La película no empieza en un auto; lo hace en una cama. La luz del amanecer recorta la silueta de una mujer que sentada en el colchón, desnuda, abre la mañana con el filo de la lengua japonesa. Ella cuenta una historia, no importa cuál, lo que importa es que lo hace, que no es la primera vez y que tampoco será la última. Al menos no por ahora. El hombre, su marido, la escucha acostado en la cama, boca arriba, también está desnudo, se pasa el antebrazo por la frente. Pronto el trance es compartido y ambos se dejan llevar. El contorno oscuro de los cuerpos no se revela. El aire está cargado del sexo que ya fue, de los electrones del placer residual que termina de redondear el goce y que, a veces, lo completa. En ese después, la historia encuentra un final y la voz de la mujer se apaga. La escena también.
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