La virgen de agosto es la quinta película de Jonás Trueba

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La virgen de agosto: una película sobre el calor de la ciudad y los veranos que transforman

La quinta película del cineasta español Jonás Trueba es una oda al verano en la ciudad y a los días entre paréntesis que nos cambian sin saberlo; está en Cinemateca
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20 de febrero de 2021 a las 05:01

Pensemos en Montevideo en enero. En un enero normal, por fuera de esta temporalidad determinada por la palabra con C que no queremos ni nombrar. Pensemos en la capital hirviente, desértica. En la siesta permanente que la aplana aún cuando en realidad sigue despierta. Pensemos en Montevideo como un páramo. La nada. Un espacio en suspensión.

Ahora pensemos en Madrid.

Madrid en verano, a pesar de que no tiene costas y su tamaño es mucho mayor, no debe ser demasiado distinta. Los hemisferios se trastocan y el ardor del cemento se traslada a los meses de julio y agosto, pero básicamente tiene que ser igual. Una gran metrópolis desinflada por el calor. Una ciudad evacuada. Un vacío residual. 

Por eso, como pasa en la capital uruguaya, los madrileños que pueden se escapan. Prefieren las costas de su país, el campo, la Costa Azul o cualquier otro punto del mapa que los saque del agobio callejero. Y sin saberlo —porque quien se va no lo sabe— se pierden de un encanto especial, el mismo encanto que tiene Montevideo en las semanas más pesadas de enero. O Buenos Aires. O cualquier otra cáscara urbana similar que, de repente y en pleno verano, se convierte en un espacio de descubrimientos. De luces oblicuas, reflejos anchos, de preguntas abiertas. De días largos que acompañan las transformaciones interiores. Montevideo puede funcionar así para nosotros. Madrid funciona así para los madrileños y, entre ellos, para el cineasta español Jonás Trueba. 

Ya desde el comienzo de su carrera en Todas las canciones hablan de mí (2010), este director madrileño que ahora tiene 39 años explotó su ciudad y la manera en la que ella configura las historias y los personajes de sus ficciones. Apasionado y fiel devoto de la nueva ola francesa y al acercamiento hacia el cine sin artificio, Trueba —hijo de Fernando y sobrino de David— se volcó decididamente a prescindir de las tramas pautadas por guiones rígidos y abrazó la espontaneidad. De hecho, él lo dice: ve las películas como espacios, como vehículo para desarrollar “el gesto primitivo” del cine, más que como tramas y estructuras. Su obra es libre, y con tropiezos y fallas mediante, es coherente con esa filosofía.

Su última película es La virgen de agosto, que se puede ver en Cinemateca desde el jueves y fue la encargada de cerrar el último festival de la institución. En ella Trueba sigue en Madrid. Se queda. Lo hace en un mes en el que la temperatura sube, la nada se apropia de la rutina y las calles vibran por el calor y las fiestas de la Verbena. Se queda en agosto, el mes que elige como espacio para su último personaje, el mes en el que se apropia de la iconografía del verano, de sus aromas y sentimientos flotantes, y a partir del que entrega su trabajo más sólido y emocionante a la fecha.

Itsaso Arana es Eva, la protagonista de la película

Turistas madrileños en Madrid

El diario o la película comienza el primero de agosto. De hecho, sucede literalmente: aparece una placa de tonos pasteles y tintes rohmerianos en la que se lee “1ro de agosto”. Eva aparece en pantalla a continuación. Es la actriz Itsaso Arana (coguionista, pareja de Trueba y parte de su troupe) quien le da cuerpo y rostro a esta mujer de la que solo sabemos que tiene treinta y poco y que está sola. Y que acaba de decidir que su verano lo pasará en Madrid: un amigo le presta un apartamento en el centro y allí se queda.

Los días pasan. Eva camina por la ciudad. Se sube al bus turístico. Visita parques. Choca con las fiestas callejeras de San Lorenzo y la Virgen de la Paloma. Entra a museos, se reencuentra con viejos colegas, visita a amigas. Entabla discusiones sobre el arte, la vocación, los sueños y la maternidad. Hace terapia oriental. Come y toma con gusto. Busca su espacio en una ciudad que le da la oportunidad de explorarlo. Va al cine a ver una de Bergman. Transpira bajo el sol, sufre el calor en la suela de las sandalias, tiene algunos encuentros sexuales y se pega baños en un arroyo. La primera quincena de agosto transcurre así. Bajo esas coordenadas. Con la libertad del tiempo entre paréntesis.

Arana es coguionista de la película

La virgen de agosto puede compararse con una caricia suave. Una brisa que sopla entre los árboles y que deja asomar los últimos destellos de la tarde muerta. Tiene sentido que se construya sobre los paseos que Eva disfruta porque, efectivamente, así se escribió. Paseando por la ciudad, escribiendo sobre la marcha, tratando de captar una naturalidad veraniega que se siente en los poros de la piel, que envuelve a la ficción. ¿Que no pasa nada? Al contrario: a Eva le está pasando todo.

En esta película Madrid es inagotable. Sirve de contrapunto a las preguntas del personaje de Arana, a sus instantes de revelación y a las epifanías pasajeras. La ciudad se descubre en cada una de las historias contadas al frescor de un vino blanco, en las pausas contenidas en el puente de los suicidas, en los encuentros fortuitos que se flotan en el aire como el agua de los aspersores del centro que no dan a basto. Eva camina y mientras observa su entorno con ojos redondos, deja una huella en el entramado de microrelatos que configuran a la ciudad mundana, caliente y también de ensueño.

La luz de Madrid en verano es captada de manera bella por el cineasta

Sin pudor a la hora de fijar la cámara en episodios de aparente intrascendencia o de jugar con la duración de los días, Trueba encuentra un punto de equilibrio ideal entre la belleza de la ficción y el pulso natural al que siempre ha aspirado. Mucho mejor trabajada que en la invernal La reconquista (2016), la luz de Madrid en La virgen de agosto es mágica y se queda prendida en la retina. Encuentra su punto de mayor claridad cuando se refleja en las expresivas facciones de Arana, que por otro lado lleva las riendas de toda la historia con una naturalidad que deslumbra. Que hipnotiza.

El verano siempre ha sido fotogénico para el cine, pero La virgen de agosto, además de retratarlo de manera hermosa, lo llena de significado. El tiempo muerto, lo estático, la pausa casi obligada es el vehículo utilizado para explorar las transformaciones interiores de un puñado de treintañeros que se definen, que buscan cambiar, que necesitan ponerse en stand by para, justamente, salir de allí. Para avanzar y vivir. Como vive Eva su verano, como disfruta su Madrid, la ciudad desierta. Ese páramo caliente de los sueños en espera que le da cuerpo y alma a una película para el recuerdo. 

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