamos la nuestra, representando el país dentro y fuera de la cancha. El shosholoza (música guerrera de tribus sudafricanas) que nos cantaban antes de cada viaje a cada partido nos hacían lagrimear. Inclusive cuando vencimos al local, la gente de Kimberley nos festejó

Contra Francia jugué mi primer partido de Copa del Mundo, y como capitán. Me acuerdo hasta hoy los mensajes de mis amigos y mi familia, y me emociono. Mis compañeros imagino que también.

Los resultados, los partidos y las imágenes de lo que vivimos en aquel Mundial creo que todos los tienen claro.

Nuestra participación en la Copa iba creciendo. Creciendo en emoción.

Imposible olvidar la odisea de nuestras familias yendo 40 días de acá para allá, con una logística mediana, atrás de nuestro sueño y formando un grupo tan unido igual.

El susto del infarto del viejo Julio Godín. ¡Mi viejo fumando en el baño, no veía los partidos por los nervios! (Me salió carísimo que fuera a Sudáfrica a fumar, jaja). ¡Las aventuras del viejo Gargano! Me acuerdo y me río solo.

Llamábamos la atención de otros países porque nuestra concentración era de la familia. Estaba llena de gurises correteando. Todos disfrutando del Mundial.

El triunfo contra México se disfrutó. En las tribunas eran mayoría y, la verdad, todos los que hemos competido contra ellos sabemos que es difícil tragarlos, futbolísticamente hablando. Don Alcides Edgardo Ghiggia, a quien teníamos como “vudú” en la concentración, pensaba lo mismo (jaja).

Corea del Sur nos exigió y demostramos carácter. Madurez, equilibrio emocional y fútbol.

Sabíamos de la cantidad de gente que salía en Uruguay a festejar y otros que rascaban los bolsillos y se endeudaban para viajar al Sudáfrica. Nos sentíamos orgullosos e íbamos por más.

Llegó el día de jugar contra África (Ghana). Fue uno de los partidos más emocionantes de la historia de los mundiales.  Estoy convencido que fue el deseo tremendo, la sana energía, la empatía que aquel grupo había generado en el mundo, que hizo la diferencia para que aquel penal no entrara pese a todo lo loco que ocurrió.

Una de las pocas fotos de fútbol que tengo en casa es en la que estábamos subiendo el túnel al grito de “Uruguay nomá”. Ahí estamos abrazados a Suárez: Andrés Scotti, Sebastián Eguren, Juan Castillo y Diego Godín. Nuestras caras lo dicen todo.

Cuando llegamos al hotel estuvimos  cinco minutos cantando el “Volveremos…” con la gente. Fue como una comunión. Fue como estar saltando con 3 millones. Esos cinco minutos de adrenalina y de agradecimiento mutuo, valió por los años de sacrificios dedicados a la selección.

El pecho me explotaba (la rodilla también). La satisfacción enorme de volver a llevar a la celeste a lo más alto. Ahora, en las épocas modernas con Mundiales de 200 selecciones (es el número de países que comienzan la competencia) no es fácil. Nos llegaban imágenes de Uruguay festejando, y no lo podíamos creer. También imágenes de diferentes países. En estudios de deporte gente con la celeste festejando (brasileños, argentinos, colombianos y algún país europeo). Fue increíble.

Las lesiones, suspensiones y los recordados tres errores arbitrales que nos impidieron llegar a la soñada final.

Años después entendí que realmente estábamos para ser campeones. Deberíamos haber ganado inclusive con esas dificultades.

En nuestro mejor partido en la Copa del Mundo acabamos perdiendo contra Alemania, casi el mismo equipo que cuatro años después fue campeona.

Llegamos hasta donde llegamos, con nuestras armas, a nuestra manera, con el orgullo tremendo de representar a la gloriosa celeste, tanto dentro como fuera del campo.

El Balón de Oro a Diego fue una caricia al alma y un premio a todo el grupo también.

El premio más grande fue el regreso al país y ver la gente.

Quedaba claro que la gente no festejaba un cuarto puesto. Festejaba sentirse identificado con un grupo de jugadores y con la camiseta que nos une compitiendo al más alto nivel, ganando, perdiendo, pero sin perder los rasgos que nos identifican como sociedad y llevando a Uruguay nuevamente a los portales de noticias de todo el mundo.

Con la gente recibimos el título más lindo que este grupo podía soñar, con todo un pueblo, sin colores partidarios ni clubistas, sin distinguir sexo, edad, raza, y orgullosos de un grupo de jugadores que fueron el reflejo de nuestra propia cultura y de nuestro pueblo. Y, principalmente, orgullosos del color cielo que nos une y representa desde hace más de un siglo y para siempre.

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